Poner fin al derroche de dinero en el aparato estatal

El Ministerio de Educación estuvo a punto de pagar 10.000 guaraníes por cada botella de agua mineral y 80.000 por cada dos litros de cocido, mientras Conatel firmó un contrato por el que se comprometía a abonar 14.000 guaraníes también por botellita de agua. Estas sumas exorbitantes dan cuenta del derroche en el que incurren las entidades públicas en general y del que, en última instancia, son responsables los legisladores que aprueban alegremente la Ley de Presupuesto General de la Nación. No se trata de casos aislados, de una o dos instituciones, sino de meros ejemplos de una práctica indignante de larga data en la estructura estatal, que no se limita a los servicios gastronómicos y que persiste debido a la negligencia o a la corrupción de los encargados de velar por el buen uso del dinero público. En efecto, se comprueba que han fracasado todas las instancias constitucionales de control. La ciudadanía informada y movilizada, con el acompañamiento de la prensa, puede forzar a que se corrijan los desaguisados cometidos y tolerados por quienes la representan o están a sueldo de ella. Y que los responsables reciban el castigo que se merecen.

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El Ministerio de Educación y Cultura (MEC) estuvo a punto de pagar 10.000 guaraníes por cada botella de agua mineral y 80.000 por cada dos litros de cocido a ser servidos en una reunión con expertos extranjeros, en tanto que la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) firmó un contrato por el que se comprometía a abonar 14.000 guaraníes también por botellita de agua a ser ofrecida en un eventual encuentro internacional.

Estas sumas exorbitantes dan cuenta del derroche en el que incurren las entidades públicas en general y del que, en última instancia, son responsables los legisladores que aprueban alegremente la Ley del Presupuesto General de la Nación. No se trata de casos aislados, de una o dos instituciones, sino de meros ejemplos de una práctica indignante de larga data en la estructura estatal, que no se limita a los servicios gastronómicos y que persiste debido a la negligencia o a la corrupción de los encargados de velar por el buen uso del dinero público.

La cadena de responsabilidades empieza en la Unidad Operativa de Contratación (UOC) de cada organismo, encargada de ejecutar los procedimientos de planeamiento, programación, presupuesto y contratación. Según el art. 13 de la Ley de Contrataciones Públicas (LCP), ella puede consolidar sus requerimientos de bienes y servicios de uso generalizado para lograr las mejores condiciones en cuanto a calidad, PRECIO y oportunidad. Esta norma deriva del principio de economía y eficiencia, consagrado en el art. 4º de la misma ley, que obliga a planificar y programar las contrataciones de tal modo que las necesidades públicas sean satisfechas con la oportunidad, la calidad y el COSTO que aseguren al Estado las mejores condiciones, “sujetándose a disposiciones de racionalidad, AUSTERIDAD y disciplina presupuestaria”.

Estas disposiciones son lisa y llanamente ignoradas en la elaboración del anteproyecto de la entidad respectiva. En vez de investigar detenidamente el mercado para conocer los precios, lo que se hace, evidentemente, es tomar como referencia el presupuesto vigente y aumentarlo atendiendo la tasa de inflación. Por tanto, el despilfarro se arrastra a lo largo de los años, automáticamente, sin que en el organismo en cuestión nadie se ponga a pensar si los valores estimados por la UOC se ajustan o no a los costos vigentes.

La máxima autoridad del órgano remite así al Ministerio de Hacienda un anteproyecto de presupuesto que reproduce el malgasto de siempre. Tampoco en esa instancia se hace un examen aunque sea aleatorio de los costos previstos, por la simple razón de que se sigue el mismo criterio incrementalista: si alguna vez fueron aceptados, se los incluye en el proyecto de presupuesto, con el reajuste que corresponda. Si el Poder Ejecutivo suele quejarse a posteriori de que las estimaciones del Congreso relativas a los ingresos son demasiado optimistas, cabe reprocharle que no se ocupe de poner freno a los egresos limitando los costos previstos por las UOC.

Los legisladores deben impedir que el dinero de los contribuyentes sea derrochado, y para ello pueden pedir a sus múltiples “asesores” que verifiquen si al menos algunos de los gastos previstos en el proyecto de presupuesto responden a los precios del mercado. Sin embargo, nada de eso ocurre.

Ni la Comisión Bicameral de Presupuesto ni cada una de las Cámaras son lo bastante curiosas como para averiguar, por ejemplo, cuánto podría costar un servicio gastronómico. Más aún, los legisladores aprueban incluso erogaciones adicionales, a cambio de que sus respectivas clientelas sean nombradas o contratadas en la dispendiosa administración pública. Para peor, cuando sale a la luz algún derroche aprobado por ellos mismos, se rasgan las vestiduras con la mayor hipocresía, tal como ha ocurrido en el mencionado caso del MEC. Cuando se reveló el despilfarro en marcha, gracias a la denuncia de estudiantes secundarios, la Cámara de Diputados aprobó un pedido de informes al ministerio sobre la licitación por concurso de ofertas para la compra de alimentos y bebidas, “sorprendida” por los precios que ella misma había consentido implícitamente al aprobar a ciegas la partida correspondiente.

En cuanto a las licitaciones, es de señalar que el art. 9 inc. r) de la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República obliga a esta institución a “controlar desde su inicio todo el proceso de licitación y concurso de precios de los órganos sometidos a su control”. Evidentemente, no le llamaron la atención los precios ofrecidos por el ganador, si es que tomó noticias de ellos.

Por su parte, la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas (DNCP) se lavó las manos señalando que no verifica las ofertas para detectar algún despilfarro, sino solo se ocupa de comprobar si el procedimiento se ajusta a la ley. Y bien, el art. 82 de la LCP puede suspender el procedimiento de contratación cuando existan indicios serios de actos contrarios a ella, es decir, cuando se viole el principio de “economía y eficiencia” antes referido. Según su art. 10, por cierto, son nulos los actos, contratos y convenios que los organismos realicen en contra de lo dispuesto en ella, previa determinación de la autoridad competente. Poco después de haberse desentendido, la DNCP se puso a investigar si el proveedor del MEC obró de mala fe, es decir, se dio cuenta de algo que pudo haberse hecho mal, quizá porque intervino el Presidente de la República para hacer desistir al ministerio del inminente malgasto.

El presidente Horacio Cartes intervino solo luego de que unos admirables jóvenes, más celosos del buen uso del dinero público que el MEC, que el Ministerio de Hacienda, que el Congreso, que la Contraloría y que la DNCP, salieron a la calle para denunciar indignados el despilfarro en que se venía incurriendo.

Se comprueba así que fracasaron todas las instancias constitucionales y legales de control. El escándalo suscitado, que cada año se repite en silencio en la administración pública, enseña que la ciudadanía informada y movilizada, con el acompañamiento de la prensa, puede forzar a que se corrijan los desaguisados cometidos y tolerados por quienes la representan o están a sueldo de ella. Y a que los responsables reciban el castigo que se merecen.

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