Crisis de la agricultura familiar y sus desafíos

La agricultura es una actividad económica de alto riesgo por su fuerte exposición a los cambios del clima y a la volatilidad de los precios. El acelerado deterioro del medio ambiente y la creciente globalización de los mercados no hacen sino acentuar cada vez más su vulnerabilidad, principalmente para los pequeños productores del campo, quienes generalmente no tienen como defenderse de los choques externos.

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La recurrente y compleja crisis de la agricultura familiar campesina en nuestro país entraña desafíos de políticas agrarias que vayan más allá de una simple respuesta a problemas de productividad y financiamiento. Su solución requerirá un abordaje integral y acciones coordinadas que garanticen la producción de alimentos y la generación de empleos para un sector importante de la población, cuyo debilitamiento y rápida destrucción tendría un alto costo económico, social y político.

En general, el desarrollo económico conlleva una migración rural-urbana, una tendencia de disminución de las pequeñas fincas y un mayor nivel de monetización de las actividades agrícolas, tanto por la presión del consumo como por la necesidad de incorporación de más tecnología. Frente a la debilidad de las políticas agrarias, a menudo se apela a la intermediación comercial y financiera rural para resolver parte de los problemas de las pequeñas fincas, pero estas soluciones crean mayor dependencia y vulnerabilidad, sobre todo cuando las fincas enfrentan situaciones adversas.

En nuestro país, la problemática de la agricultura familiar campesina presenta diferentes matices. En las dos últimas décadas hemos asistido a una expansión continua de la agricultura empresarial, principalmente sojera, con fuerte presencia de inversiones extranjeras.

La reciente movilización de los sojeros ha dejado traslucir hasta qué punto, en los departamentos donde se realizó el tractorazo, los empresarios agrícolas han arrinconado a la antigua producción diversificada de la agricultura familiar campesina.

Desafortunadamente, no existen políticas agrarias de contrapeso que hagan posible la coexistencia de ambas formas de producción. El incumplimiento de las regulaciones medioambientales pone en dificultades a nuevos rubros de producción que no deberían estar expuestos a los agroquímicos. La presencia prácticamente nula del Estado en el apoyo a la agricultura familiar campesina hace que la competencia entre estas dos formas de producción termine con un saldo negativo, donde la destrucción de puestos de trabajo es más rápida que la creación de empleos, generando más desocupación y pobreza rural.

En otros departamentos con menos presencia de los agronegocios, la producción agrícola está atomizada en fincas que tienen problemas de acceso vial de todo tiempo, situación que plantea dos complicaciones: falta de economía de escala y de facilitación de mercado. En estos casos, no existe suficiente volumen para comercializar en los centros de consumo más cercanos y los pequeños productores quedan en manos de unos pocos intermediarios o, simplemente, por problemas de caminos y transporte, no pueden sacar sus productos a los mercados.

En otras regiones, la agricultura familiar campesina ha encontrado respuestas en la producción de frutas y hortalizas. Pero, en estos casos, los productores están expuestos a los riesgos climáticos, encuentran dificultad para incorporar tecnologías apropiadas, tienen escasa disponibilidad de instalaciones post cosecha para regular la entrada de los productos al mercado, o reciben ayudas simbólicas de programas diseñados para la corrupción. Y, en muchas ocasiones, los nuevos rubros de producción promovidos por el propio Gobierno son sometidos a la dura competencia de productos importados o a fuertes caídas de precios.

En general, la agricultura familiar campesina necesita de más educación y formación técnica, principalmente mejor manejo de los aspectos comerciales y financieros de la producción para convertir las fincas agrícolas en unidades de negocio rentables y sustentables. En nuestro país no se observan esfuerzos serios del estamento político y del Estado para abordar la producción de la agricultura familiar campesina de forma integral y coordinada entre las diferentes instituciones agrarias del sector público, teniendo presente las diversidades regionales y los diferentes tipos de explotaciones agrícolas.

El nuevo modelo de desarrollo de la agricultura familiar campesina debería contemplar, por un lado, un arreglo institucional más integral y coordinado para el fortalecimiento y sostenibilidad de las unidades de producción a mediano y largo plazo; y, por otro, una articulación de políticas que contemplen el acceso a la tierra, la mejora de la productividad de los rubros de explotación de las pequeñas fincas, la capacitación y adopción de nuevas tecnologías, asistencia crediticia ágil para los planes de negocios y acceso a los mercados.

Debería, también, dotar a las pequeñas unidades campesinas de economía de escala para las compras y las ventas de las fincas a través de sistemas de cooperativas de producción y consumo, privilegiando la seguridad alimentaria, la productividad y el ingreso familiar. Asimismo, la estrategia de negocio debería, por una parte, combinar los ingresos de la producción y de la transformación de productos de la finca, de las labores fuera de la finca, de las ventas como proveedores del Estado y de los trabajos de construcción y mantenimiento de las obras públicas rurales. Y, por otra, contemplar la gestión de riesgo a través del seguro agrícola y de subsidios frente a factores exógenos adversos.

El financiamiento de la agricultura familiar campesina es necesario, posible y justo, pero debería responder a un nuevo modelo que supere sus actuales restricciones y crisis recurrentes, que garantice la seguridad alimentaria del campo y de la ciudad, permita generar empleos dignos y contribuya a acortar la brecha de la desigualdad rural.

* Economista y exministro de Hacienda, 2003-2005 y 2008-2012.

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