Pintoresco Varadero

Varadero no quedó en el mapa de Asunción como un barrio, pero domina un paraje importante de gran valor histórico en la geografía ribereña al oeste del puerto, antes de llegar a la Bahía.

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Sus pobladores recuerdan con nostalgia la activa vida comercial y las labores portuarias y navales que le dieron esplendor antaño y que aún subsisten. Las variopintas calles de Varadero todavía hoy tienen mucho ajetreo, día y noche. A ambos lados de ellas se entornan fachadas opulentas, unas, y descascaradas por el paso del tiempo y la humedad, otras. Parecieran lavadas por el agua del río. Y un desorden cuasiarmonioso se presenta ante la vista. En sus calles se cruzan aún estibadores de los puertos privados de la zona, pescadores y gente dedicada a las actividades que tienen que ver con el río y la costa.

La zona comienza un poco más abajo de Calera Cué, pasando por la antigua destilería y depósitos de la Administración Paraguaya de Alcoholes (APAL), hoy en ruinas, aunque tuvo sus momentos de esplendor. “Aquí llegaban todas las cargas para la APAL, que eran impresionantes. Lo malo fue ubicar el muelle en un lugar inadecuado. Nosotros éramos como peces en la costa y le habíamos advertido a los ingenieros que estaban ubicando mal el muelle por la cantidad de piedras. Como éramos cachorrones no nos hicieron caso. Vino un barco cargado de botellas y se agujereó en ese lugar. Nos dieron la razón y allí se terminó ese muelle, y nunca más se utilizó. Habrá sido por 1968”, recuerda Luis Alberto Ferreira (81), trabajador portuario del astillero fundado por Sviatoslav Kanonnikoff hacia 1948.

Esta zona ribereña de Asunción desde sus inicios fue el sitio por excelencia de astilleros y atracaderos de embarcaciones de cabotaje nacional. Era el punto estratégico adonde llegaban para sus reparaciones, de ahí el nombre de varadero.

“Aquí aguardaban en su época colas de entre 60 y 70 barcos que querían ingresar al puerto, donde solo había dos guinches y tenía 100 m de muelle”, comenta Ferreira al mencionar que si un buque quedaba encallado en su ingreso hacia la Bahía debían esperar a que subiera el agua o viniera alguna lluvia. Incluso, había una draga a balde que iba levantando el barro y sacando para remover la nave.

En su mejor época, Varadero tenía varios astilleros muy grandes en funcionamiento: además del Kanonnikoff, estaban el San Isidro, de 1885, de Isidro Mayor; el astillero del capitán Bozzano, Timino y Mendieta, entre otros. En el Astillero Bozzano se hicieron los grandes remolcadores para la antigua Corporación Paraguaya de Carne (Copacar). Era intensa la actividad en todo Varadero que abarcaba desde Calera Cué, pasando por el asentamiento Mundo Apu’a hasta llegar a Cure Cuá, en los bajos de la Loma San Jerónimo.

Una gran proveeduría

Varadero se convirtió en un importante enclave comercial en los suburbios de Asunción al constituirse en una proveeduría para las embarcaciones. Y, obviamente, las poblaciones aledañas.

En la esquina de la calle Tte. Kanonnikoff y Dr. Coronel sobrevive el local que albergaba al Almacén García. Su fachada italianizante de ladrillos descubiertos le da un carácter opulento.

En este almacén de ramos generales se encontraba de todo: clavos, tabaco, caña, maíz y ollas. Las embarcaciones no paraban de entrar y salir de los astilleros y atracaderos en su mejor época. Venían barcos de cabotaje nacional para ser reparados. Se aprovistaban y de nuevo emprendían viaje, cuentan los lugareños.

Desde una de las entradas laterales, Sonnia Micheletto Vda. de García observa la apacible siesta de este sector capitalino. Su esposo, Dionisio García, ya fallecido, era hijo del fundador del negocio, un español de nombre Gaspar García Márquez y su esposa, Rufina García de García. Tuvieron dos hijos, Julio y Dionisio, quienes también ayudaban en la empresa familiar.

“Era uno de los depósitos más grandes de ramos generales que existía en Asunción en su época. Mi suegro era muy solidario. Él ayudó con sus canoas para enviar mercaderías hacia el Chaco durante la guerra”, comenta Sonnia Micheletto.

Comentario al margen, recuerda que don Gaspar siempre contaba que le devolvían sus canoas flamantes y bien pintaditas, en agradecimiento por su ayuda para la contienda, lo cual difícilmente ocurriría ahora.

El almacén había abierto sus puertas a principios del siglo XX y estuvo activo hasta 1998, cuando empezó a cerrarse de a poco. Pasó de generación a generación. De sus suegros pasó a Sonnia y su esposo y, también, los ayudaban sus hijos Alfredo Enrique, Javier Dionisio y Sonnia Adriana.

Embarcaciones y camiones de carga deambulaban todo el día por las calles para llevar mercaderías hasta Chaco’i y Puerto Elsa. Pero también llegaban los vecinos de la zona con sus canastos para las compras al menudeo. “Todo se vendía por litro y por kilos, y los hijos ayudaban a fraccionar el aceite, vino, kerosén y alcohol. También pesaban y envolvían en papel las provistas. Tampoco faltaban la conserva de urucú y la manteca en barras”.

Entre las reliquias que conserva en el gran salón –que alguna vez estuvo colmado de mercaderías– se encuentra la encorchadora para las botellas y damajuanas, en las que se fraccionaban el aceite y vino de las bordalesas. Incluso, tenían su etiqueta para todo.

En las paredes se exhiben dos fotografías de Dionisio García con un puma y un ciervo, cuando iba de cacería hasta la frontera con Bolivia y una raya gigante atrapada en Guyrati en 1973. “Ya no existen estas especies ahora; además, está prohibida la caza”, aclara.

También tiene en la trastienda la balanza con la que pesó los productos durante décadas y un reloj de pared emblemático que tiene más de 100 años. “La gente del barrio venía a mirar la hora en este reloj, porque nadie tenía otro en la zona y no se usaban los relojes. Es a cuerda y funciona perfectamente”.

Una costumbre muy arraigada entre los estibadores, obrajeros y trabajadores de la zona era acercarse al almacén para comer mortadela y una copa de caña blanca con coñac.

Casa Mayor

Otro ícono del paraje que muestra todo de su esplendor de antaño es la Casa Mayor, construida por el arquitecto italiano Enrique Clari para el ciudadano español Diego Martínez, accionista del Astillero San Isidro, en 1903, aunque nunca la habitó. El astillero fue fundado en 1885.

Ahora la casa se encuentra en restauración “a pulmón”, dice Vicente Mayor Scavone, y adelanta que la quieren destinar para un nuevo uso que podría ir desde un centro cultural hasta un café o sala de exposiciones y eventos.

La hermosa villa neoclásica está a los pies de la legendaria Loma Clavel y el barrio Hospital. Durante la Guerra del Chaco hizo de hospital de sangre, por lo que mucha gente cree haber visto fantasmas merodeando sus habitaciones, cuenta Vicente Mayor Scavone, uno de los actuales propietarios.

El sueño de todos los varaderenses es que el sector se convierta en un punto turístico de la ciudad y recupere su antigua identidad con un nombre propio en el mapa de Asunción.

Un morador del río

Haciendo honor de su signo Piscis, Luis Alberto “Negro” Ferreira (81) subió a un barco a los 16 años con el sueño de recorrer el mundo. Estuvo en barcos que surcaban los ríos de la región y los de ultramar. Empezó a trabajar con don Sviatoslav Kanonnikoff, hijo del héroe de la Guerra del Chaco, Tte. Vsevolod Kanonnikoff, cuyo nombre lleva la principal calle del sector que corre paralela al río.

El Negro Ferreira conoció a don Sviatoslav en los barcos en su juventud. “Yo soy malcriado aquí en Varadero. Nací en Encarnación y siempre trabajé en los barcos, llevando jangadas desde Puerto Adela, último puerto paraguayo navegable, hasta Barranqueras, Corrientes, Rosario y Buenos Aires, y viceversa”.

Con don Sviatovslav Kanonnikoff también trabajábamos en el río Uruguay transportando cantos rodados de Concordia a Buenos Aires. Todo lo que él hacía en esos trabajos invertía aquí para alguna vez tener un puerto, como el que es hoy. “Este lugar era una villa de una pobreza enorme. Él compró las propiedades de sus ocupantes y a cada uno de ellos lo reubicaba con casa y todas las comodidades. La gente se fue yendo y quedó el espacio”.

Negro Ferreira menciona que comenzaron con una arenera que se llamó Arenera San Pedro, pero que no trabajó como tal.

De Corumbá traían manganeso y auxiliaban a los barcos brasileños porque el agua era limitada. “Venían los barcos brasileños que quedaban por Puerto Rosario durante cuatro a cinco meses y nos íbamos a auxiliarlos. Muchas veces no teníamos ni qué comer”, afirma.

En el astillero Negro hacía todo lo que un operario podía hacer. Era montador, mecánico, instalador; todo lo relacionado a un buque al que se iba a colocar un motor.

“Luego fui hacia 1975 a trabajar en Itaipú, donde hicimos dos plataformas, dos empujes, una barcaza y una draga con 11 motores que trabajaban día y noche. Gustavo Stroessner era muy amenazante cuando hablaba, pero yo no le tenía miedo, porque sabía que iba a volver aquí”.

pgomez@abc.com.py

Fotos ABC Color/Diego Fleitas/Claudio Ocampo/Javier Cristaldo.

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