Canción de agosto

Este poema, escrito hace un siglo, en el mes de agosto de 1921, es la canción de aliento que necesitamos, nos dice el escritor Catalo Bogado en este artículo que reivindica la dimensión política de la figura de Manuel Ortiz Guerrero, habitualmente oculta tras los clichés popularizados por una tradición conservadora.

Canción de agosto.
Canción de agosto.Archivo, ABC Color

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«Ortiz Guerrero, trascendiendo exotismo literario, palpita en el alma de las gentes sencillas, que se sienten anudadas a sus ternezas e interpretadas por la veta humana que se oculta en lo hondo de su obra, poesía que, puesta a la luz, deja en las manos del pueblo la misión de no abandonarlo, o más bien, de seguir recobrándolo en el tiempo. Para Ortiz Guerrero todo fue poesía», decía el bien recordado escritor don Raúl Amaral.

En cada aniversario del poeta más querido del Paraguay, se nos impone, a quienes lo conocemos y queremos bien, «recobrarlo» de la historia oficial y de los mitos que se fueron tejiendo durante las dictaduras sobre su vida y obra. En su afán de vaciar la figura de Manú (quien, más allá de la corbata que usaba, era declaradamente anarquista) de toda postura política, y de desvincularlo de su compañero, José A. Flores, convertido en un «comunista apátrida» que amenazaba «la paz y el progreso» que vivía la nación, para los voceros del estronismo Manú solo fue «el poeta romántico, enfermito que trabajaba en su imprentita, el pobrecito que robaba velas del cementerio, el que se turnaba con Molina Rolón, otro poeta, para dormir en la única cama que tenían...».

Nada más falso. Primero, hay que recordar que su padre, don Vicente, y su tío Francisco Ortiz son fundadores del Porvenir Guaireño, club donde solo participaban gentes pudientes y honorables de Villarrica. Manú, quien creció con su padre, a los veinte años de edad, en 1914, vino a Asunción para proseguir sus estudios en el Colegio Nacional de la Capital y se hospedó en una pensión para estudiantes en la calle Montevideo.

Tres años después, al diagnosticársele el mal de Hansen, volvió a Villarrica. En 1922, de regreso en Asunción, monta una imprenta, una de las pocas que existían en la capital, donde imprimió libros, revistas, boletas y tarjetas comerciales y hasta partituras de música. Manú tuvo una casa en Antequera y Progreso (hoy calle Ortiz Guerrero) y una casa quinta en Tayuasape, San Lorenzo... Al fallecer, el 8 de mayo de 1933, dejó todos sus bienes por testamento a su compañera de lucha, doña Dalmacia Sanabria, quien, dicho sea de paso, probablemente fue la primera mujer empresaria de transporte en el país.

Hace más de cien años, Manú, en una época marcada por el romanticismo y los acrósticos amorosos, trepando a nuevas dimensiones estéticas que lo acercaban a la vanguardia, escribió poemas, aforismos, madrigales, en castellano y en guaraní, sobre el arte, el trabajo, las cuestiones sociales y políticas; en su pluma encontraron eco los obreros, los labradores, el Tupá perseguido de los nativos, el maestro, el poeta, el árbol derribado, la mujer sin brazos, el fútbol (El penal), la sortija, el piano, la guitarra, el violín con sus pizzicatos, Schübert y Chopin. Escribió con los dedos sangrantes de las manos ulceradas, despreocupándose de sus dramas personales para ocuparse de los asuntos que conmovían al pueblo.

Ebrio de azul, hizo poema de su vida burlándose del marginamiento social, santificando la miseria de su carne, amigándose con el dolor y, así, saturado de nobleza espiritual, hasta la negra parca encontró una vida digna y luminosa en su poesía. Tal vez inspirado por aquella virtud fue que Facundo Recalde puso en su epitafio: «Su mejor poema fue su vida».

«Brisas olorosas de mis mocedades, inundan mis cinco praderas de flor... y el alma, de súbito, ebria de saudades, se siente oprimida, presa de un sagrado estupor», escribe Manú en septiembre. Ciertamente, Ortiz Guerrero, sin maldecir al destino, versificó sobre el otoño, el invierno, la amargura, la nostalgia del atardecer... pero también escribió más que nadie sobre la alegría, el amor, la esperanza, las rosas, los lirios y la primavera.

«Canción de agosto», poema que hoy rescatamos para el lector de este suplemento, es el recuerdo del joven poeta en «permanente cuarentena» que, por su enfermedad, «sólo en el recuerdo disfruta de la florida pradera», grata memoria impregnada de colores y aromas. Pero también es el anhelo de quien está en vigilia por la llegada de días mejores.

Agosto, con sus lapachos en flor, es el preludio de un himno, anticipo de algo radicalmente bello por llegar, la canción de esperanza que tanto necesitamos hoy, agobiados por los efectos de la pandemia; agosto es el aliento, la sonrisa fresca de la primavera, de la inefable que viene asomando con su cargamento aurorales lleno de luz y de optimismo... Así nos lo da a entender el poeta. Gracias, Manú, por recordarnos y hacernos sentir en el aire que, por aciagos que sean los días, a pesar de los pesares, para redimirnos de tantos padecimientos vendrá –debemos confiar– a nuestro encuentro una inefable viajera, trayendo tiempos mejores, olorosos de justicia y de flores. Salud, poeta querido.

Canción de agosto

Van cien húmedas tardes, lívidas y saudosas,

que el zorzal enjaulado de mi verso la espera.

Hoy me han dicho que llega, coronada de rosas,

con los vientos del norte, la inefable viajera.

Tengo por cierta, amigos, la nueva que me dieron:

ya he visto en la avenida la flor de los lapachos,

y unas estrellas raras en el azul surgieron,

las de papel y engrudo que ingenian los muchachos.

Seguro porque llega la dulce primavera,

estallaron los lirios como en salvas de aromas,

y en los brazos morenos de la desnuda higuera

posaron hoy de siesta dos silvestres palomas.

Son signos que la anuncian. Es cierto que ya vino

la viajera; por eso, más que lírica, loca,

la alegre muchachita desde el balcón vecino

lanza un chorro de trinos y besos por la boca.

Y, danzante y lasciva, trae la brisa errabunda

un tufo voluptuoso de entre los naranjales,

a manera de un río de olor que nos inunda

el alma, y nos satura de deseos nupciales.

Llegó la reina maga, la inefable viajera

que el labio del pimpollo con un beso desata

e inunda de sonrisa y canto la pradera

y pinta algunas motas de fuego en la corbata.

Del lírico estudiante (yo, en cada primavera,

que la ansiedad la vuelve más ingrata,

sólo en el recuerdo disfruto de la pradera

y hago injerto de rosas sobre mi lira grata).

Salud dalia sangrante, salud místico lirio,

que un nostálgico ensueño de ser beso os despierta.

Mi médula electriza primaveral delirio

y a mi zorzal de oro dejo la jaula abierta.

(Manuel Ortiz Guerrero, agosto de 1921)

catalobogado@gmail.com

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