Normalmente, hay personas que nos marcan, que nos enseñan mucho y son como que luces en nuestro sendero, y de alguna manera, podemos llamarlas de “maestros”.
El Maestro más grande que un ser humano puede tener es precisamente Jesucristo, pues Él no solamente vino para servir, y no ser servido, sino que también es el Señor de la Historia, de la naturaleza y de todos corazones.
Por su decisión amorosa, él nos llama a ser sus discípulos, sus seguidores, en una palabra: sus amigos de todas horas y circunstancias.
Y delante de su invitación, y de las condiciones que nos propone, uno puede ser un verdadero discípulo, o un falso discípulo.
El Evangelio muestra las características de un discípulo fidedigno, y la primera de ellas es el buen uso de la propia libertad, pues el Señor sostiene “cualquiera que venga a mí”, para expresar que la persona puede aceptarlo, o rechazarlo.
Cuando uno acepta su proposición debe comprender que Él quiere ser amado en primer lugar, incluso antes que los padres, la mujer, el marido, los hijos y hasta la propia vida.
¡Amar a Cristo más que a los propios hijos es sumamente desafiante!
Resulta doloroso al oído humano escuchar estas condiciones, muchos se acobardan y ostensiblemente dan un paso al costado.
Puede también suceder, como afirma el Documento de Aparecida: “Nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual, aparentemente, todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”. (nº 12)
Hay que decidirse: o somos discípulos de Cristo o no lo somos. Y para que nuestro cristianismo no se degenere en mezquindad, es necesario hacer algunas rupturas que, seguramente, nos saben amargas, pero profundamente liberadoras, porque tenemos que dejar ciertas manías para ser más maduros.
Naturalmente, “tomar su cruz” no es un gesto masoquista, sino realista. Es el empeño constante para hacer el bien y ser un buen samaritano. Asimismo, no ser atrapado en su zona de confort.
Hay que tomar las cruces que la vida nos brinda, tratar de hacerlas más llevaderas y purificadoras, caminando junto con Cristo. De modo especial, no ser una cruz para los demás.
El auténtico discípulo confía en la sabiduría del Señor y tiene el valor de arriesgarse para seguir sus huellas, bien como las enseñanzas de la Iglesia.
Paz y bien.