Impunidad, madre prolífica de la corrupción

Tras el aumento de la sanción para los invasores de tierras, la meritoria luchadora social María Esther Roa criticó que los actos de corrupción no sean crímenes, sino tan solo delitos. Pero el art. 13 del Código Penal dispone que son crímenes los hechos punibles castigados con más de cinco años de cárcel y delitos los que conlleven una multa o una pena privativa de libertad que no supere esos años. Y bien, el tan frecuente enriquecimiento ilícito –entre otros– constituye así un crimen, ya que una ley especial lo sanciona con hasta diez años de prisión. La cuestión no es que las penas sean más rigurosas para que tengan un efecto disuasivo: las leyes se convierten en papel mojado cuando no son aplicadas, porque también la administración de Justicia está permeada por la corrupción.

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Con el trasfondo del aumento de la sanción prevista para los invasores de tierras, la meritoria activista social y luchadora incansable contra la corrupción María Esther Roa criticó que los actos de corrupción no sean crímenes, sino tan solo delitos. Sin embargo, el art. 13 del Código Penal dispone que son crímenes los hechos punibles castigados con más de cinco años de cárcel y delitos los que conlleven una multa o una pena privativa de libertad que no supere esos años.

Y bien, el tan frecuente enriquecimiento ilícito, que supone la comisión de otros hechos punibles, constituye así un crimen, ya que una ley especial lo sanciona con hasta diez años de prisión, a lo que se puede agregar una inhabilitación especial, por igual lapso, para ejercer funciones públicas. El citado Código prevé igual pena “en los casos especialmente graves” de lesión de confianza, es decir, cuando se causa o no se evita un daño patrimonial, dentro del ámbito de protección confiado. También son crímenes el cohecho pasivo agravado, o coima, cometido por un juez que pida, se deje prometer o acepte un beneficio a cambio de una resolución y, “en los casos especialmente graves”, el prevaricato que el mismo perpetra cuando viola el Derecho para favorecer o perjudicar a una de las partes.

Y, confirmando aquella antigua opinión expresada contra nuestro país de que en el Paraguay hay delitos pero no delincuentes, no se sabe que en los últimos años alguien haya sido condenado a una década de cárcel por uno de estos hechos punibles. Es cierto que hay otras corruptelas, como el tráfico de influencias y el cohecho pasivo agravado del funcionario, que no pasan de ser delitos y que bien podrían ser punidos con mayor severidad, pero la cuestión es que no basta con que las penas sean rigurosas para que tengan un efecto disuasivo: las leyes se convierten en papel mojado cuando no son aplicadas, porque también la administración de Justicia está permeada por la corrupción.

En agosto último, la Cámara de Diputados rechazó un proyecto de ley, aprobado por la de Senadores, que, entre otras cosas, imponía hasta diez años de pena privativa de libertad a quien en el ejercicio de la función pública se apropiara de bienes públicos, cuya administración, tenencia o custodia se le haya confiado por razón de su cargo. En nombre de la Comisión Nacional de Reforma del Sistema Penal y Penitenciario, la diputada Rocío Vallejo (PQ) señaló que la iniciativa ignoraba los principios de legalidad y proporcionalidad e incluía conductas ya previstas por otros tipos penales. La legisladora afirmó que estos “errores técnicos” dificultarían la aplicación de la normativa, a lo que atribuyó gran importancia. Por lo demás, en su atinada opinión, el problema de la Justicia radica en la impunidad y no en la normativa vigente, de modo que solucionarlo sería “una cuestión del aplicador”.

En efecto, mientras existan agentes fiscales y jueces que se someten al poder político o económico, por cobardía o por codicia, de poco o nada valdrá que las leyes penales sean más duras. Los delincuentes o quienes aspiren a serlo no habrán de asustarse si se tolera que los politicastros chicaneen una y otra vez si el Ministerio Público es indolente o pide penas leves o si los magistrados son venales o serviles. Los ilustrativos casos del exsenador Óscar González Daher confirman que, al decir de la nombrada legisladora, “necesitamos personas que digan ‘no importa que me echen si hago bien mi trabajo’”. Vale recordar que la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, de la que es signatario nuestro país, obliga al Estado paraguayo a tomar “medidas para reforzar la integridad y evitar toda oportunidad de corrupción entre los miembros del Poder Judicial”, así como entre los del Ministerio Público. Empero, justamente desde la presidencia del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados se estuvo practicando el tráfico de influencias, manipulando a jueces y fiscales, delito por el cual el referido exlegislador fue condenado a dos años de cárcel, con suspensión a prueba de la ejecución: la pena máxima es de cinco años.

En este contexto, el Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (Gafilat) ha recomendado a nuestro país, más de una vez, que la legislación penal sea efectivamente aplicada y no tanto que sea más gravosa. Es que en el mundo de hoy, la podredumbre local puede tener efectos internacionales, como bien se advierte cuando el contrabando, el narcotráfico y el lavado de dinero prosperan gracias a la complicidad del sector público. Ya no se trata solo de un asunto interno, según se desprende de que el Departamento de Estado norteamericano haya calificado de “significativamente corruptos” a Óscar González Daher, al ex fiscal general del Estado Javier Díaz Verón y al diputado Ulises Quintana (ANR), prohibiéndoles el ingreso de por vida a ese país. La exdiputada Cynthia Tarragó (ANR), por su parte, fue condenada allí por lavar ingresos derivados del tráfico de drogas.

En suma, y sin perjuicio de que en algún caso convenga agravar las penas, lo decisivo para poner coto al saqueo del erario es que haya personas decentes a las que no les tiemble el pulso a la hora de hacer cumplir las leyes, aunque sean las ya existentes.

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