Sobran instituciones y autoridades, pero los menores están abandonados

A más de la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia, también existen una Defensoría de la Niñez y Adolescencia, dependiente del Ministerio de la Defensa Pública, y diecisiete Consejos Departamentales, supuestamente especializados en la materia e integrados por representantes de entidades públicas y privadas. Por si fuera poco, hay una Fiscalía de la Niñez y la Adolescencia, sin olvidar a Codeni. Por supuesto, existe un Código de la Niñez y la Adolescencia. Como se ve, hay suficientes instituciones y marco legal. Lo que al parecer faltan son funcionarios capaces, dedicados y dispuestos a cumplir las leyes vigentes en la materia. Los niños y niñas continúan en las calles, en estado de vulnerabilidad, y con frecuencia son objeto de abusos. Ya después llegan las excusas e intentos de justificaciones.

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El mes pasado, la Corte Suprema de Justicia confirmó la pena de cuatro años de prisión impuesta al exministro de la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia José María Orué y a tres exfuncionarios, debido a un perjuicio patrimonial de 6.400 millones de guaraníes causado al fisco en 2012, en el marco de los programas Abrazo y Atención Integral a los Niños, Niñas y Adolescentes en Situación de Calle. Por lo visto, así se ha venido gestionando el dinero destinado a proteger a los menores. Existe todo un departamento gubernativo –uno de los tantos que fue elevado en 2019 a la categoría de Ministerio– encargado de ejecutar trabajos institucionales e interinstitucionales para garantizar los derechos, las garantías y los deberes de esos grupos meta, según reza la ley orgánica respectiva; su actual titular, Walter Gutiérrez, administra un presupuesto de 107.000 millones de guaraníes.

También existen una Defensoría de la Niñez y Adolescencia, dependiente del Ministerio de la Defensa Pública, que acompaña las labores de protección de otras entidades estatales, y diecisiete Consejos Departamentales supuestamente especializados en la materia e integrados por representantes de entidades públicas y privadas. Por si fuera poco, hay una Fiscalía de la Niñez y la Adolescencia que, entre otras cosas, controla los procesos judiciales que afecten sus derechos e interviene en operativos de búsqueda y localización. Sin olvidar a las Consejerías por los Derechos del Niño, la Niña y el Adolescente (Codeni). Como se ve, instituciones hay suficientes. Lo que al parecer faltan son funcionarios capaces, dedicados y dispuestos a cumplir las leyes vigentes en la materia. Los niños y las niñas continúan en las calles, en estado de vulnerabilidad, y con frecuencia son objeto de abusos. Ya después llegan las excusas e intentos de justificaciones.

Desde luego, el país cuenta con un Código de la Niñez y la Adolescencia, en el que se lee que toda medida adoptada con respecto a ellas se fundará en su interés superior, para asegurar su desarrollo integral, así como el ejercicio y disfrute pleno de sus derechos y garantías. Más aún, desde 2018 está en vigencia –teóricamente– una ley para la prevención del abuso sexual y la atención integral de sus víctimas que son menores. Vale la pena repetir que no faltan, pues, instituciones ni normativas que apuntan a protegerlos. Refiriéndose a dos niñas “vulnerables”, que habrían sido víctimas de un abuso sexual, la defensora pública Lorena Segovia escribió hace un par de días: “No las pudimos proteger, ni como Estado ni como sociedad”.

Se trata de una dolorosa confesión que pone el dedo en una llaga sangrante, que está a la vista en las calles de Asunción y de otras grandes ciudades, incluso a altas horas de la noche: niñas y niños que deambulan pidiendo limosna o que –duele decirlo– se ofrecen a eventuales pedófilos, sin que nadie intervenga. Están abandonados, sin hallar refugio en hogares de acogida ni en instalaciones estatales. Como no se puede obligar a nadie a recibirlos asumiendo una enorme responsabilidad, se impone que el Estado les brinde techo y comida en alojamientos adecuados, invirtiendo para el efecto cuanto sea necesario. Y que no se alegue la falta o insuficiencia de fondos, porque en verdad los hay de sobra: bastará con reducir el derroche, la malversación, el prebendarismo o el dinero destinado a los partidos políticos, entre otras cosas.

La tragedia también acaece en hogares disfuncionales y atestados, con la participación de algún pariente cercano influido por la droga o el alcohol, sin que los vecinos lo ignoren; también suelen saber de los maltratos físicos rutinarios, a los que están expuestos los menores, indefensos en más de un sentido; sufren en soledad, sin revelar sus penurias, dado que, según la Unicef, el 80% de los casos de abuso sexual se registra en el entorno familiar.

En 2022, el Ministerio Público registró 3.804 hechos de ese tipo y 1.400 de maltrato; en los tres primeros meses de este año, las cifras llegaron a 762 y 374, respectivamente. Es presumible que solo se trate de la punta del iceberg, pues sobre la mayor parte de los casos caería un ominoso manto de silencio. Hay mucho que hacer si ante esta tragedia fracasan tanto el Estado como la sociedad, al decir de la ministra Lorena Segovia. El Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social organiza de vez en cuando unas jornadas de prevención del abuso sexual y de otras formas de violencia; por su parte el de Educación y Ciencias elaboró un material sobre el tema, que debió haber sido revisado a instancias de organizaciones “provida y profamilia”: si ya terminó la revisión, debe ser objeto de enseñanza, en tanto que el alumnado debe saber cómo pedir ayuda si es necesaria. También la Conferencia Episcopal Paraguaya acaba de realizar un evento similar al mencionado, en el que el cardenal Adalberto Martínez señaló que las acciones para prevenir el delito de abuso sexual en niños y niñas y en adultos vulnerables deben darse en todas las instancias de la Iglesia Católica, poniendo en el centro a las víctimas de quienes debían ampararlos.

Desde 2017, el Código Penal castiga con cuatro a quince años de cárcel a quien realice “actos sexuales con un niño”; es bueno que la sanción haya sido notablemente agravada: solo cabe esperar que sea efectivamente aplicada, también para disuadir a potenciales victimarios. Pero como es mejor prevenir que reprimir, urge que de una vez por todas los organismos competentes se ocupen de este drama nacional que tantos menores padecen dentro y fuera de sus casas. Los instrumentos normativos e institucionales existentes deberían bastar para dicho cometido, siempre que los responsables sean obligados a cumplir con su deber moral y legal de proteger a la niñez y a la adolescencia.

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