La sociedad del (des)conocimiento 2: Sobre la veloz regresión a la barbarie

Un nuevo artículo ha vuelto a poner sobre el tapete las polémicas sobre «el Efecto Flynn» y la caída del coeficiente intelectual desde la década de 1990, caída que el docente y periodista español Luis Carmona relaciona con los vestigios de pensamiento primitivo que detecta en nuestra sociedad y con fenómenos como «el cada vez más frecuente hábito de aullar insultos y gritar descalificaciones en lugar de oponer razonamientos».

"Miro mis mensajes en la mañana y encuentro uno de esos chistecitos ingeniosos, contados a través de la figura de Mafalda..."
"Miro mis mensajes en la mañana y encuentro uno de esos chistecitos ingeniosos, contados a través de la figura de Mafalda..."

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Miro mis mensajes en la mañana y encuentro uno de esos chistecitos ingeniosos, contados a través de la figura de Mafalda, que ya es imposible saber si son originales de Quino o de algún dicharachero anónimo que utiliza el personaje como multiplicador del impacto. La frase era ocurrente y me hizo sonreír pensando que, aunque no fuera del brillante humorista, merecía serlo: «Hemos ahorrado tanto en educación que nos hemos vuelto millonarios en ignorancia».

Acto seguido, me percaté de que el chiste no era gratuito, sino el comentario a un artículo que también me remitían. La sonrisa se transformó en mueca porque aquello ya no tenía ninguna gracia. La afirmación principal del artículo era la siguiente: desde 1975 en adelante, generación tras generación, el promedio de inteligencia de las personas viene bajando sistemática y significativamente. Eso me hizo pensar que en el artículo «La sociedad del (des)conocimiento», publicado aquí, en El Suplemento Cultural, unos meses atrás, me había quedado corto al evaluar la gravedad de la situación. Así pues, me decidí a escribir una segunda parte, porque este ya no es solo un escenario de necedad o incultura, sino de disminución sostenida de la capacidad de adquirir, transmitir y administrar conocimientos.

Pero veamos el comienzo de esta historia: el bombazo estalló cuando un tal Christophe Clavé, autor del libro Los caminos de la estrategia y profesor universitario, escribió un artículo en el que afirmaba que a partir de los años 90 el coeficiente intelectual de las personas había comenzado a disminuir significativamente. No hay ni que decir que media comunidad académica mundial se apresuró a poner el grito en el cielo y a descalificar la afirmación, que contradecía abiertamente la convicción, mayoritariamente aceptada, de que la inteligencia humana se incrementa ininterrumpidamente generación tras generación. Este postulado es conocido como Efecto Flynn en honor al estudioso que lo formuló y argumentó.

El problema es que Clavé ya había abierto la caja de los truenos y, como suele ocurrir cuando se genera una polémica, comenzaron a aparecer más y más estudios (en distintos países, todos ellos prósperos y con amplia escolarización) a los que en su momento nadie había querido prestar atención, y que no solo confirmaban la aseveración de Clavé, sino que inclusive retrocedían la fecha del inicio de la reducción del coeficiente intelectual hasta mediados de la década del 70. Esas fechas son bien importantes y merece la pena revisarlas.

A finales de los años 60 y a mediados de los 80 se produjeron, prácticamente en todo el mundo, unos enormes movimientos de reforma académica. Escuelas, colegios y universidades modificaron sus criterios de enseñanza y reorganizaron radicalmente sus programas de estudio, obedeciendo directivas emanadas de comisiones de expertos, encargados por los gobiernos de diseñar las reformas. No parece fácil que sea casual que justo los dos los grandes movimientos mundiales de reforma académica, que afectaron a una gran mayoría de países durante el siglo XX, hayan precedido en unos pocos años (a decir verdad, exactamente los necesarios para que empezaran a ser medidas las promociones afectadas por las reformas) a los estudios que empiezan a registrar una disminución de la inteligencia promedio de los jóvenes.

Algunas de las constantes de las reformas educativas fueron la disminución drástica de las humanidades, la prioridad a materias que promovieran habilidades dirigidas a las necesidades del mercado laboral, el descuido o hasta desprecio de todas las materias que suponían algún tipo de entrenamiento de la retención y la desatención cada vez más escandalosa del profesorado que, de respetados profesionales, pasaron a ser «el que sabe, sabe, y los que no saben, enseñan».

Las mediciones de rendimiento académico se fueron volviendo cada vez más alarmantes pero, claro, ni los estados ni los expertos iban a decir «disculpas chicos, metimos la pata». Era entonces y sigue siendo ahora mucho más fácil aliviar la conciencia de los gobiernos, los expertos, las instituciones académicas y los docentes echando todas las culpas sobre los estudiantes, «esos vagos, díscolos e irrespetuosos que no quieren aprender», y pasar por alto que las generaciones anteriores también fuimos vagos, díscolos e irrespetuosos y aun así aprendimos a entender lo que leemos, a escribir con algo de coherencia, a realizar operaciones matemáticas sin calculadora y, el colmo, hasta hacer raíces cúbicas los más listos de nosotros.

Como a nadie le gusta pensar que pertenece a una especie cada vez más tonta, los defensores del Efecto Flynn empezaron a argumentar que, en realidad, la inteligencia no puede ser medida eficientemente (claro que eso no les molestaba cuando todos decían que el coeficiente intelectual humano aumentaba), que solamente se pueden medir capacidades específicas, etc., etc.; pero lo cierto es que cada vez más estudios confirman el bombazo que Clavé lanzó, basándose en no mucho más que el ojo perceptivo que se desarrolla con el ejercicio de la actividad docente.

En realidad, hay un montón de fenómenos que resultaban desconcertantes y que no se podían explicar satisfactoriamente solo por la falta de formación y conocimientos. Revisemos un llamativo ejemplo: el modelo de pensamiento de la corrección política es absolutamente primitivo, ya que se basa en la convicción mágica, estilo new age, de que la representación tiene poder sobre lo representado y la mente poder directo sobre la materia; así que si algo se desea con suficiente «fuerza mental», se consigue; si algo no se nombra, no existe, y si algo se nombra, ocurrirá. Con tal modelo de pensamiento ha llegado a parecerle al elitismo pseudo-progresista autodenominado woke más importante la ficción que la realidad: por lo visto, lo significativo no fue que Obama llegara a presidente en la realidad, sino que en más de una película el actor Morgan Freeman (por obra y gracia de la inclusividad, no porque sea un actor extraordinariamente bueno y ¡vaya que sí lo es!) haya interpretado a un imaginario presidente de Estados Unidos. Como también ha hecho de dios un par de veces, hay que considerarlo el hombre más poderoso del universo… Por cierto que sus poderes son aún más sorprendentes, ya que (que yo sepa) nadie se quejó de un dios negro, y también ha logrado ser un irlandés pelirrojo, como él mismo ironiza en la maravillosa película Sueños de libertad.

Veamos otros casos: ¿desapareció la vejez porque esté prohibido nombrarla, y solo con decir «gente de la tercera edad» nada de canas, arrugas ni artrosis? ¿Todos encontramos la mítica fuente de la eterna juventud? ¿Disminuyeron los feminicidios porque los políticos comenzaron a sentirse obligados a usar el discurso de género, como aquel inefable candidato que se dirigió a sus «compatriotas y compatriotos»? ¿Es más revolucionario decir «soy afroamericano» que «soy un pantera negra y black is beauty!»? O, ya puestos: cuando la periodista norteamericana afirmó alborozada que Nelson Mandela era el primer afroamericano en gobernar Sudáfrica, ¿estaba siendo políticamente correcta o aplaudiendo un nuevo gobierno colonial? ¿De verdad alguien con un razonable coeficiente intelectual, por más que sea un adolescente, puede creer que atentar contra cuadros famosos es la forma de luchar contra el calentamiento global? ¿Acaso creen que, además de pintar girasoles raros, Van Gogh tenía una refinería de petróleo? ¿Qué le dice a un desprevenido espectador, sin conocimientos de historia, una Ana Bolena negra (o tan «afroamericana» como Mandela)? ¿Deducirá que es un acto de «discriminación positiva» o que, decapitaciones aparte, el reino de Enrique VIII era superinclusivo y en él no existía el racismo y, por tanto, el rey podía, sin problema, casarse con una mujer negra?

Podría extender la colección de disparates hasta el infinito, pero creo que la idea ya quedó bastante clara y es que lo que se está haciendo pasar por pensamiento moderno y progresista es, en realidad, una colección de acciones para hacer realidad los deseos por arte de magia, sin pelear por ellos y sustituyendo acciones verdaderas en el mundo real por gestos histriónicos en un mundo imaginario. Es difícil de creer que tan poca gente parezca darse cuenta de que la gran mayoría de estas acciones resultan contraproducentes y contribuyen a agravar y perpetuar esos mismos males que, en teoría, se propusieron combatir… Pareciera que algunos confunden estar despierto (woke) con padecer de insomnio y, en consecuencia, también han confundido aliviar los males del mundo con aliviar su propia mala conciencia.

De hecho, las políticas identitarias no están contribuyendo a la igualdad, ni a la equidad, sino a que cada persona se integre a un grupo aislacionista que pelea solamente por la pequeña baldosa de los que considera «los suyos», defendiendo su minúscula tesela en el enorme y complejo mosaico de la interconectada sociedad actual, luchando por el dudoso galardón de pertenecer a un sector que ha sido más víctima de injusticias que todos los demás, convirtiendo lo que debieran ser reivindicaciones universales en una riña de gatos victimistas por un mordisco más grande del pastel.

Veamos ahora otro aspecto de la cuestión: siempre me ha parecido raro que en las evaluaciones académicas, junto a las matemáticas, los mayores problemas estén en la lectura. No es de extrañar que aborrezca leer y entre en pánico ante el más breve de los textos una persona que no entiende lo que lee. En contrapartida, también resulta difícil de explicar cómo los mayores bestsellers de los últimos años (Harry Potter, Percy Jackson, etc.) han sido sagas infantojuveniles de varios tomos, cuando padres y docentes se quejan amarga y reiteradamente de que los chicos no leen. ¿No devoraron acaso las miles de páginas de esas sagas sin que nadie los obligara y siguieron leyéndolas incluso cuando se les proveyó de la comodidad de versiones cinematográficas más aptas para haters de la lectura?

No muchos años atrás se daba por supuesto que, una vez aprendida la mecánica de la lectura, la compresión era automática. Solo se consideraba necesario insistir en la comprensión de lo leído cuando se estaba aprendiendo una lengua extranjera… ¿Se están volviendo las nuevas generaciones extranjeras de su propio idioma? Parece inexplicable si no se está produciendo una merma real de las capacidades cognitivas o, lo que es un poco diferente pero lleva al mismo resultado, un déficit de atención tan grave que simplemente no se retienen los contenidos. La tercera opción es aún más inquietante: ¿será que el sistema educativo, sea por error o intencionadamente, está fomentando el analfabetismo funcional y el aborrecimiento de la lectura?

Por supuesto, adjudicar la disminución de la inteligencia humana promedio a una sola causa es simplificar en exceso un fenómeno complejo. Sin embargo resulta, más que razonable, inevitable pensar que una de las causas principales es el ampliamente documentado empobrecimiento del uso del lenguaje. A fin de cuentas, el lenguaje no es solamente un mecanismo para comunicarse: es también la única herramienta de que dispone la humanidad, como colectivo, para la enseñanza y el aprendizaje, y también el único sostén del pensamiento individual: las ideas son como pájaros que hay que atrapar con la red del lenguaje.

Toma a cualquier ser humano, por sobresalientes que sean sus capacidades naturales, provéelo de un vocabulario pobre, una gramática muy básica y poco correcta y una sintaxis caótica y tendrás como resultado, noventa y nueve veces de cada cien, una persona no solo inculta, también necia. Si no disminuyó su inteligencia, tampoco podrá usarla eficazmente, al no tener palabras suficientes para nombrar conceptos abstractos, carecer de tiempos verbales complejos para aquilatar la ubicación de las acciones y determinar la posibilidad de que lleguen a suceder; tener muy limitada la capacidad de seguir y retener pensamientos complejos para aprender y adquirir conocimientos e ideas nuevas. Estaremos, entonces, ante alguien mucho más propenso a aplaudir quemas de brujas que a admirar a científicos destacados. Incluso si se trata de buenas personas, será fácil que cumplan con aquella vieja frase que afirma que «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

Cuando esas deficiencias del manejo tanto del lenguaje como del pensamiento abstracto se generalizan, más tarde o más temprano las personas no solo serán más incultas, sino que comenzarán a ser cada vez menos hábiles para manejar tanto ideas abstractas como vínculos y relaciones. Son justamente esas las habilidades las que se toman en cuenta para medir el coeficiente de inteligencia… Efectivamente, es imposible medir algo tan volátil como la inteligencia, pero si se pueden calibrar los usos que cada persona es capaz de hacer de ella.

Ahora llegó el momento de preguntarse si son síntomas y no la verdadera enfermedad las epidemias de intolerancia, de radicalización irracional de las posiciones, la cada vez más extendida estrategia de buscar culpables (que no seamos nosotros) para no tener que identificar causas y asumir la cuota de responsabilidad que nos corresponda; el cada vez más frecuente hábito de aullar insultos y gritar descalificaciones en lugar de oponer razonamientos; la necesidad compulsiva de que nos den la razón siempre, sin la más mínima objeción, sobre todo si tenemos la sospecha de que podríamos estar equivocados; la tendencia creciente a convertir nuestras convicciones ideológicas en dogmas de fe religiosa… En fin, todo lo que caracteriza a esta era del «desconocimiento» llena de energúmenos. Para identificar los peores especímenes portadores de esta contagiosa enfermedad basta con hacer una prueba sencilla: repita exactamente lo mismo que dijo su interlocutor anteponiendo un «Sí, pero…». Verá que profiere una andanada de improperios contra sus propias ideas, porque simplemente al escuchar el conector adversativo más liviano de todo el diccionario, ya montó en cólera y dejó de escucharlo.

Lo que todos estos síntomas estarían evidenciando es una veloz regresión hacia la barbarie, que está volviendo el mundo actual un lugar muy inhóspito y agresivo, donde todo el mundo exige tolerancia absoluta para sí y para el sector al que pertenece, pero sin ofrecer ni una sombra de tolerancia para todos los demás, sino un buen garrote para castigarlos… Si en verdad la disminución de la inteligencia humana nos está retornando hacia el pensamiento primitivo y el comportamiento de la barbarie, aunque ahora creamos, como propuso el pensador Jean-Paul Sartre, que «el infierno son los otros», no tardaremos en descubrir que, en realidad, el infierno somos nosotros mismos.

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