Deleuze, más allá de lo post-fundacional

Pintar las aventuras filosóficas del nómada cuya empresa intelectual fue la desmitificación, del filósofo imprescindible que partió a la caza del Snark, de uno de los nombres decisivos de la contemporaneidad, es lo que hace este artículo, a veinte años de aquel 4 de noviembre en que el pensador del deseo y la vida, Gilles Deleuze (1925-1995), se asomó a la ventana y se arrojó al vacío desde su departamento en un cuarto piso de París. En exclusiva, desde esa misma ciudad, para los lectores del Suplemento Cultural.

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FUNDAMENTO Y ABISMO

Deleuze sería un nombre más de la posmodernidad. En el mejor caso, uno de los tantos que han deconstruido el racionalismo haciendo valer los derechos del deseo, el lenguaje y el inconsciente maquínico: un episodio, entretenido y novedoso quizás, de la famosa «muerte del sujeto». En el peor, un representante de la renuncia al «proyecto inconcluso» de la modernidad y un portavoz de peligrosas apologías de la desmesura e idealizaciones perversas del padecer esquizofrénico. En suma, sería el suyo un irracionalismo que, cuando no convoca a celebrar el ocaso de las territorialidades modernas, exige el arduo trabajo del pensamiento edificante, de su legión de sacerdotes secularizados: los voceros de la sensatez y del buen sentido.

Atravesado por el etiquetado rápido de las modas intelectuales y ciertas lecturas apresuradas, el filósofo francés es generalmente presentado como un pensador de lo post-fundacional. Así, dado que todo ejercicio de la razón supone la figura de un fundamento, suelo primordial e inconmovible a partir del cual se despliega el pensamiento, Deleuze no sería, sino un dinamitador del mismo, el profeta de un fluir sin límites. De Platón a Hegel –como se lee en Diferencia y repetición–, se muestran las insuficiencias de la noción de fundamento, su circularidad claustrofóbica, las ambigüedades que comporta y la manera en que termina subordinando la diferencia a una lógica del reconocimiento y de la mismidad: «partir de cero, buscar un comienzo o un fundamento, implica una falsa concepción del viaje o del movimiento», nos dicen Deleuze y Guattari en Mil mesetas.

Sin embargo, como lo explica en su esclarecedor libro Deleuze, les mouvements aberrants el profesor de la Universidad París 1 David Lapoujade, hay dos formas de criticar la noción de fundamento que de algún modo trazan las coordenadas de la filosofía contemporánea: 1) Abandonar toda investigación sobre esta noción y ratificar así su crisis tal como se ha dado en las matemáticas y las ciencias. Fundar pasa a ser una noción vana y presuntuosa que hay, entonces, que reemplazar por una vasta empresa de clarificación conceptual al servicio del valor de verdad: axiomatizar se vuelve la nueva, y única, tarea del pensamiento para cierta filosofía analítica; 2) Ante la «crisis del fundamento», no pasar a otra cosa, sino mantenerla como interrogante, como obsesión productiva y creadora, en definitiva, como un problema que, si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, nos exige llegar al sin-sentido que merodea el suelo de las verdades establecidas.

Se mantiene el problema del fundamento porque es en el fundamento donde cabe encontrar las fallas y líneas de fuga que nos pueden conducir a las profundidades de lo sin-fondo, al abismo de una materia intensiva: al effondement, como Deleuze, jugando con effondrement (desmoronamiento, hundimiento, derrumbe) y fondement (fundamento), dice.

LA GRAN TRÍADA

Tal importancia de lo sin-fondo, plano de lo pre-constituido en que la materia se manifiesta como intensidad de fuerzas y no como extensión de cosas espaciales, no supone un alineamiento de la filosofía deleuziana con las temáticas de la profundidad por la profundidad misma. La idea es menos una exploración del abismo del Ser (el Ab-grund heideggeriano) que la reivindicación de una nueva topología donde lo que importa es, en realidad, el apeo de unas superficies que acogen, distribuyen y expresan las intensidades de lo profundo.

El fundamento es aquello que otorga una tierra al pensamiento, al tiempo que propone un determinado principio trascendental según el cual esta tierra debe ser parcelada, distribuida, poblada y constituida en territorios según un principio empírico determinado. Tres planos que Deleuze nunca abandona: 1) El fundamento o lo que opera como tal: suelo sobre el que algo se edifica y desde el cual se juzgan las pretensiones, pues estamos ante una filosofía que, como pide Nietzsche, juzga e interroga por el valor de los valores, antes que entregarse a una descripción desinteresada; 2) El principio trascendental: distribuye, selecciona y organiza elementos, lugares, dominios, pertenencias y visibilidades; en suma, delinea los contornos de una determinada «imagen del pensamiento», que, según su modo de estructuración, excluye otras formas de organizar la realidad; 3) Finalmente, el principio empírico: rige un dominio, administra los hechos, controla los agenciamientos concretos; es la instancia ejecutiva del pensamiento. Como explica Lapoujade en el libro referido, esta tríada del fundamento nunca es abandonada; reaparece en Mil mesetas como: 1) plano de consistencia (fundamento ontológico de la Tierra), 2) la Máquina abstracta que distribuye la tierra según sus diagramas (principio trascendental), 3) el agenciamiento concreto que rige estas distribuciones según modalidades infinitamente variadas (principio empírico de administración de un territorio).

El objetivo de Deleuze es mostrar cómo esa gran tríada del Fundamento contiene en sí misma la posibilidad de su falla, no por una incapacidad contingente o de hecho, sino de modo esencial. El suelo territorial que ofrece el fundamento no deja de desterritorializarse, las estructuras que ordenan sus elementos contienen en sí mismas sus líneas de fuga; hay un exceso ingobernable de lo in-fundado que exige nuevas inscripciones y no se cansa de provocar temblores. Es la gran reserva del acontecimiento, entendido ese último en su sentido enfático, como diferencia pura que rompe las expectativas del Hábito e instaura nuevos espacios-tiempos.

De esta manera, el proyecto filosófico deleuziano desestabiliza, efectivamente, las certezas de un modo de pensar que nunca llega al fondo de sus presupuestos, sean ontológicos, lógicos o empíricos. Pero, al mismo tiempo, dista de ser una recusación abstracta de lo que funda en favor de lo in-fundado; más bien se trata de radicalizar el gesto mismo de la fundación: no basta remontarse al fundamento que sostiene nuestras certezas, es necesario remontar las virtualidades de lo profundo hasta la superficie del fundamento; menos optar por lo in-fundado de manera abstracta que explorar sus modos de inscripción y distribución.

La obra misma del filósofo francés puede ser leída a partir del lugar que ocupa lo profundo, a lo largo de su recorrido, desde un papel de cierta negatividad que acosa al fundamento y exige expresarlo (Diferencia y repetición, Lógica del sentido) hasta su irrupción completa en la superficie misma y el paso a una primacía de los agenciamientos concretos (Anti-edipo, Mil mesetas, obras con Félix Guattari).

LA INSCRIPCIÓN DE LO PROFUNDO

¿Es Deleuze, entonces, un simple pensador de lo post-fundacional? Difícil sostenerlo con seriedad ante un proyecto filosófico en que el «principio de razón suficiente» ha tenido siempre un lugar de interrogación y juicio, desde sus trabajos sobre Leibniz hasta sus últimos escritos sobre la inmanencia. Considerando que este principio pretende dar cuenta de todo lo que es como teniendo una razón necesaria de serlo, es siempre a partir de una reflexión sobre el mismo, de una exigencia dar razón a la sin-razón, que se termina obteniendo el fondo de sin-razón que acosa de manera insidiosa a las superficies en que se inscribe lo profundo.

Pero además estamos ante un modo de pensar irreductible a la vulgata del «giro lingüístico» y su versión de un mundo poblado exclusivamente por «efectos de sentido», «constructos» y «textualidades» del orden que sean. La filosofía de Deleuze, por el contrario, desde sus comienzos hasta el fin busca hundirse en el corazón de lo sensible para redefinirlo como el lugar de una materialidad intensa, de orden molecular, infra-empírico. La Razón pasa, de estar por encima de lo sensible, a residir en sus entrañas: ahí donde nada es aun del orden del sujeto o del objeto (dualismo molar que apresa la diferencia), sino del orden diferencial de las fuerzas en devenir. Esto no significa, sin embargo, pensar lo sensible como fondo de indiferenciación en que todos los gatos serían negros, sino más bien como un campo trascendental de diferencias puras, ínfimas y extremas. No lo indiferenciado, que haría de contrapunto a la positividad plena del Ser, sino la diferencia pura, no ligada, intensa, verdadero motivo del devenir. En esto consiste el aparente oxímoron de un Empirismo trascendental del que se reivindica Deleuze: ni lo empírico, definido por un atomismo de las asociaciones, ni lo trascendental, definido por una instancia subjetiva constituyente, sino ambos referidos a un plano de inmanencia en el que las condiciones de la experiencia se reformulan de manera decisiva: «Le trascendant n’est pas le trascendental. A défaut de conscience, le champ trascendental se définirait comme un pur plan d’immanence, puisqu’il échappe à toute trascendente du sujet comme de l’objet» (L’immanence une vie, p. 360: «Lo trascendente no es lo trascendental. A falta de conciencia, el campo trascendental se definiría como un puro plano de inmanencia, puesto que escapa a toda trascendencia del sujeto como del objeto», trad. propia). Ni el sujeto ni el objeto son instancias lo bastante profundas para dar cuenta, paradójicamente, de la verdadera superficie que busca pensar Deleuze, de su verdadera noción de lo sensible, el plano liso de la inmanencia, ese trascendental indeclinable a cualquier trascendencia de lo Uno, sea este Dios, Sujeto u Objeto: el plano de inmanencia es de un anonimato irreductible, pertenece a Nadie.

De esta forma, Deleuze, más que renunciar a la noción de fundamento, más que declarar su agotamiento definitivo, muestra en realidad sus fallas, encuentra sus fisuras y abre el pensamiento hacia lo que lo desborda, excede y manifiesta otro modo de organizar la experiencia, cuyos nombres, a lo largo de su obra, son lo diferencial, el cuerpo sin órganos, el plano de inmanencia o la Nueva Tierra. La crítica a la noción de fundamento y el subsiguiente celebrado encuentro con lo desfondado nunca obedece a una sucesión lineal, en la que algo así como lo «post» pueda tener sentido. Nunca es del registro de una sucesión cronológica, en la que de manera lineal y por obra de algún artilugio discursivo, a la crítica del fundamento le sucedería su desvanecimiento como horizonte de reflexión. Es, ante todo, una invitación a pensarlo en el marco de una disyunción inclusiva, en la que el fondo y lo sin-fondo coexisten de forma expresiva, se presuponen de manera problemática y organizan las distribuciones de los elementos de manera variable.

Textos de referencia:

Gilles Deleuze: Différence et répétition, París, PUF, 1968. Edición en español: Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 1979.

Gilles Deleuze y Félix Guattari: Mille plateaux (Capitalisme et schizophrénie, 2), París, Éditions de Minuit, Collection Critique, 1980. Edición en español: Mil mesetas (Capitalismo y esquizofrenia, 2), Valencia, Pre-textos, 1988.

Gilles Deleuze: Deux régimes de fous et autres textes (1975-1995). Ed. David Lapoujade, París, Éditions de Minuit, Collection Paradoxe, 2003.

David Lapoujade: Deleuze, les mouvements aberrants, París, Éditions de Minuit, Collection Paradoxe, 2014. (Hay traducción al portugués en curso).

joseduartepenayo@gmail.com

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