Del penal franquista, desmantelado hace ochenta años, quedan restos en un rincón apacible de una isla que es hoy uno de los destinos turísticos más codiciados del Mediterráneo, donde la memoria del hambre atroz del campamento de presos ha aflorado con la búsqueda de restos de aquellos muertos sin lápida.
Allí fueron encerrados tras la victoria en la Guerra Civil española (1936-1939) del bando sublevado, condenados en juicios sumarios a penas de hasta treinta años por el paradójico delito de "rebelión".
La historia de la colonia penitenciaria la ha recogido el historiador Antoni Ferrer en un informe sobre el trabajo de recuperación de fallecidos impulsado desde la década de 1990 por el Fórum de la Memoria de Ibiza y Formentera.
Los registros parroquiales y penitenciarios certifican las 58 muertes y el enterramiento en un lugar sin precisar del Cementerio Nuevo, donde se acaba de identificar a uno de los seis primeros exhumados.
En 2023, se llevará a cabo otra campaña de excavaciones y el departamento regional de Memoria Democrática continúa tratando de contactar con familiares de algunos de los 58 fallecidos, para tener muestras de ADN que contrastar con restos que puedan hallarse.
NO DABA PARA TODOS
La lejanía y la pobreza de las familias privaban a muchos reos del suplemento alimentario que sí llegaba a algunos. "Aunque compartían, no daba para todos", abunda el historiador.
Y es que las causas de muerte registradas por los dos médicos del centro son "caquexia" (término técnico para inanición), "colapso", "avitaminosis" (carencia de las vitaminas básicas) y tuberculosis, una dolencia que mataba más a los hambrientos y florecía por la falta de higiene y los parásitos.
Testimonios recogidos por Ferrer con relatos de antiguos presos llegan a hablar de internos rebuscando comida sin digerir en letrinas, del robo de comida para animales que criaban los carceleros y de la ingesta de lagartijas, gatos, perros y hasta un burro.
Solo les servían una sopa aguada con alguna verdura, sobre todo calabaza, a veces putrefacta. Los que no recibían paquetes de la familia podían canjear en un economato vales que obtenían a cambio de su trabajo, aunque la compensación era poca y las viandas de la tienda escasas en aquellos días de posguerra en un territorio aislado, por lo que no se alcanzaba una dieta básica sin ayuda exterior.
El mismo carro en que llegaban los escasos alimentos llegó a llevar al cementerio un cadáver cada tres días.
El principal trabajo de los presos, cuenta el historiador, fue la construcción del propio presidio. Ferrer contempla la hipótesis de que la razón de construir en Formentera este campo de reclusión fuera recrudecer con aislamiento y alejamiento la condena de encierro, una constante histórica que liga islas y prisiones.
Los presos del bando republicano que dejaron su testimonio no solo hablaron de hambre, sino también del maltrato de algunos guardias, que castigaron con saña a los partícipes de una fuga frustrada, de la prohibición de hablar catalán y de la humillación política de vivir en barracones de madera y chapa bautizados con nombres de héroes de la "cruzada" y de ser obligados a cantar en formación himnos de los vencedores en el patio presidido por la bandera del bando nacionalista.
Sentenciados en manos de la administración carcelaria había en 1940 en todo el país casi 271.000 personas, el 1 por ciento de la población (ahora los reclusos suponen alrededor del 0,1), y esa cifra no contempla presos a cargo del ejército y fuerzas paramilitares.
Un proyecto prevé en el lugar un centro de interpretación para que su historia no se olvide.