A diferencia de los saludos y agasajos de rigor que preceden a los discursos en sí, y que normalmente se cumplen de una forma determinada sujeta a ciertos parámetros, el contenido o texto de las alocuciones –en puridad- no está sujeto a una aprobación o conformidad previa, por lo que, dicho rápido y mal, el disertante tiene bastante libertad para expresarse. Esto es perfectamente entendible en consideración a que, dada la jerarquía/rango/posición del llamado a hablar, se presupone que sus palabras tendrán relación con el evento en cuestión y los temas conexos directa e indirectamente al mismo, y el lenguaje será apropiado y acorde al público.
El uso adecuado del micrófono, asociado a los parlantes, permite al orador dirigirse a las personas hablando como lo haría normalmente en un grupo reducido, no siendo necesario alzar la voz. Como bien decía don Humberto Rubín “el que tiene el micrófono no necesita gritar”. Y desde la comodidad del escenario o púlpito, o sencillamente desde el lugar en que se encuentre, puede tener la certeza de contar con la atención del público, dependiendo esto último en gran parte de lo que tenga para decirle y la forma en que lo haga, siendo importante que ambos aspectos coincidan y vayan de la mano.
Hasta aquí todo bien… o casi. Porque estando claras las reglas del juego, no siempre se respetan, y en demasiadas ocasiones debemos soportar estoicamente discursos sin sentido, escuchar ideas repetidas o, lo que es peor, que se nos falte descaradamente al respecto citando cifras, porcentajes y estadísticas que no existen. Muy propensos a esto último son los políticos, expertos en menospreciar la capacidad de sus espectadores, acostumbrados como están a públicos sumisos sin demasiadas expectativas, por lo que argumentan y repiten las mismas letanías ante plateas mucho más críticas.
“Pasá pues tu micrófono”, le gustaba decir a una tía cuando uno se iba de charla teniendo el mate en la mano, y con ello interrumpía el valorado timing de la ronda, donde todos esperaban ansiosos su turno para sorber el amargo y delicioso vicio. De forma similar, existen los torturadores que gustan de explayarse innecesariamente haciendo abuso de la situación, provocando con ello la hilaridad y aburrimiento del público cautivo, por un lado, y por el otro eventualmente enterrando las ideas manifestadas, que siendo quizás buenas pierden atractivo justamente por repetirse o extenderse demasiado en su explicación.
El micrófono merece respecto: En el marco de un certamen musical bastante famoso a nivel latinoamericano, varios años atrás un artista nacional, de reputación bien ganada a lo largo de su carrera, disgustado por la decisión de los miembros del jurado en la elección del tema y cantante ganadores, no encontró mejor manera de demostrar su desazón que arrojándoles el mismo micrófono con el que no había sabido ganarse en el escenario el premio en cuestión. A la par de hacernos quedar mal como país anfitrión, desprestigió a esa herramienta que le daba – por lo menos hasta ese momento- de comer, y el berrinche le costó caro, porque le limitaron el acceso al mismo por mucho tiempo, cosa que sin dudas debe tener un costo alto en ese rubro tan competitivo.
Ejercer el uso de la palabra es un privilegio, a la par que un enorme compromiso. Al igual que un DJ va cambiando los temas observando la forma en que se mueve la gente en la pista de baile, el disertante deberá “leer” en la postura física, los rostros, el mayor o menor silencio y por ende atención del auditorio y muchos otros aspectos la llegada que está teniendo, y continuar –o no- de la misma forma o introduciendo cambios, y llegado el caso, incluso acortar su participación. Porque finalmente, no hay mejor discurso que aquél que es corto, y si no es bueno mejor que sea más acotado aún. Para el caso, aplica a medida aquél dicho “Si ya estás en el hoyo, no caves”.