El gran espíritu

Fue desoladora la imagen que intensamente recorrió esta semana las redes sociales. Un grupo de nativos, sostenidos nada más que por su fe, realizaron cantos y danzas rituales al “Gran Espíritu”, en un grito desesperado clamando por el regreso de las aguas del Pilcomayo, el río que lejos de representar la diversión y la pesca (como lo es para los citadinos), para los nativos es la vida misma, el sustento y la supervivencia.

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El cauce del río, indomable e impredecible, se secó como hace muchos años no lo hacía, poniendo en máxima prueba a sus habitantes, a la fauna y a todos quienes dependen de sus acaudaladas aguas y dejando a su vez un reguero de aguas pestilentes con cientos de peces muertos en un insólito escenario.

Es el “Gran espíritu” una deidad generosa y omnipotente en la que los nativos creen y apelan con una irrefutable fe, casi tan cristalina como la fe de un niño y tan antigua, que estaba antes de que el Dios de los cristianos tomase el monopolio y se impusiera con la espada y la cruz.

Fuera del debate teológico, ese grupo de nativos se encuentra exactamente así como en las imágenes: a su suerte.

Existe a su vez otro gran espíritu, que hace oficina en cómodos edificios muy lejos del Pilcomayo y se ocupa ávidamente de engrosar su patrimonio particular de forma avara y perniciosa. Se manifiesta por lo general en políticos y gobernantes muy comúnmente ataviados con pañoletas coloradas (aunque el color no los diferencia mucho) los cuales son fieles a cualquier ideología siempre que no sea ayudar verdaderamente al pueblo.

Para muchos de estos pseudopolíticos poseídos por el gran espíritu de la avaricia y de la pereza es más importante realizar la cantidad correcta de “hurras” y asegurar el zoquete. Están frecuentemente muy presentes en proyectos que no funcionan y que son un agujero para arrojar millones de dólares como el acueducto, las desalinizadoras y varios otros que, curiosamente, fueron elaborados para la patriótica razón de llevar agua a los vulnerables, a los nativos, a los alejados, a los que ahora son ignorados.

Que los nativos clamen por las aguas en los cauces no les importa. Lo bueno es que la naturaleza, en su hegemonía absoluta, siempre responde, avisando con su tibio remanso que la contestación más segura y la más improbable es la que viene del río y que clamar a los cielos tiene respuesta más segura que clamar a los propios políticos.

natalia.ortiz@abc.com.py

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