Debemos santificar el cuerpo

El Evangelio nos muestra a Jesús expulsando a los vendedores del templo. Normalmente, nos asustamos de la energía que Él usa para esto: hace un látigo de cuerdas, vuelca las mesas y echa a los cambistas.

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En seguida viene el diálogo sobre “destruir el templo” y su reconstrucción en tres días. El propio evangelista nota que “él se refería al templo de su cuerpo”.

Esto nos lleva a considerar el sentido de “mi cuerpo”, el sentido del “cuerpo del otro” y el del “cuerpo de Cristo”.

“Mi cuerpo” no puede ser tratado de modo indecente por el exceso de comida, que significa gula –vicio capital– y acarrea obesidad, colesterol elevado y baja autoestima. Ni tampoco el descontrol hacia la bebida, que genera perturbaciones, y causa lamentables accidentes.

Asimismo, no se puede ofender al propio cuerpo con trasnochadas inmorales y lujuria –otro vicio capital– que expresa una animalización de la sexualidad, amén de traer enfermedades graves y desastres en las familias.

Hemos de agradecer el hermoso cuerpo que Dios nos dio, cuidarlo de modo inteligente y responsable. Hay que cuidar del cuerpo, pero sin idolatrarlo. Además, hemos de usarlo como un instrumento para hacer el bien, a través de una sonrisa, de un apretón de manos, en fin, de un estilo de vida que preste un servicio a los demás.

El libro del Éxodo afirma que debemos santificar el cuerpo, amando a Dios, sobre todo, no matando, no cometiendo adulterio, no robando, ni tampoco acaparando de modo injusto los bienes ajenos.

San Pablo declara que somos templos del Espíritu Santo, y, por lo tanto, nuestro cuerpo es santo y debe ser tratado con respeto. Lo mismo vale para el cuerpo de nuestro semejante, a quien no tenemos el derecho de abusar, buscando únicamente nuestro placer irresponsable.

Por otro lado, el “cuerpo de Cristo” ahora reemplaza a todos los templos, de modo que, si queremos encontrarnos con Dios, debe ser a través del “cuerpo de Jesús”, en el cual habita la plenitud de la bendición divina.

De modo especialmente significativo nos encontramos con el “cuerpo de Cristo” en la Eucaristía, que es realmente el cuerpo y la sangre del Señor: para que santifiquemos nuestro cuerpo participemos de la Misa todos los domingos.

Finalmente, no nos olvidemos de la Iglesia, de la comunidad viva de los fieles, con sus virtudes y sus mañas, como “el cuerpo (místico) de Cristo”, el cual debemos purificar, santificar y hacerlo más conforme al deseo del Señor, que es la Cabeza de este cuerpo.

Paz y bien

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