Escuchamos estas inquietantes palabras de Cristo: “Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre». Jesús dijo esto porque ellos decían: «Está poseído por un espíritu impuro».
Celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, que es la característica central del cristianismo: la fe en un solo Dios, no en una sola Persona, sino tres Personas, de la misma naturaleza e iguales en dignidad. Esta revelación la hizo Jesucristo, segunda Persona de la Santísima Trinidad, ya que el ser humano, por su capacidad cerebral, organización y experiencias, jamás conseguiría descubrir esta dimensión íntima de Dios. Reitero, es una revelación divina que el Señor la hizo libremente, porque juzgó oportuno: no es una invención de quien quiere que sea. Recordemos que “revelar” significa “quitar el velo”, que cubre el rostro de una persona.
Celebramos la solemnidad de Pentecostés, es decir, cincuenta días después de su Resurrección, Jesús nos envía desde el cielo al Espíritu Santo. De este modo, en cinco puntos, se queda completo el núcleo central de nuestra fe, también llamado de “kerigma”: pasión, muerte, resurrección, ascensión (glorificación) de Jesucristo y la venida del Paráclito. El Espíritu Santo es verdaderamente Dios, de la misma naturaleza del Padre y del Hijo. Él forma nuestro corazón con los valores de Jesucristo, para que mejoremos nuestras actitudes. Jesús nos envía el mismo Espíritu que lo animó en sus obras y palabras, cuando estuvo históricamente con nosotros. No es un Espíritu de temor, de depresión, de “kaiguetismo”, pero un Espíritu de dinamismo, de certezas y de confianza.