La idea de que la alfabetización digital debe reconocerse como un nuevo derecho humano gana terreno entre investigadores, organismos internacionales y gobiernos. No se trata solo de acceder a un dispositivo y a una conexión: es la capacidad de entender y usar críticamente la tecnología lo que empieza a marcar la frontera entre inclusión y exclusión.
De saber leer palabras a saber leer pantallas
Históricamente, la alfabetización se entendía como la capacidad de leer y escribir texto. Eso abría la puerta al conocimiento, al empleo formal y a la participación política. Hoy, el equivalente funcional está cambiando.
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Alfabetización digital no significa únicamente “saber usar un celular”. Implica, al menos, tres niveles:
- Uso básico de herramientas: escribir un documento, enviar un correo electrónico, rellenar un formulario en línea, usar un procesador de texto o una hoja de cálculo sencilla.
- Comprensión crítica de la información: distinguir una fuente fiable de un rumor, detectar noticias falsas, entender qué datos se comparten al aceptar términos y condiciones.
- Autonomía en entornos digitales: poder hacer trámites administrativos, buscar empleo, formarse en línea, proteger la propia privacidad y seguridad.
La brecha ya no es solo entre quien tiene o no acceso a internet, sino entre quien sabe o no desenvolverse con criterio dentro de él.
Un derecho ligado a otros derechos
Aunque la Declaración Universal de Derechos Humanos no menciona expresamente la alfabetización digital, cada vez más expertos sostienen que esta es hoy una condición práctica para ejercer derechos ya reconocidos:
- Derecho a la educación: la educación en todos los niveles incorpora plataformas virtuales, aulas digitales, contenidos en línea. Sin competencias digitales, muchos estudiantes quedan en desventaja estructural.
- Derecho al trabajo: desde enviar un currículum hasta usar sistemas de fichaje o plataformas internas, gran parte del empleo formal pasa por herramientas digitales. Las personas sin habilidades informáticas quedan empujadas a la informalidad o directamente excluidas.
- Derecho a la información y a la participación: la esfera pública se ha desplazado a las redes y a los medios digitales. Firmar una petición, participar en una consulta, informarse sobre una ley o seguir un debate político requiere, muchas veces, al menos un nivel básico de navegación.
- Derecho a la protección de datos y a la privacidad: ejercer este derecho exige comprender qué se comparte, con quién y para qué; cómo configurar la privacidad en redes; cómo identificar un intento de phishing o fraude.
En ese sentido, distintos organismos de la ONU y de la Unesco han subrayado que el acceso significativo a internet —no solo la conexión, sino la capacidad de usarla— es ya un prerrequisito para el desarrollo humano en el siglo XXI.
La brecha digital como nueva forma de exclusión
Según estimaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, alrededor de un tercio de la población mundial sigue sin conexión a internet.
Pero incluso entre quienes sí la tienen, la desigualdad es profunda: no es lo mismo ver vídeos en el celular que tener habilidades para estudiar, trabajar o emprender en línea.
Las brechas se multiplican:
- Socioeconómica: las familias con menos recursos cuentan con dispositivos más antiguos, conexiones de peor calidad y menos oportunidades de formación.
- De género: en varias regiones, las mujeres tienen menor acceso a dispositivos propios, menos tiempo para formarse y más obstáculos culturales para entrar en el mundo digital.
- Territorial: las zonas rurales y periféricas suelen contar con peor infraestructura y menos oferta de capacitación.
- Generacional: muchos adultos mayores se ven forzados a un salto brusco hacia trámites únicamente digitales, sin acompañamiento suficiente.
La digitalización acelerada de servicios públicos y privados —bancos sin ventanilla física, turnos médicos solo por web, certificados exclusivamente en línea— convierte esa brecha en un problema de derechos. Quien no logra sortearla queda literalmente fuera del sistema.
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La informática básica como herramienta de libertad
En la práctica, aprender informática básica se está convirtiendo en una forma de emancipación. Un curso elemental de ofimática, por ejemplo, puede significar:
- Acceder a mejores empleos: actualizar un currículum, presentarse a una oferta en una plataforma laboral, realizar formación en línea.
- Reducir dependencia: no tener que pedir ayuda para cada trámite digital, desde solicitar una beca hasta sacar una cita médica.
- Protegerse mejor: evitar estafas, configurar la privacidad, reconocer mensajes maliciosos.
- Participar en la vida pública: acceder a información oficial, opinar en espacios digitales, organizarse con otras personas.
En muchos contextos, el salto de “no saber encender un ordenador” a “manejar un correo y un navegador” cambia radicalmente la posición de una persona en el mercado de trabajo y en su comunidad.
Alfabetización digital crítica, no solo técnica
Reconocer la alfabetización digital como derecho no significa únicamente enseñar a usar aplicaciones. Supone también abrir espacios para comprender:
- Cómo funcionan los algoritmos que recomiendan contenidos o gestionan solicitudes.
- Qué sesgos pueden reproducir y ampliar.
- Cómo se financia la economía de las plataformas y qué implica para la autonomía de los usuarios.
- De qué manera los datos personales se han convertido en un recurso económico y político.
Sin ese componente crítico, la ciudadanía queda reducida al papel de usuaria pasiva, vulnerable a la desinformación, la manipulación y la vigilancia.
Ningún tratado internacional menciona hoy, de forma literal, la “alfabetización digital” como derecho humano específico. Sin embargo, la práctica cotidiana y el avance de la digitalización hacen que la demanda se vuelva más urgente.
Quien domina lo básico de la informática tiene más posibilidades de decidir sobre su vida; quien no, se ve obligado a depender de otros o a aceptar condiciones menos favorables.