El caso Metrobús no debe quedar impune

El indignante caso del Metrobús –uno de los mayores escándalos de las últimas décadas– tiene la peculiaridad de que debió ser abandonado tras privar de sus ingresos a miles de comerciantes y empleados. En el editorial del 13 de junio de 2013, nuestro diario había instado a que el insensato proyecto, que iría a ser ejecutado en el ridículo plazo de 18 meses, sea corregido y se llamó la atención sobre el enorme costo que implicaría indemnizar a los dueños de los inmuebles a ser expropiados, así como responder a los reclamos por lucros cesantes de los vendedores perjudicados por los trabajos de construcción. El fallido emprendimiento acabó siendo una estafa. Nadie fue indemnizado por haber perdido su propiedad o su fuente de ingresos. El entonces ministro Ramón Jiménez Gaona dispuso, con el asentimiento de la empresa portuguesa Mota-Engil, que las obras se iniciaran sin haberse liberado totalmente la franja de dominio. El hasta hoy impune personaje reconoció la irregularidad. Por el contrato, que nunca debió haber sido firmado, la constructora llegó a cobrar 30,2 millones de dólares, o sea, el 60% del contrato original de 54 millones, sin haber realizado ni siquiera la mitad de los trabajos. El Ministerio Público sigue de brazos cruzados, sin imputar a nadie.

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En el sórdido submundo de la corrupción, lo habitual es que las obras públicas se construyan con sobrecostos que afectan el erario, pero no así el bolsillo de los particulares, al menos en forma directa. El indignante caso del Metrobús –uno de los mayores escándalos de las últimas décadas– tiene la peculiaridad de que debió ser abandonado tras privar de sus ingresos a miles de comerciantes y empleados. En el editorial del 13 de junio de 2013, nuestro diario había instado a que el insensato proyecto, que iría a ser ejecutado en el ridículo plazo de 18 meses, sea corregido para evitar que “termine siendo otra estafa encubierta, en perjuicio del Estado y de la ciudadanía”. Entre otras cosas, se llamó la atención sobre el enorme costo que implicaría indemnizar a los dueños de los inmuebles a ser expropiados, así como responder a los reclamos por lucros cesantes, que plantearían los vendedores perjudicados por los trabajos de construcción de la línea.

Sin duda, el fallido emprendimiento acabó siendo una estafa, aunque nadie haya sido indemnizado por haber perdido su propiedad o su fuente de ingresos. Es que el 26 de agosto de 2016, el entonces ministro Ramón Jiménez Gaona dispuso, con el asentimiento de la empresa portuguesa Mota-Engil, que las obras se iniciaran sin haberse liberado totalmente la franja de dominio, tal como lo disponía el contrato. El hasta hoy impune personaje reconoció la irregularidad y el representante de la constructora, João Figueiredo, afirmó ante la Comisión Bicameral que investigó el fiasco que, “sin tener la liberación de la franja de dominio, la implementación del proyecto es simplemente imposible” y que “iniciar una obra sin tener la franja liberada crea un inconveniente significativo a la ciudadanía”. Empero, Mota-Engil reclama, por la vía del arbitraje, 25 millones de dólares adicionales, debido a que el Estado rescindió, en febrero de 2020, el contrato que nunca debió haber sido firmado; conste que llegó a cobrar 30,2 millones de dólares, o sea, el 60% del contrato original de 54 millones, sin haber realizado ni siquiera la mitad de los trabajos.

Si el “error inocente” implicó la comisión de un delito, las numerosas víctimas deberían demandar al exministro, una vez que haya sido condenado en un juicio penal, dado que la responsabilidad del Estado sería subsidiaria, por mandato constitucional. Dos de los tres dictámenes de la mencionada Comisión –los suscritos por el senador Amado Florentín (PLRA) y el diputado Édgar Acosta (PLRA), por un lado, y por el diputado Ramón Romero Roa (ANR), por otro– dieron cuenta de graves irregularidades en la ejecución del desastroso proyecto, con la complicidad del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). En sus conclusiones preliminares, el diputado Acosta refirió que, aparte de no haber sido liberada la franja de dominio, el engendro fue aprobado sin un Plan de Gestión Ambiental, exigido por una normativa del banco, que contenga información básica sobre los eventuales afectados por un emprendimiento y los previsibles daños colaterales; también señaló que el BID conocía las denuncias de los frentistas desde antes de iniciarse los trabajos y que no había un proyecto ejecutivo de ingeniería, lo que conllevó que la obra se encareciera en un 33% (18 millones de dólares), mediante los “gastos de contingencia”.

En agosto de 2020, el Senado remitió al Ministerio Público el extenso informe final y los tres dictámenes conclusivos de la Comisión; el mismo mes, la Contraloría General de la República hizo 88 observaciones, algunas de las cuales también afectan al actual ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, Arnoldo Wiens. Entre otras muchas “perlas”, el órgano contralor apuntó que se pagaron unos 29 millones de dólares por obras que ignoraban las especificaciones técnicas y que, hasta octubre de 2019, la población no recibió unos 85 millones de dólares con los que debió beneficiarles la obra, suma a la que cabe agregar la correspondiente a las ganancias no obtenidas por los comerciantes, desde el inicio de los trabajos hasta la rehabilitación del tráfico vehicular.

Hasta la fecha, no hay un solo imputado por la descomunal fechoría, pese a los dictámenes y al informe referidos, así como al hecho de que la primera denuncia penal, por lesión de confianza, fue formulada en mayo de 2018. Aunque en abril de 2020 el Ministerio haya demolido las estructuras de hormigón armado a medio terminar que dejó a su paso la firma constructora, como queriendo encubrir a su anterior jefe, han quedado suficientes rastros de la canallada cometida, en gravísimo perjuicio del fisco y de la población. Pero el Ministerio Público sigue de brazos cruzados, sin imputar a nadie.

Para peor, el exgerente del Programa de Reconversión Urbana y Metrobús, Óscar Stark, acaba de ser nombrado director interino de Administración y Finanzas del Ministerio de Educación y Ciencias (MEC): ocupó el primer cargo “recién” desde septiembre de 2018, de modo que estuvo involucrado en el miserable emprendimiento al menos durante casi un año y medio. Sin duda, tiene una responsabilidad moral que asumir por sus consecuencias, pero también, quizá, una responsabilidad penal y civil. Surge la pregunta de si el ministro Juan Manuel Brunetti no pudo o no quiso hallar una persona más adecuada para gestionar el dinero del MEC. En todo caso, su deplorable antecedente, que podría figurar en un prontuario si el Ministerio Público actuara como corresponde, lo desacredita para ocupar tan relevante cargo. Una vez más se confirma que “en el Paraguay no se pierde ni se gana reputación”.

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