Vis a vis

A veinte años del fallecimiento del antropólogo paraguayo Miguel «Gato» Chase-Sardi, el profesor, curador y crítico de arte Ticio Escobar evoca poéticamente su final y reflexiona sobre ese aprendizaje posible, que es el último.

Miguel Chase-Sardi (1924-2001).
Miguel Chase-Sardi (1924-2001).gentileza

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Comienzo pidiendo disculpas por abordar la enorme figura de Gato (Miguel Chase-Sardi o Tupã Roka Kunumi Rokaju) a partir de la mención de la muerte y desde una posición personal. Es que, para los sabios chamanes como Gato, la muerte es un horizonte continuo, apacible en este caso. Es que la memoria del amigo intercepta ciertos accesos indispensables, mejor transitados por los otros autores de este dossier.

Miguel Chase-Sardi murió en la madrugada del domingo 18 de marzo de 2001. La tarde-noche anterior, en terapia intensiva del Sanatorio Santa Clara, había recusado todo sedante y pedido que lo dejaran en soledad durante unas horas. Quería mirar cara a cara la figura de la muerte y enfrentar con lucidez su extraño trance, no para desafiar esa figura, no para intentar comprenderla (bien sabía acerca de la imposibilidad de ese empeño) ni, mucho menos, para meditar sobre ella en clave filosófico-existencial. Tampoco para arrepentirse de sus yerros, que él reconoció a lo largo de su vida y a lo largo de su vida se arrepintió de ellos. La intención de Gato en su soledad postrera apuntaba a destinos cognitivos y éticos.

Por un lado, quería conocer la experiencia del fin; quería aprender de la muerte. Buscaba hacerlo tras su imparable necesidad de seguir educándose hasta el último momento, movido por los afanes de epistemologías científicas, por su imparable pulsión vital y por su porfiada curiosidad y el asombro casi infantil en su insistencia. Quería, en fin, asumir poéticamente aquel trance y verificarlo fácticamente, impulsado por la condición del investigador riguroso, el luchador utopista y el cientista humanista y sensible que siempre fue.

Por otro lado, que no distaba mucho del primero, su necesidad de sostener la mirada ante el final tenía un sentido ético: el de enfrentar el enigma esencial, irresoluble, que involucraba el sentido de lo que había vivido tan intensa, tan arriesgadamente. Bien sabía Gato que quien mucho hace se expone demasiado. Él apostó por todos los espacios habilitados (abiertos por él mismo muchas veces) en pro de la causa indígena. Comprometerse con esta causa supone correr el riesgo de equivocarse; es más, hay acciones encaradas a favor de esa causa que no pueden ser afrontadas sin error. Es que el sistema mismo que determina la situación de los indígenas se encuentra estructurado de modo tan radicalmente injusto que casi no deja margen para maniobra en contrario. Haga uno lo que haga, habrá de equivocarse en parte. Pero ante este dilema simple constructivo decía Gato, más vale errar por acción desacertada que pecar por omisión indolente: por indiferencia y apatía.

Me atrevo a considerar este momento demasiado grave, indescifrable en parte, avalado por el talante de Gato, propenso a referirse sin tapujos, con humor casi siempre, a toda radical situación humana. Y lo hago, también, basado en un hecho del que fuera testigo. Unos años atrás, Gato había expresado ante amigos cercanos su deseo de conocer (de «saber», dijo) la muerte; observarla empíricamente. Carlos Colombino sostuvo la imposibilidad de ese saber alegando la evidencia de que no existe memoria de la muerte. Augusto Roa Bastos argumentó en contrario sosteniendo que, al fin y al cabo, tampoco se tiene memoria de la vida, una vez cumplida ella. Colombino le retrucó sosteniendo que se recuerda la vida mientras se la vive y citó a Machado en su decir «hoy es siempre, todavía». No recuerdo cómo continuó el debate, seguido atentamente por Gato, pero sí que este lo zanjó prometiendo que trataría de «investigar el tema», como un estudiante aplicado. «Tal vez así entienda aspectos míos que no entiendo un carajo» (lo siento: Gato era malhablado).

Antes, o quizá después de su careo definitivo, Gato dispuso ante los suyos su voluntad relativa a los sobrios protocolos de su despedida. Obviamente, se cumplieron todas sus instrucciones: el acto realizado en el local de la Asociación Indigenista del Paraguay; el arca cerrada, cubierta con una manta nivaclé y ubicada ante un escueto altar avá; el brindis por la vida y los ritos indígenas (el canto/bendición de los chamanes, los ñanderu y las ñandesy guaraníes), así como también se cumplió su voluntad de que yaciera finalmente su cuerpo en contacto directo con la tierra. La noche del 18 de marzo se produjo una lluvia desmesurada. Sin tratar de explicarla, los indígenas presentes la consideraron ineludible: la densidad de Gato, su energía demasiada, sus faltas y sus ganas, así como el principio de sus aportes tantos, no podían partir sin bendiciones y abluciones que aliviaran el pesar de ese momento y orientaran el rumbo de su ñe’ê su palabra-alma. Término este que, fuera de todo sentido trascendental y cristiano, alude a la energía cabal del decir y a la manifestación de los impulsos de creación que despejan los caminos del sentido.

ticio@ticioescobar.com

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