Escribir para que nada siga igual: Andrés Caicedo, profeta del mal ejemplo

«El trabajo de Caicedo es la obra de un romántico, un maldito. No quiere traspasar las fronteras de la juventud, siente que está alcanzando la madurez y se niega a ser parte de un país de viejos, pues sabe que esa dictadura senil excluye la vida y preserva un orden», escribe Ariel Stieben sobre el poeta colombiano Andrés Caicedo (1951 - 1977), aquel que decidió que «vivir más de veinticinco años era una insensatez». Desde Buenos Aires, en exclusiva para los lectores de El Suplemento Cultural.

¡Salud, Caicedo!
¡Salud, Caicedo!

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«Maldita sea, Cali es una ciudad que espera, pero no le abre la puerta a los desesperados».

Andrés Caicedo, Piel de verano.

Toda la obra de Caicedo parte de, depende de y se inscribe en la ciudad de Cali. La capital del valle del Cauca ha sido un medio donde la vida cultural se ha arrastrado para imponerse y las expresiones juveniles han sabido cuestionar las normas establecidas de una salvaje e inteligente manera, a través de todos los excesos posibles, llámense erudición, pasiones irrefrenables, drogas o soluciones radicales. Cali es una mezcla de transpiración del trópico y paisajes transilvánicos, el alimento textual de la rumba y el continuo arrepentimiento por el tiempo perdido en la desmesura de los excesos y el sopor de los trabajos inútiles. Andrés Caicedo fue un desesperado que no quiso perder un minuto de su tiempo porque sabía, desde muy joven, que tenía una cita pendiente con la muerte a los veinticinco años.

Caicedo plantea que debería existir un método que «universalizase lo particular», puesto que «cada gusto es una aberración». Esto define cómo su trabajo –como crítico, cuentista o novelista– se plantea siempre dentro de los términos de la búsqueda permanente de un lenguaje que traspase los límites de lo real y proponga una permanente aventura creativa. Por eso sus obsesiones temáticas empiezan a tener connotaciones enfermizas. Una y otra vez encontraremos recurrencias en sus textos: el canibalismo, el vampirismo, la nostalgia, el amor, el sexo, la violencia, la noche como circunstancia y la muerte como gran final de todas las derrotas anteriores. «Cali es una ciudad sólo para adolescentes», repetía Caicedo.

Tú,

no te detengas ante ningún reto

y no pases a formar parte de ningún gremio.

Que nunca te puedan definir

ni encasillar.

Que nadie sepa tu nombre

y que nadie amparo te dé.

Que no accedas a los tejemanejes

de la celebridad.

Si dejas obra,

muere tranquilo,

confiando en unos pocos buenos amigos.

Nunca permitas que te vuelvan persona mayor,

hombre respetable.

Nunca dejes de ser niño,

aunque tengas los ojos en la nuca

y se te empiecen a caer los dientes.

Tus padres te tuvieron

que tus padres te alimenten siempre,

y págales con mala moneda.

A mi qué.

Nunca te vuelvas una persona seria.

(Fragmento de ¡Que viva la música!).

Sus padres soportaron a un niño prodigio e indisciplinado. Tartamudeaba, era miope y no muy fuerte. Sobreprotegido, incapaz de soportar un mundo desconcertante que siempre te jode, te vapulea y te desprecia. Cuando Caicedo se suicidó a los veinticinco años (el 4 de marzo de 1977), pocos sabían que ese esmirriado de pelo largo era escritor. Había sido fundador de la revista Ojo al Cine, del Cine Club de Cali y de la Ciudad Solar, la casona estilo The Factory, de Warhol, donde se gestó una de las vanguardias más interesantes del séptimo arte en Colombia.

En los textos de Caicedo hay una relación permanente entre lo personal y lo distanciado; el narrador se incluye y se aleja de la historia como si pudiese entrar y salir a su antojo, dentro de sus arbitrarias leyes. Siempre habrá una experimentación en este sentido, dándoles a los cuentos una permanente sensación de libertad, a pesar del encierro en que se encuentran sumidos los personajes. Uno no llega a saber si lo que se cuenta es o no posible, si el narrador vive o lo imagina, si los acontecimientos suceden o se nos imponen. Apoyado en el lenguaje, Caicedo imprime en el relato una dosis de vitalidad extraída de todo tipo de actos recurrentes y de recuperación de voces unidas por una permanente necesidad de autodefinirse. Los puntos de apoyo de sus escritos son un simple pretexto para expandir en la reflexión su propia tragedia.

En síntesis, la obra de Caicedo es juvenil; el autor no se propuso otra cosa que fortalecer una imagen adolescente del mundo, hasta el punto de plantear que uno nunca debía dejar de ser niño y que, por lo tanto, «vivir más de veinticinco años era una insensatez».

El trabajo de Caicedo es la obra de un romántico, un maldito. Su suicidio es el gesto de una voluntad íntima que sella esta condición. No quiere traspasar las fronteras de la juventud, siente que está alcanzando la madurez y se niega a ser parte de un país de viejos, pues sabe que esa dictadura senil excluye la vida y preserva un orden: sabe muy bien que las guerras son armadas por los viejos para que los jóvenes se maten entre sí. Su obra es uno de los pocos ejemplos en la literatura colombiana que no pertenecen a la cultura oficial; sus textos no van a ser de lectura escolar, ni recibirá condecoraciones post mortem. Sin embargo, por esas paradojas de la historia del arte, todo su trabajo merece un lugar por el capricho de su arte; para que el verdadero Caicedo quede entre sus lectores no como un hippie que no se entendía a sí mismo, sino como el poeta en que realmente se convirtió, resistiéndose a entrar al centro del canon literario nacional.

Cuando nos acordamos de que todos somos desequilibrados, desaparecen los misterios y la vida se explica.

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