Dos amores

Los fariseos y doctores de la ley siguen provocando a Jesús y quieren sorprenderlo en cualquier cosa, para tener con qué acusarlo.

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Uno de ellos, para ponerlo a prueba, le pregunta cuál es el mandamiento más grande de la Ley mosaica. Es una trampa y una manifestación de desconcierto, pues la ley de ellos tenía 248 mandatos diciendo “haga esto” y 365 diciendo “no haga esto”, que, finalmente, ellos andaban confundidos con tantos mandamientos: eran 613 en total.

Jesús le contesta: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu”. El segundo es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

En verdad, ellos ya sabían cuál era el primer mandamiento (Dt 6,5), sin embargo, los separaban y daban una interpretación muy parcial al término “prójimo” (Lev 19,18).

Jesucristo presenta su revolucionaria novedad: define el amor a Dios y el amor al prójimo como el centro de toda enseñanza y testimonio de vida. Él es categórico: “De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.

Además, el Señor unifica y equipara los dos mandamientos, que los especialistas explicaban como distintos y separados.

Jesús termina con la confusión y exige más coherencia de vida, pues presenta un excelente resumen de lo que es la fe, e indica que esta debe manifestarse en obras buenas y visibles, hacia el ser humano real, que está alrededor nuestro.

Un cristiano ha de manifestar todos los días estos dos amores: a Dios, y al semejante más cercano.

Nosotros nos preguntamos: “Cuál es la voluntad de Dios hacia mí” y este resumen de Jesucristo lo aclara: amar a Dios, sobre todo, más que al dinero y al poder.

Amarlo de “corazón, alma y espíritu”, es decir, con una fe profunda y con una inteligencia que busca explicar y comprender la propia fe.

Es situar a Dios, y su amistad, como la primera prioridad de cada día, sea la oración, la lectura bíblica o la búsqueda del sacramento de la Reconciliación. Es jamás faltar a la Misa un domingo. Es ser humilde delante del Creador y reconocer que recibimos de Él el aliento para seguir viviendo y seguir creyendo.

También el compromiso con el prójimo ha de ser expresión real del amor a Dios. Debemos ser más tolerantes, más dispuestos al diálogo y ser luchadores incansables de la justicia.

Derrotando al egoísmo, la codicia y la pereza, tendremos condiciones para traducir en la vida concreta el centro del mensaje de nuestro Redentor.

Paz y bien.

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