En las narices del Gobierno, los criminales manejan las cárceles

Los graves incidentes ocurridos en la penitenciaría de Tacumbú muestran que las atestadas cárceles de nuestro país no sirven para proteger a la sociedad ni para readaptar a los reclusos: allí se encargan delitos por telefonía móvil, se aprenden nuevas técnicas delictivas y se reclutan “soldados” para el crimen organizado, cuyas facciones se disputan la primacía dentro de los muros, todo ello en medio del consumo de drogas. Este último motín es solo una señal más del colapso del sistema penitenciario. Se aguarda, pues, que el problema sea abordado por el nuevo Gobierno con la suficiente energía para acabar así con unas “zonas liberadas” por la delincuencia, pero solventadas por los contribuyentes.

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En la noche del 28 de septiembre, el recluso Oliver Lezcano desapareció de la cárcel de Tacumbú, sin dejar rastros; días después, el ministro de Justicia, Ángel Barchini, sostuvo ante el presidente de la República, Santiago Peña, que el presunto asesino pudo haberse fugado o bien haber sido muerto en su lugar de reclusión, controlado en gran medida por el poderoso “clan Rotela”, que difundió un video en el que el “desaparecido” afirmaba estar vivo en algún lugar.

Entretanto, los ofendidos ante los dichos del ministro quemaron el penal, aparte de tomar como rehenes a su director, Luis Guillermo Esquivel, así como a 22 guardiacárceles y a decenas de mujeres que visitaban a los reos. Varios de ellos pidieron al director cautivo que interceda para que puedan dialogar con el ministro de Justicia, con el viceministro Rodrigo Nicora y con el director de Establecimientos Penitenciarios, coronel (R) Rubén Peña, y que se autorice a un periodista a ingresar en el establecimiento ocupado. El viceministro de Justicia visitó a los funcionarios retenidos, tras lo cual se informó oficialmente que no había garantías para que fueran liberados y reemplazados por otros. Como si el desquicio fuera poco, los guardiacárceles que no pudieron ingresar exigieron la presencia del ministro Barchini o, en su defecto, su renuncia. En verdad, el citado secretario de Estado no mostró ni las narices durante la crisis.

Al mediodía de ayer, se anunció que se había acordado que el director de la prisión retome su control, que las personas retenidas sean liberadas y que el personal penitenciario regrese a sus lugares de trabajo, pero se informó que un recluso fue muerto de una estocada. De inmediato, el ministro de Justicia, de lamentable actuación, fue confirmado en el cargo por el Presidente de la República, quien le habría ordenado, según dijo el 22 de agosto, “que el Estado recupere el control en los centros penitenciarios en cuanto a presencia y transparencia en la gestión”. El propio Santiago Peña admitía así que los reclusorios están en manos de criminales, a lo que se puede agregar que cuentan con la necesaria complicidad de funcionarios que van y vienen, al parecer, para cerrar un ojo y abrir un bolsillo.

Las atestadas cárceles, donde los condenados comparten espacios con los procesados, pese a que la Constitución lo prohíbe expresamente, no sirven para proteger a la sociedad ni para readaptar a los reclusos: allí se encargan delitos por telefonía móvil, se aprenden nuevas técnicas delictivas y se reclutan “soldados” para el crimen organizado, cuyas facciones se disputan la primacía dentro de los muros, todo ello en medio del consumo de drogas. Este último motín es solo una señal más del colapso del sistema penitenciario, ya señalado en 2009 por el entonces ministro de Justicia, Blas Llano: desde esa vez, pasaron trece años sin que él ni sus sucesores hayan intentado o logrado poner fin a un estado de cosas que se irá agravando mientras no se decida liberar las prisiones de las garras mafiosas y del funcionariado cómplice.

No basta con que el ministro Barchini haya dispuesto que la abarrotada prisión de Tacumbú no reciba un interno más ni que se construyan o se amplíen otros reclusorios, mientras el descontrol siga reinando. En febrero de este año, el entonces ministro de Justicia, Daniel Benítez, afirmó que “el sistema penitenciario es totalmente inútil y no da para más”; en abril, el defensor del Pueblo, Rafael Ávila, señaló que la cárcel capitalina es “una bomba de tiempo que no da para más”. Se aguarda, pues, que las reiteradas advertencias desoídas hasta ahora sean abordadas por el nuevo Gobierno con la suficiente energía para devolver la calma a la población y acabar así con unas “zonas liberadas” por la delincuencia, pero solventadas por los contribuyentes.

Es preciso expulsar a estos grupos del manejo de las prisiones. El clan Rotela y el Primer Comando da Capital están en continua guerra por el control de las penitenciarías, ante la impotencia, la desidia o la complicidad de los agentes del Estado; esas instalaciones no deben seguir siendo campos de batalla para delimitar zonas de influencia ni centros de operaciones para la comisión de crímenes más allá de sus muros.

Urge que el Estado recupere su control, como dijo el Presidente de la República. Para comenzar, la selección de funcionarios idóneos y con coraje para enfrentar la magna tarea –el ministro Ángel Barchini no dio muestras de ello en esta ocasión– debe ser el punto de partida. Y actuar con rapidez y eficiencia, antes que la hoguera, que ya ha comenzado a arder, reciba más barriles de combustible facilitados por la ineficiencia y la corrupción.

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