Lady Gaga, dos filósofos franceses y una youtuber de cabello turquesa

Casos como los de Lady Gaga o la youtuber Ter indican que quizás no todo está perdido: detrás del «espectáculo» de Debord y del «simulacro» de Baudrillard todavía existe una realidad en la que conviven la calidad y la chapuza, la fealdad y la belleza, pero sumergirse en la saturación de la imagen y escudarse en la simulación es más fácil que aceptarla, propone el profesor Luis Carmona en este artículo.

Guy Debord, La sociedad del espectáculo.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo.

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Obviamente, Lady Gaga no necesita presentación; en cuanto a la youtuber, se trata de una arquitecta cuyo canal, que presenta bajo el nombre de Ter, me gusta particularmente y que actualmente ya no usa cabellos azules. Los filósofos son Guy Debord (1931-1994), que formuló el concepto de «sociedad del espectáculo» en el libro del mismo nombre de 1967, y Jean Baudrillard (1929-2007), que desarrolló en más de una docena de ensayos el concepto de que «lo real ha sido sustituido por el simulacro». El punto es que la cantante y la youtuber son ejemplos modélicos de las más tenebrosas afirmaciones de los dos filósofos (ninguno de ellos muy optimista) y que son tan buenos ejemplos precisamente porque de alguna forma han iniciado sendas rutas para redefinirse más allá de la sociedad del espectáculo y de la del simulacro.

Hace algunos meses, publicaba aquí, en El Suplemento Cultural, una reflexión sobre la notoria actualidad del mito de la caverna de Platón, y hace pocas semanas otro texto terminaba con la afirmación: «ser progresista o conservador es algo bien diferente que solo intentar parecerlo». Si hemos de aceptar la desoladora propuesta de Baudrillard, ya no es posible, dentro del sistema de saturación actual que vive occidente, ser progresista o conservador, solo ensayar un simulacro de serlo, y como el simulacro no oculta la realidad, sino que la anula, aceptar la ilusoria creencia de que somos lo uno o lo otro es adoptar un espejismo como hábitat.

En cierto sentido, estas líneas son una vuelta de tuerca sobre el tema. De hecho, el concepto de sociedad del espectáculo recuerda bastante a los reflejos que engañaban a los personajes platónicos y, por otra parte, una de las más escalofriantes afirmaciones de Baudrillard, como acabamos de ver, es que detrás del simulacro no hay nada real que el simulacro pueda ocultar, sino que el simulacro ha devenido lo real, para ponerlo en palabras sencillas: ya no se puede ser algo, solo es posible parecerlo en forma de simulación.

Hasta hace unos años, aborrecía el trabajo de Lady Gaga, la parafernalia de producción intencionalmente escandalosa pero muy medida para parecer contracultural y revulsiva sin serlo en realidad; algo así como los viejos bufones que podían ridiculizar al rey y sus cortesanos, pero sin pasarse para no perder, literalmente, la cabeza. Parecía, pues, un espectáculo de feria, con sus medianitas habilidades de bailarina camufladas en complejas y gimnasticas coreografías, y los temas tan descaradamente comerciales que contradecían toda la parafernalia contracultural y que, para colmo, no le permitían mostrar cabalmente las cualidades de su voz.

De pronto, como si se hubiera roto el capullo de una crisálida, ya no estaba encaramada en unos tacos imposibles o con el cabello adornado con latas de cerveza, sino sentada en un piano, mostrando una voz espectacular, versionando los temas más emblemáticos de Julie Andrews, cantando swing a dúo con Tony Bennett o proponiendo una versión alternativa del clásico de Bárbara Streisand «Nace una estrella». Ni siquiera la voz parecía la misma; así que, por lo visto, debajo del simulacro de artista performativa y su estudiadísima escandalosidad había realmente una gran cantante que la simulación no nos dejaba ver ni escuchar… ¡Vaya sorpresa, amigo Baudrillard! Detrás del simulacro, a veces, puede haber algo real, aunque resulte ser algo muy diferente de la simulación.

Vamos ahora con la simpática arquitecta Ter y su cabello turquesa… Desde luego, todos sabemos que no hay seres humanos con pelo azul (por lo menos hasta que Hollywood decida lo contario), así que nadie podía dejar de entender que el artificioso color no era más que una estrategia para diferenciar su canal de los demás de temática similar. Lo interesante es que un buen día se hartó de tintes y pelucas (o consideró que ya habían cumplido su objetivo) y decidió dejarlo, pero dejarlo registrando en pantalla que lo dejaba… Titulé «dos filósofos franceses», pero quizás habría sido más exacto decir tres, porque el video es una muestra acabada de deconstrucción de una imagen, sobre la que Jacques Derrida (1930-2004) tendría bastante que decir.

Así pues, Ter deconstruyó su imagen: se sacó la peluca en pantalla mientras explicaba por qué lo estaba haciendo. Después pasó a detallar con mucho humor las peripecias y contratiempos a los que tintes primero y pelucas después la sometían para sostener la imagen diferencial que no solo era un color artificial, sino la declaración de principios que el color representaba, tan obvia como si les estuviera gritando a sus espectadores: «Mira tú, soy arquitecta pero no soy una estirada aburrida que te va a dar la tabarra pontificando sobre verdades de la arquitectura y el diseño».

De hecho, lo que hizo y hace interesante su canal no es el cabello azul, sino el juego de perspectivas insólitas y comparaciones sorprendentes con que aborda la arquitectura y una variedad de temas afines o que ella consigue vincular. Buen ejemplo de ello es el video en el que muestra bromas que los arquitectos incluyeron en sus edificios o, más reciente, el que compara puentes físicos con transiciones musicales de canciones. Ahora bien: ¿nos habríamos enterado de su existencia sin el tinte turquesa?

Podría haber tomado otros ejemplos para acercar a la realidad cotidiana las propuestas de estos filósofos que intentaron entender por qué se ha vuelto tan volátil la percepción de la realidad en el mundo actual. Alguien que decide ponerse el nombre de «Madonna», es decir que adopta como nombre propio un nombre genérico, está declarándose un simulacro: es cualquier mujer porque no es ninguna y es ninguna para poder simular ser todas. Sin embargo, Ter y Gaga tienen la virtud de no haberse cristalizado en su simulacro, lo que por otra parte acerca sus figuras a la propuesta (algo menos radicalmente pesimista) de Debord, en la medida que distanciarse del espectáculo y del fetichismo de la imagen es posible, mientras que una vez aceptada la interpretación de la actualidad como una sociedad del simulacro, jamás se puede abandonar la simulación, salvo sustituyéndola por otro simulacro.

La diferencia esencial entre el espectáculo de Debord y el simulacro de Baudrillard es que en el fetichismo de la imagen de la sociedad del espectáculo el consumo es una compulsión enfermiza, pero todavía posible de rechazar, en el que un producto ya no es bueno por sus cualidades sino por su efecto sobre nosotros, no es la ropa sino la marca o ni siquiera la marca, sino el efecto que la marca tiene en nuestro imaginario: en puridad, nos están vendiendo la ilusión de que el producto nos modifica, nos hace glamorosos ante nuestra proyección de lo que los demás piensan de nosotros. Dicho de otra forma: nos venden no un yo futuro mejor que el yo actual, sino apenas una imagen superficial más glamorosa, reflejada en el espejo de los otros, que tampoco son reales sino proyecciones de nuestra imaginación… Pero aún debajo de mil capas de disfraz existe algo parecido a una persona real que, con algún esfuerzo, puede manifestarse desechando el maquillaje.

En cambio, en el simulacro la saturación ha terminado con toda ilusión de glamur y nos volvemos víctimas impotentes de una saciedad insaciable… En cierto sentido, la moda actual confirma a Baudrillard: ¿Cómo distinguir una ropa andrajosa que salió de un basurero de otra igualmente andrajosa que salió, precio sideral de por medio, de la estantería de una tienda ultralujosa y megaexclusiva? Quizás habría que prohibir a los pobres usar andrajos, aunque haya que proveerles de smokings.

Sin embargo, Lady Gaga y Ter vienen a dar la razón a la propuesta un poco más amigable de Debord. La saturación exponencial de la imagen que ya le parecía insostenible al filósofo cuando aún no había internet ni celulares inteligentes (el libro La sociedad del espectáculo se escribió en los años sesenta, cuando solo las grandes empresas tenían computadoras) no anula la realidad, aunque quizás la entierre bajo cientos de capas de glamorosas imágenes invasivas que llenan el entorno e invaden la intimidad; aún así, detrás de la arlequinesca simulación de Lady Gaga había una estupenda cantante y, con o sin cabello turquesa, los contenidos reales del canal de Ter siguen siendo interesantes; detrás de las artificiosas escenografías de la sociedad del espectáculo todavía hay una realidad en la que existen la calidad y la chapuza, lo bien hecho y la pacotilla, la belleza y la fealdad.

El verdadero problema no es, entonces, que no se pueda ser algo real, sino que es más fácil sumergirse en la sociedad del espectáculo y escudarse en el simulacro, para ejercer un moralismo de teclado de computadora que nos vista el disfraz de la superioridad moral. Parecer es más fácil que ser: para ser hay que realizar acciones en el mundo real y asumir las consecuencias; para parecer basta con ensayar frente al espejo algunos gestos o aporrear en el teclado unas cuantas frases furiosas y sin otro resultado que fabricar la, doblemente falaz, simulación de un simulacro.

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