Demasiadas cervezas en el Señorial

Ciertos recuerdos –como el de esta tertulia de dos historiadores en el Paraguay de Stroessner, una tertulia animada por proyectos de investigación, sueños de derrocamientos de tiranos, amistad y, sobre todo, mucha pilsner– parecen concentrar el espíritu de toda una época.

"Una tertulia animada por proyectos de investigación, sueños de derrocamientos de tiranos, amistad y, sobre todo, mucha cerveza..."
"Una tertulia animada por proyectos de investigación, sueños de derrocamientos de tiranos, amistad y, sobre todo, mucha cerveza..."

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Una vez le arrojé un tomate podrido a Ronald Reagan. O al menos a una foto de Ronald Reagan. En aquel tiempo yo era bastante joven y estaba bajo la influencia de Jean-Jacques Rousseau (aunque ni él ni yo lo hubiésemos reconocido) y tan ansioso como Greta Thunberg por demostrar mi buena fe de radical. Reagan, obviamente, era un emblema de todo lo que yo detestaba de mi propio país. Al arrojarle un tomate a uno de sus carteles electorales, no lo estaba atacando como persona, sino como símbolo. Esa diferencia era muy significativa para mí.

Años más tarde, cuando un sujeto enloquecido que quería impresionar a Jodie Foster le disparó a Reagan, descubrí que simpatizaba decididamente con Reagan como persona. Como persona que, después de despertarse en el hospital y recibir de las enfermeras la advertencia de que no hablara para no desgarrar su herida, garabateó en un papel:

«En general, preferiría estar en Filadelfia».

Alguien capaz de citar una broma de W. C. Fields en un momento como ese no podía ser del todo malvado, razoné. Era una víctima y merecía mi apoyo como ser humano.

Sé que tal vez fui ingenuo. No sería la primera ni la última vez.

De hecho, esa anécdota me hace recordar otra. Fue a mediados de la década de 1980 cuando mi mente burbujeó con algunos pensamientos violentos o sediciosos por los que sin duda tendré que pasar una temporada en el Purgatorio.

Mi amigo Jerry Cooney, el gran estudioso de la independencia paraguaya, había llegado el día anterior a Asunción y se alojaba en el Residencial Señorial, que quedaba en la avenida Mariscal López. Decidí visitarlo para almorzar y conversar sobre nuestros proyectos de investigación, los suyos y los míos. Un almuerzo que terminó compuesto en su totalidad por el contenido de quizás seis o siete botellas de litro de pilsner paraguaya.

Ahora bien, en aquellos tiempos el Señorial era un lugar decididamente barato, que carecía del curioso encanto del Hotel Virginia y del Jacarandá. No creo que sirvieran en el Señorial comidas comunes, ni tampoco, por lo tanto, que los huéspedes se reunieran a compartirlas, escuchar las historias y quejas de los demás y comentar las propias, como era la práctica cotidiana en los otros dos establecimientos citados. Además, la gerencia del Señorial, con la intención de ahorrar unos cuantos guaraníes, había equipado con focos de 25 vatios las lámparas de lectura de todas las habitaciones, de modo que incluso a mediodía estaban demasiado oscuras para que Jerry y yo nos reuniéramos allí. Por lo tanto, nos dirigimos resueltamente al pequeño comedor que quedaba en la parte de atrás del edificio, con la idea de pedir milanesas o ñoquis.

Cuando llegamos al comedor, estaba vacío. Sin embargo, no tardó en aparecer una camarera de edad incierta para tomar nuestro pedido. Al escuchar que queríamos almorzar, nos anunció que la cocinera llegaría «enseguida». Así que, para amenizar la espera mientras la cocinera llegaba, Jerry y yo pedimos unas pilsners y empezamos a conversar animadamente. Al cabo de un rato, en vista de que la cocinera parecía estar demorando un poco más de la cuenta en llegar, pedimos otras. Y luego otras, y por último terminamos dedicándonos a conversar y beber pilsners durante las tres horas siguientes.

Realmente fue mejor así, porque no tardamos en dejar atrás las mutuas preguntas sobre nuestras respectivas investigaciones en el Archivo Nacional. Los romanos sostenían que «in vino veritas», y aquel día, ciertamente, quedó demostrado que tenían razón.

Recuerdo que al principio hablábamos de libros, no de los bestsellers de ese momento, ni de los libros académicos que habíamos leído en el año transcurrido desde la última vez que nos vimos, sino de los libros del Señorial. Porque el hotel tenía una especie de pequeña biblioteca. Cada vez que un turista llegaba de Brasil, Europa o Japón, y se hospedaba allí, dejaba al partir un libro de bolsillo, y a veces dos o tres, que se convertían en propiedad común de todos los huéspedes. Jerry me habló con cierto entusiasmo de los títulos que había encontrado. Había varias gemas. La mayor parte eran títulos estándar de ciencia ficción o novelas de detectives que fueron populares por entonces en varios continentes. Era curiosa la frecuencia con la que aparecían en el acervo del Señorial las obras de Edgar Rice Burroughs y Mickey Spillane, como si existiera un acuerdo tácito entre los huéspedes del hotel para elegirlos como autores predilectos. Era difícil clasificar los otros libros, pero no tan difícil ordenarlos literariamente. Había varios ejemplares del Libro de Mormón. Y una vez encontré un volumen en alemán de las Obras completas de Enver Hoxha, el dictador albanés. Había también algunos libros técnicos de ingeniería, y una guía telefónica, muy antigua, de Buenos Aires. Y absolutamente nada sobre Paraguay.

Luego de destapar la segunda, o quizás la tercera botella, Jerry y yo dejamos atrás también el tema de las preferencias literarias imperantes en el Señorial para lanzarnos precipitadamente al siempre emocionante pero nunca explicable mundo de la política contemporánea en Paraguay.

Esta conversación tenía lugar uno o dos años antes de que la crisis de sucesión del régimen estronista llevara a la división de facciones entre los colorados tradicionalistas y el Cuatrinomio de Oro. En ese momento, el dictador aún parecía firmemente dueño del control. Pero, como todos sabemos, las apariencias pueden ser engañosas, así que deseábamos explorar si existían razones para considerar posible algún cambio fundamental en la política del país. Si nosotros dos fuéramos paraguayos y estuviéramos en la oposición, nos preguntamos, ¿qué podríamos hacer para estimular el derrocamiento de la dictadura?

Especulaciones de esta clase son frecuentes entre los viajeros extranjeros, pero invariablemente inofensivas. Retrospectivamente, sin embargo, me alegro de que Jerry y yo estuviéramos solos y de que la camarera que nos traía las pilsners no pudiera entender nuestro inglés, cada vez más descuidado. Los jóvenes de hoy no saben cómo la represión de aquellos tiempos había calado en la psiquis popular. El paraguayo promedio, incluso si no temía precisamente por su vida, se había acostumbrado a mantener la boca cerrada. Los noticieros televisivos estaban controlados por el Estado y los reporteros elegían cuidadosamente sus palabras para limpiarlas de cualquier matiz sospechoso y para evitar cualquier signo de disidencia política o de mera novedad. La policía del general Stroessner barría periódicamente a liberales y otros supuestos alborotadores con arrestos, tanto masivos como selectivos. Unos cuantos opositores desaparecieron por aquel tiempo para no volver a ser vistos nunca. Muchos otros fueron expulsados del país.

El verdadero propósito de estos arrestos era azotar a los díscolos y demostrar que el gran general podía tomar estas medidas en cualquier momento que quisiera. Los arrestos también servían para deslizar el mensaje de que las señales de relativa moderación nunca deben confundirse con abrir la puerta a un cambio político significativo. El régimen pagó un precio mínimo, en términos políticos, por el efecto máximo de convencer a los miembros de sucesivas generaciones de paraguayos de mantener la boca cerrada. Muchos paraguayos decentes se sentían avergonzados de colaborar con esta triste visión, y algunos otros pueden incluso haber terminado creyendo las afirmaciones estronistas de que la paz y el progreso dependían de mantener a los disidentes en la cárcel.

Reflexionando sobre esa triste situación, Jerry y yo destapamos otra botella. Ya habíamos pasado de especular sobre lo que debería hacer el pueblo paraguayo a especular sobre lo que haríamos nosotros si estuviéramos en su lugar. Desde luego, esto era completamente injusto. Nosotros no compartíamos su historia, sabíamos poco sobre cómo se sentía pasar un tiempo en la cárcel y no temíamos por nuestra situación ni nos sentíamos amenazados, aun a pesar de que no hubiera sido del todo irrazonable sentirnos así. En suma, por buenas que fueran nuestras intenciones, ¿quiénes nos creíamos para tomar decisión alguna sobre el presente y el futuro de Paraguay? Solo éramos dos norteamericanos bebiendo demasiada cerveza en una tarde calurosa.

Una vez que hubimos dejado de lado nuestras esperanzas de una revolución popular en el país, pasamos a pensar en la posibilidad de algún levantamiento de otro tipo. ¿Se podría derrocar a Stroessner desde el interior de las mismas estructuras de poder existentes? Fuimos demasiado pesimistas en este punto, dado lo que, como todos sabemos hoy, sucedió algunos años más tarde con la rebelión del general Rodríguez, a quien considerábamos entonces irremediablemente comprometido por la corrupción del régimen. Nos equivocamos en eso. Sin embargo, tuvimos razón al suponer que en el ejército y la ANR se podrían encontrar individuos dispuestos a unirse en facciones prodemocráticas si se les diera la oportunidad. Lo único que se necesitaba realmente era que alguien tocara una trompeta y contemplara cómo se derrumbaba el castillo de naipes. ¿Pero quién podría hacer eso?

Destapamos otra botella

Fue en este punto donde nuestro pensamiento tomó direcciones muy curiosas. ¿Sería posible, nos preguntamos, que los paraguayos que se encontraban fuera del país se constituyeran en una especie de cuadro democrático que hiciera ese trabajo? En esta parte del diálogo tomamos mucho de la «teoría del foco» del Che Guevara y Régis Debray: si bien las condiciones objetivas para la revolución aún estaban dadas –no, por lo menos, en Paraguay–, podrían crearse las condiciones subjetivas a través de las acciones de ese cuadro. No requerían una movilización política adicional de las masas.

El detalle era que Jerry y yo éramos demócratas, y no leninistas. Vimos los necesarios cambios políticos que surgieron desde Asunción y no desde el campo. Y mientras los focos de izquierda habían fracasado en Bolivia, y, con el ERP, en Argentina, teníamos alguna esperanza de que una alternativa de inspiración democrática tarde o temprano tuviera éxito en Paraguay.

Todo pareció haber cobrado por fin pleno sentido en nuestras mentes, ya completamente ebrias. El resultado de nuestras especulaciones no podía ser más satisfactorio. Haber resuelto felizmente –como creíamos haber hecho– la cuestión del futuro del país requería una celebración. ¿Y cuál es la mejor manera de celebrar? Pedimos otra botella. Esta vez la camarera se acercó a nuestra mesa para anunciarnos que la cocinera finalmente había llegado y que con gusto tomaría nuestra orden de milanesas. Pero ya eran casi las cuatro de la tarde, y nuestros cuerpos ya no estaban de humor para recibir alimentos sólidos. Jerry, tambaleándose, se marchó a su habitación, y yo me dirigí a mi casa, al otro lado de la ciudad, para dormir los efectos del exceso de pilsner. La dictadura, por supuesto, siguió tan fuerte como siempre.

No creo haberle contado nunca antes a nadie esta historia. Ni tampoco haber vuelto a hablar de ella con Jerry. Mis lectores, ciertamente, no deberían tomarla demasiado en serio. Es apenas, por así decirlo, una estampa de otra década. Fuera de eso, ni siquiera estoy seguro del significado que encierra, aparte de sugerir la posible lección de que las teorías de los historiadores se alejan de la realidad política en forma directamente proporcional a la cantidad de de cerveza que toman. El Señorial dejó de existir hace muchos años, y, si no me equivoco, en el lugar donde estuvo ahora hay un negocio de venta de automóviles. Jerry murió en 2014. Pero nuestra conversación melancólica y un poco loca de ese día resuena en mi memoria como un emblema de aquellos tiempos. Es como My Dinner with André, solo que infinitamente más líquido.

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* Jerry Cooney (1940-2014) nació en la localidad de Opportunity, Estado de Washington. En el programa de doctorado en Historia de la Universidad de Nuevo México eligió como campo de estudio la historia de Paraguay, país entonces muy poco conocido en Estados Unidos. Escribió numerosos artículos y libros sobre temas cruciales para comprender la historia y la sociedad paraguayas. Entre sus libros cabe citar: Economía y sociedad en la Independencia del Paraguay (1990), El Paraguay bajo los López. Algunos ensayos de historia social y política (1994), A Guide to Collections on Paraguay in the United States (1995), El Paraguay bajo el Doctor Francia: ensayos sobre la sociedad patrimonial (1996) y Campo y frontera. El Paraguay al fin de la era colonial (2006), los cuatro últimos en coautoría con el profesor Thomas Whigham. [J. Sorel.]

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