El Profeta gua’i

Uno de los muchos episodios memorables de la vida del desaparecido caminante que hablaba de los enigmas del universo en plazas y calles, don Luis Verdecchia, Profeta del Guairá.

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Inesperadamente, el Profeta llegó y, sin saludar a nadie, se sacó la capa y se plantó frente al selecto grupo de ciudadanos que se preparaban para una importante reunión política. Allí, haciendo alarde de equilibrio sobre un muro de dudosa resistencia, se anunció como «el nuevo Mesías» enviado desde el Olimpo para salvar al Paraguay.

Su vestidura inapropiada para el verano –sombrero, bufanda y capa de lana–, sus chancletas gastadas que hablaban del largo camino andado, sus brazos agitados por una inmensa tormenta de ideas, sus ojos hundidos en las órbitas con pupilas de rayos trágicos como para hurgar dentro de las almas y su biblia, según él «la nueva y verdadera», llamaron de inmediato la atención de los presentes.

Al hablar de los problemas del país y de la condición humana, su voz cobró aliento de trueno aprisionado; pero modulada por la gama sutil de la armonía y el arte de su retórica quedó convertida en suspiro que llevaba hasta los oídos de los divertidos oyentes el «nuevo mensaje» con la dulce vaguedad de una caricia parecida a la de una primorosa mañana de mayo.

Aquel día, el Profeta de las grandes tribulaciones habló así:

«Ciudadanos de esta mi ciudad, a pesar de tenerme aquí presente, vuestros entendimientos aun no me ven, por eso aún la paz no está con ustedes. No digo que sean ciegos, pero a quien vive en la sombra encandila mucho la luz.

También a mí, en el pasado, me rozaron al pasar las tinieblas nocturnas con su velo y me asaltaron los negros murciélagos del conformismo. Por eso he atado a mis pies nuevas alas, y a las alas nuevos ojos para ver los caminos que me conducen a sus mentes y corazones. Pues la tierra es redonda, y quien anda por andar no va a ninguna parte.

Hoy estoy aquí, les traigo la nueva profecía, no la antigua de Lucas, Moisés y Jeremías, que, vencida por los siglos, ya no llega al rincón donde los hombres esconden su instinto de destrucción, sino esta que sostengo en la mano, al lado del corazón.

Hace apenas unas horas que llegué de la capital de la República. Ustedes saben que para el presidente y sus adulones el ambiente se puso insostenible… Antes que nadie, comprendí que era el momento que el destino me deparaba: convoqué a la oposición a la plaza y les expuse mi propósito, que era no esperar más y, en nombre de ustedes, encabezar una insurrección, sacar al presidente y quedarme en su sillón.

Lo de sacar al presidente les pareció a todos muy precioso, lo de quedarme en su sentadera, una locura. Preferían que un tal Lembú, primero en la sucesión de la dinastía estercolera, fuera el nuevo presidente. Resolví no escuchar y proseguir la revuelta por mi cuenta y riesgo. Los despedí con palmadas en las espaldas, me lavé la cara, me perfumé los pies con flores de limón y con mi capa marrón al hombro fui y pedí entrevista al presidente. Este me recibió enseguida, pues sabía que la época de las antesalas en palacio para mí había terminado.

–Señor –dije al presidente–, ha llegado la hora de que su excelencia renuncie al poder y me ceda el cargo a mí.

Al oír mis palabras, casi se fue de espaldas. Pero, tartamudeando, me dijo:

–Señor, ¿tú estás loco?

Le dije:

–¿Eso le parece? Lo que parece es que el presidente no está en sus cabales: ¿no se da cuenta de que no puede con el bulto? Antes de que el peso del fardo lo aplaste y quede como un sapo debajo de un camión, es razonable que usted me lo pase a mí, que tengo más espaldas.

El presidente me pidió hablar un minuto por teléfono y, luego de colgar, se levantó con un “No” rotundo en la boca y me mandó echar por la ventana.

Regresé a mi casa rumiando el incidente y fehacientemente comprobé que su actitud no le es propia y que ya no es Pilatos quien se lava las manos ante las injusticias, sino un tal embajador del norte que, tras bambalinas, sostiene a la marioneta. Ayuné siete días antes de filosofar sobre la ambición de poder, no encontré contradicción alguna con mi condición humana y decidí no ceder al amedrentamiento del imperio.

Después de los siete días de ayuno, con mi libro sagrado, mis sandalias gastadas, barbudo, desgreñado y flaco como me ven, volví a salir a caminar las calles de la ciudad que me conducen hacia la ruta señalada por el destino. Así, coincidentemente con el presidente, llegué a una ciudad llena de banderas y muros pintados a la cal.

–¡Pobre de usted, presidente, que se ha desentendido del clamor del pueblo! ¡Ay de los pobres políticos como usted, que cierran sus oídos a mis advertencias y se burlan de mí! –le grité al verlo llegar a la reunión con sus amanerados partidarios, y las gentes, por divertirse, me rodearon, me escucharon y me aplaudieron.

–Profeta, ¿por qué no nos enseña, no nos alumbra con su inteligencia para acompañarle en su disputa por el poder? –me gritó burlonamente un vecino.

Sin más, levanté mi libro sagrado y le dije:

–No sólo tú te vas a volver sabio, sino toda la gente del pueblo.

Y, sin más, todos fueron sabios. Ricos y pobres, criados y sirvientas, peluqueros y barrenderos empezaron a andar como Sénecas, Salomones y Confucios por las calles y plazas de la ciudad. Chureros y carniceros, zapateros y carboneros, los más cerrados de entendimiento se trababan en disputas científicas, no ya sobre las debilidades de la democracia ni sobre la teoría de la evolución, sino sobre el origen del universo y los propósitos de Dios… Pero el pueblo, aunque sabio, nunca es agradecido. Pronto empezaron a burlarse y reírse de mí, sin pensar que podían volver, arrodillados ante mí, a pedirme que les devolviera su antigua ignorancia.

Yo sabía que, para todos ellos, pronto la vida se iba volver insoportable. Los que tienen el cerebro como yo, preñado de ciencia y profundos pensamientos, no soportan un día de trabajo rudo y desprecian los esfuerzos que son de animales. Y como ya no necesitaban caudillos, rompieron los retratos del presidente; se cerraron las escuelas y colegios, pues ya no había a quien enseñar, y los maestros se quedaron sin trabajo, y los antes avispados, al no tener a los rudos de entendimiento de quienes se aprovechaban jodiéndolos, se morían de hambre… La inteligencia se convirtió en una plaga que devoró la riqueza del pueblo. Tuve lástima de ellos, y por tal razón le devolví al pobre presidente su gente y a la gente su presidente.

Enterados de la noticia de la repentina sabiduría que hice alcanzar a la gente, vinieron a verme el Procurador del pueblo y su adjunto.

–¿Estos cornudos no se enteraron o no se interesaron en lo que me hizo el presidente? –pensé. Y repasando lo que pasé como pueblo al ser echado por la ventana del palacio, no les quise recibir, me hice rogar antes de admitirlos en mi morada.

–En nombre del pueblo, venimos a pedir disculpas –gritó el Procurador. Y me juró que el incidente de la capital jamás volvería a ocurrir; que estaban haciendo el máximo esfuerzo para que el presidente, después del regreso de sus viajes al exterior, viniera personalmente a pedirme perdón… Que insistirían en que el señor presidente cambiara su agenda de asistencia internacional para orientar sus pasos hacia mi desagravio. Al fin los recibí y les expliqué que no estaba enojado, pero que habían llegado tarde, que el presidente había echado por la ventana la oportunidad de salvar a la Patria.

Eso fue lo que pasó en Asunción, queridos ciudadanos. Por eso hoy vengo a advertirles: no confíen en lo políticos, que son más traicioneros que las mulas».

Este relato es un respetuoso homenaje a la memoria del «Profeta» Luis Verdecchia, fallecido en el año 2011 y oriundo de la ciudad de Félix Pérez Cardozo, en el Guairá.

catalobogado@gmail.com

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