Conviviendo con el diablo

La indignación inicial, luego de transcurridos un par de minutos, se convierte en una mezcla de sentimientos que van desde la impotencia, rabia y una sensación de vulnerabilidad muy incómoda. Es el sabor amargo que nos queda después de comprobar que en la noche anterior arrancaron de cuajo la tapa del medidor de la Essap colocado en nuestra vereda, y vemos que lo mismo ocurrió también… con todos los vecinos de la cuadra. Cabe aclarar que el original de hierro –ya robado anteriormente- fue sustituido por uno de chapa pintada, donde la colocación y mano de obra fueron más costosas que el precio del sencillo material.

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La noticia se difunde rápidamente, y en el grupo de WhatsApp de vecinos del barrio (¿quién no está en un grupo como ese?) los comentarios van desde “antes no era así”, pasando por “vamos a tener que poner un guardia en cada cuadra” y “la policía está metida luego en esto” hasta el aporte de profunda crítica social de una señora mayor que sentencia en forma tajante “el maligno se enseñorea en nuestras calles”.

Tantas oportunidades perdidas: Siendo un barrio lindo y bien ubicado, con todas las posibilidades de trabajar entre vecinos y la municipalidad para mejorar las plazas, algunos rincones verdes y hasta pintar murales, la función del grupo de WhatsApp se limita a lo que indica su nombre “Vecinos en Alerta”, porque ante la proliferación de rateros, la mayoría de ellos bajo el efecto de drogas, la principal actividad de este grupo de gente es protegerse dando aviso en tiempo real de lo que ve en las inmediaciones.

El sentimiento de frustración después de saber que se llamó al 911 y que jamás aparecieron se hace más fuerte aun cuando vemos en las cámaras de circuito cerrado que el autor de los robos es nada más y nada menos que el hijo de uno de los vecinos y miembro del mismo grupo de la red social; un muchacho díscolo que la familia “ya no sabe cómo manejar y que está dispuesto a cualquier cosa para hacerse de dinero para drogas”. Tampoco facilita la relación con esos vecinos, a quienes saludamos de tanto en tanto, y el guardia de seguridad privada apostado a mitad de la cuadra –un señor muy correcto- manifiesta que se siente de manos atadas.

El flagelo de las drogas, que hace un par de décadas se reducía al consumo -por un lado- de cocaína entre personas de alto poder adquisitivo, mientras que grupos sociales con menos recursos accedían a substancias más baratas y también –irónicamente- menos dañinas, por lo menos algunas de ellas. Pero es a partir de la década de los 80, con el inicio de la elaboración en los suburbios de Nueva York del crack, sub-producto de baja calidad de la cocaína de alto efecto, que el panorama se potencia de forma brutal.

Sin el engañoso charme de la cocaína ni las propiedades curativas de la marihuana, el crack –también llamado chespi, paco y de otras formas según el país- es de lo más adictivo y nocivo que se conoce, y si bien aún no es la droga más consumida, está en camino a serlo, principalmente por su bajo costo. Según la SENAD, una roca cuesta unos 5 mil guaraníes, y en los bañados se consigue por apenas 2 mil.

El cinismo y desprecio absoluto por la dignidad propia y ajena y la vista gorda son factores en común desde varios frentes. Desde el pequeño local de venta de bebidas donde se reúnen jóvenes a la madrugada hasta las playas de vehículos lujosos, desde el abogado especializado en defender a narcotraficantes hasta los miembros de la comisión vecinal que aceptan una donación de quien no puede explicar el reciente origen de su fortuna, el aroma dulce del dinero fácil tiene embotados a todos. Y así, mientras los volúmenes grandes se transportan amparados bajo la custodia de gente ubicada en las más altas esferas, el microtraficante –igual de perverso y criminal- entrega muestras de gentileza a los adolescentes “para que pruebes una vez”.

Aquí hay victimarios, feroces todos, pero muchos escondidos detrás de caretas que disimulan –pero solo para los que no quieren ver- sus verdaderos rostros. Y están las víctimas, jóvenes en su mayoría, muchas de ellas en precarias condiciones de vida, otros ávidos por conocer cosas nuevas, sumando en nuestro país 150 mil que usan esta sustancia regularmente, habiéndola probado ya más de un millón de paraguayos por lo menos una vez. Y si bien se habla mucho de rehabilitación, lo cierto es que la misma es casi imposible, por lo menos para la mayoría.

Las condiciones en que se desenvuelven, sumadas a otros hechos y vicios conexos, los convierten en parias de la sociedad, víctimas de contextos en los cuales las propias familias no supieron tomar las medidas a tiempo y que hoy definitivamente están de manos atadas ante las consecuencias. No existe un plan para recuperarlos, la policía está sobrepasada y no sabe lidiar con el problema y la sociedad está harta por el peligro que representan.

La incómoda realidad, al margen de cómo la llamemos, es que estos prójimos están poseídos y son esclavos de estas drogas, y viéndolos deambular por el centro de Asunción, bajo los puentes, tirados en las plazas o recorriendo como sonámbulos bajo un impulso incomprensible, debemos darle la razón a la señora que, con una simplicidad arrolladora, aseguró que el diablo se enseñorea en nuestras calles.

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