El alto costo social de la no reforma

Con el Presupuesto ya promulgado y vigente para 2023, nueve de cada diez guaraníes de los recursos ordinarios de la administración central, según lo manifestaron las propias autoridades del Ministerio de Hacienda, se destinan a salarios y remuneraciones, jubilaciones y pensiones y servicio de la deuda. Son gastos rígidos que no se pueden dejar de ejecutar, por lo que prácticamente todo el resto de las necesarias prestaciones públicas a la ciudadanía depende de más endeudamiento o de la disponibilidad de fondos extraordinarios. El pretexto utilizado históricamente para no cambiar radicalmente esta situación es el “costo social” que supuestamente tendría que cortar beneficios y achicar la burocracia estatal. En realidad, es todo lo contrario.

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Con el Presupuesto ya promulgado y vigente para 2023, nueve de cada diez guaraníes de los recursos ordinarios de la administración central del Estado paraguayo, según lo manifestaron las propias autoridades del Ministerio de Hacienda, se destinan a salarios y remuneraciones, jubilaciones y pensiones y servicio de la deuda. Son gastos rígidos que no se pueden dejar de ejecutar, por lo que prácticamente todo el resto de las necesarias prestaciones públicas a la ciudadanía depende de más endeudamiento o de la disponibilidad de fondos extraordinarios. El pretexto utilizado históricamente para no cambiar radicalmente esta situación es el “costo social” que supuestamente tendría que cortar beneficios y achicar la burocracia estatal. En realidad, es todo lo contrario.

En total, unas 340.000 personas cobran remuneraciones del Estado. Ahí entran todos. Los permanentes y contratados, planilleros incluidos, los del gobierno central, militares, policías, docentes, los funcionarios del Poder Judicial, del Poder Legislativo, del Ministerio Público, de los entes descentralizados y autárquicos, de las gobernaciones y municipalidades y los políticos que ocupan cargos electivos. En contraposición, hay 3.200.000 personas que trabajan en el sector privado, que no viven del Estado, pero que aportan una parte importante de sus ingresos para mantenerlo. Para justificar el discurso del “costo social”, algunos alegan que a aquellos 340.000 hay que sumarles sus familias, pero estos 3.200.000 también tienen las suyas y poco se menciona acerca del alto y verdadero costo social que paga esta gran mayoría.

Solamente la administración central tiene previsto en 2023 gastar más de 7.600 millones de dólares, sin considerar próximas ampliaciones presupuestarias, de los cuales 4.500 millones tienen que ser aportados directamente por los contribuyentes y el resto es deuda y recursos de otras fuentes que, en última instancia, también salen de los bolsillos de la gente o pertenecen al patrimonio de la comunidad. Para tener una idea, con lo que se gasta en un solo año se podrían edificar y equipar 150 hospitales de alta complejidad o construir una carretera de aquí a Ciudad de México. Y, sin embargo, no alcanza para nada, no hay remedios para pacientes oncológicos cuyas vidas dependen de ello, las escuelas se caen a pedazos, los servicios públicos son de pésima calidad, se bicicletean permanentemente los pagos a proveedores por falta de fondos.

En el Estado la media salarial es varias veces más alta que en el sector privado, nadie deja de percibir religiosamente su sueldo y bonificaciones, se justifiquen estas últimas o no, constantemente se aprueban aumentos salariales indiscriminados sin estar sujetos a evaluaciones de desempeño; durante la pandemia hubo plantillas enteras que directamente dejaron de trabajar, pero no de cobrar; hay muchos más funcionarios de los necesarios en la mayoría de las dependencias; los contratos –que por ley deben ser temporales y por trabajos específicos– se prolongan por tiempo indefinido; pululan casos de gente que ni se va, o que solo aparece a marcar y dedica la jornada laboral a actividades particulares.

El resto de la fuerza laboral, que es más del 90%, no tiene esa suerte. El único ajuste de cinturón que se ha dado en los últimos años y en los peores momentos de la crisis ha sido en el sector privado, donde las empresas, sobre todo las pequeñas y medianas, que son la mayoría, tuvieron que despedir personal por interrupción o reducción de actividades, además de desprenderse de patrimonio para poder pagar las cuentas, donde la gran masa de trabajadores informales y cuentapropistas tuvo una drástica caída de sus ingresos, pero no por eso dejó de pagar el IVA o el Selectivo al Consumo en sus compras, y donde la sociedad vio subir el endeudamiento público percápita no para inversiones de beneficio general, sino para el mantenimiento del aparato estatal.

El excesivo gasto público corriente y el déficit ya crónico de las cuentas nacionales no solamente limita enormemente la capacidad del Estado de dar respuesta a las demandas de la ciudadanía en áreas prioritarias, como salud, educación, seguridad, infraestructura, sino que perjudica a la gente en muchos otros campos. Uno de ellos es la suba generalizada de precios, o pérdida del poder adquisitivo del dinero por desborde de los agregados monetarios, lo cual se constituye en un impuesto encubierto que golpea más a los que menos tienen.

La reforma del Estado, que consiste en la adopción de una serie de leyes y medidas estructurales para sanear la administración pública, racionalizar y mejorar sustancialmente la calidad del gasto gubernamental, es imperiosa e ineludible. Los candidatos que van a competir en las próximas elecciones deben responder si, en caso de acceder al Gobierno, seguirán privilegiando a la minoría del 10% de la población económicamente activa, o, por una vez, se ocuparan de velar por los intereses del 90% restante.

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