Ir a votar implica un compromiso con el país

Pese a que el voto es obligatorio, la participación ciudadana en los comicios generales de 2018 fue de solo el 72%, en tanto que la de los empadronados de entre 18 y 29 años fue aún menor, pues no superó ni siquiera el 53%. Esto significa que casi la mitad de unos dos millones de jóvenes prefirió quedarse en sus casas o realizar otras actividades dominicales, antes que concurrir a las urnas para decidir quiénes habrían de dirigir el país durante un lustro. Se diría que les resultaba indiferente, quizá porque no creían con toda ingenuidad que esa decisión colectiva pudiera afectar de algún modo su presente y su futuro, como si los candidatos y las organizaciones políticas en pugna hubieran sido de igual índole o las actuaciones gubernativas no les alcanzarían.

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Pese a que el voto es obligatorio, la participación ciudadana en los comicios generales de 2018 fue de solo el 72%, en tanto que la de los empadronados de entre 18 y 29 años fue aún menor, pues no superó ni siquiera el 53%. Esto significa que casi la mitad de unos dos millones de jóvenes prefirió quedarse en sus casas o realizar otras actividades dominicales, antes que concurrir a las urnas para decidir quiénes habrían de dirigir el país durante un lustro. Se diría que les resultaba indiferente, quizá porque no creían con toda ingenuidad que esa decisión colectiva pudiera afectar de algún modo su presente y su futuro, como si los candidatos y las organizaciones políticas en pugna hubieran sido de igual índole o las actuaciones gubernativas no les alcanzarían.

Esta actitud pasiva, generada por el desencanto acumulado a lo largo de los años o por el escaso atractivo de los discursos habituales, favorece notablemente a los responsables de la corrupción impune, de la inseguridad diaria o de la miseria educativa y sanitaria. Los beneficiarios de estas desgracias, que castigan a una enorme mayoría de la población, saben movilizar a sus respectivas clientelas con dinero en efectivo o promesas de cargos, para conservar el poder político que les permita aumentar el económico.

Hicieron bien, pues, el cardenal Adalberto Martínez y monseñor Ricardo Valenzuela en instar a los jóvenes a que voten el 30 de abril para tener “el Paraguay que necesitamos, queremos y nos merecemos”, muy distinto del que hoy padece la gran mayoría de la población. La deserción cívica que supondría abstenerse del sufragio –un derecho y un deber– implicaría de hecho tolerar “la corrupción, la impunidad, el crimen organizado y todo tipo de violencia”. A ello se suma, según el prelado, que el dinero sucio “corrompe nuestras instituciones y debilita el sistema democrático”, lo que significa que también está en juego el Estado de derecho, opuesto a la dictadura y a la anarquía. Si, como se ha dicho más de una vez desde la más alta magistratura, la mafia se ha infiltrado en los organismos estatales, tendrá el mayor interés en influir en el desenlace electoral, desplegando sus ingentes recursos monetarios.

Siendo así, es preciso que los jóvenes, que no tienen ataduras con el pasado, se movilicen en defensa de una sociedad agraviada de continuo por una delincuencia presupuestada e insaciable, cuyo estilo de vida se resume en la práctica del enriquecimiento ilícito, mediante el peculado, el tráfico de influencias, las licitaciones públicas amañadas y hasta la compraventa de votos, dentro y fuera del Congreso: la plata sirve no solo para ganar votos, sino también para impedir que se ejerza un derecho, tomando “en alquiler” cédulas de identidad antes de unas elecciones. Bien lo sabe el senador Silvio Ovelar (ANR), quien ha revelado a la ciudadanía que los jóvenes que elegirán por vez primera lo harán por Santiago Peña (ANR) por su “capacidad y formación”, aunque no le importen las paredes llenas de títulos para el desempeño de la función pública, y las chicas “porque es churro”, según dijo en un rapto de franqueza prebendaria.

El “no te metas”, porque la política sería algo muy sucio, es un consejo que favorece a los que mandan en beneficio propio y en el de sus allegados: quieren que los demás solo se ocupen de su vida privada y que, a lo sumo, sirvan para aplaudir sus disparates. Claro que también existe una “tierna podredumbre”, que muy pronto contrae los vicios de sus jefes y se ocupa de adularlos en busca de algún cómodo puesto. Felizmente, son los menos: la enorme mayoría de los jóvenes no está inmersa en ese ambiente tan nocivo para la integridad moral. Es muy bueno que así sea, pero también hace falta que muestren interés en la cosa pública, en provecho de la sociedad y de sí mismos. Quieran que no, cuanto en ese campo se haga o se deje de hacer les va a afectar, más temprano que tarde, salvo que se conviertan en ermitaños. Es necesario, entonces, que acudan a las urnas para contribuir a eliminar esas lacras señaladas por el cardenal, que nos causan tanto daño, y no solo desde el punto de vista material.

Existen valores que pueden y deben ser defendidos con el arma del voto, como la decencia y la justicia, que el dinero malhabido agravian a diario desde el poder político mediante ese mismo recurso infame. He aquí un perfecto círculo vicioso, que encierra a las personas honradas y las somete a la ignominia de ser regidas por sinvergüenzas. En última instancia, se trata de una cuestión de dignidad, que los jóvenes no deberían rehuir, si las virtudes cívicas aún significaran algo en un país tan castigado por el latrocinio, que mata en los hospitales carenciados y maltrata en las escuelas ruinosas. Ir a votar implica, pues, un compromiso con el país, a ser asumido también cada día con una conducta acorde al bien común, pisoteado por los corruptos y los prepotentes de turno.

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