La altísima informalidad hace inviable el desarrollo nacional

Entre los datos dados a conocer por el Instituto Nacional de Estadística sobre la evolución del empleo en el primer trimestre resalta uno que, aunque conocido, reviste crucial importancia social y económica para el país pero que no recibe la debida atención de los responsables de elaborar e implementar las políticas públicas. El 62% de las personas ocupadas en áreas no agropecuarias se desempeñan en el sector informal, en el sentido de que no están inscriptas ni en el Registro Único de Contribuyentes ni en ningún sistema de seguridad social. Y a eso hay que agregar el trabajo rural, que compone un cuarto del total y donde el porcentaje es probablemente todavía mayor. Con este nivel de informalidad el desarrollo nacional es inviable.

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Entre los datos dados a conocer por el Instituto Nacional de Estadística sobre la evolución del empleo en el primer trimestre resalta uno que, aunque conocido, reviste crucial importancia social y económica para el país y, sin embargo, en los hechos no recibe la debida atención por parte de los responsables de la elaboración e implementación de las políticas públicas. El 62% de las personas ocupadas en áreas no agropecuarias se desempeñan en el sector informal, en el sentido de que no están inscriptas ni en el Registro Único de Contribuyentes ni en ningún sistema de seguridad social. Y a eso hay que agregar el trabajo rural, que compone un cuarto del total y donde el porcentaje es probablemente todavía mayor. Con este nivel de informalidad el desarrollo nacional es inviable.

Desde el punto de vista económico, la informalidad es directamente proporcional a la pobreza y el subdesarrollo. No por casualidad la generalizada informalidad es una característica común de los países pobres. La razón es que las unidades económicas informales, que como regla son muy pequeñas e inestables, tienden a ser mucho menos eficientes y productivas y mucho menos rentables que las formales. Se creerá que la excepción son las grandes organizaciones criminales, pero aun estas salen perdiendo en comparación con las corporaciones formales, con la salvedad de que, obviamente, no podrían llevar adelante sus actividades delictivas en el mercado abierto.

Esto tiene que ver con un conjunto de factores, en no poca medida la dificultad o imposibilidad de acceder al crédito en mejores condiciones y de sostener los negocios con licencias, títulos de propiedad y una mayor seguridad jurídica, todos los cuales constituyen incentivos poderosos para la acumulación de capital, la reinversión y las economías de escala. En el mercado informal predominan las unidades unipersonales o muy pequeñas que nacen y mueren permanentemente, carentes de suficientes ingresos para asegurar su sustentabilidad.

La informalidad también tiene directos efectos en la seguridad ciudadana y en la criminalidad, muestra de lo cual es que, a su vez, los países con mayor informalidad son también los más inseguros. Ello es así porque en el mercado negro por lo general los componentes de la competitividad no son la eficiencia, la diferenciación, la buena administración, el servicio al cliente, la confiabilidad, sino la eficacia en la evasión de las normas y en la adecuación a la ley del más fuerte.

Esto no significa que todos los trabajadores informales sean criminales ni muchísimo menos, pero sí que los criminales se valen, y a la vez estimulan las redes de distribución informales. Por ejemplo, no existiría el robo de celulares si no hubiera pequeños puestos donde los vendan. Lo mismo con el contrabando, la piratería y cualquier otra actividad ilegal. Y en mayor grado, las grandes bandas de delincuentes y el crimen organizado se sustentan exclusivamente en el mercado negro, donde los más competitivos son los más despiadados y los más violentos, dispuestos incluso a recurrir a la tortura y al homicidio para obtener sus rentas ilícitas.

Otro aspecto de suma relevancia es que la informalidad profundiza la pobreza a largo plazo de los trabajadores al excluirlos de los sistemas de seguridad social, a la par de poner en riesgo la sostenibilidad de las finanzas públicas. En el Paraguay menos del 20% de la fuerza laboral, incluyendo al sector público, está afiliado a algún plan jubilatorio. Demográficamente nuestro país todavía tiene una población relativamente joven, pero eso se está revirtiendo rápidamente. Más temprano que tarde habrá grandes y crecientes contingentes de personas que ya no estarán en edad de trabajar y no tendrán ingresos, lo cual constituye una enorme carga potencial para los contribuyentes y la ciudadanía.

Para tener una idea, si hoy el 62% de la mano de obra no agropecuaria es informal, ello equivale a 1.500.000 personas que el día de mañana no tendrán jubilación. Si el Estado tuviera que asistirlos, solo para pagarle la mitad de un sueldo mínimo a cada uno se requeriría la exorbitante suma de 3.500 millones de dólares al año, seis veces más de lo que se acaba de negociar en Itaipú únicamente para ese fin.

Muchos tomadores de decisión hablan de este tema, pero poco y nada se hace para remediarlo o revertirlo. La experiencia demuestra más que sobradamente que la solución no pasa por la represión, sino por la implementación de incentivos correctos que promuevan, faciliten y abaraten la incorporación al mercado formal de las empresas y los trabajadores. Solo así podremos en el Paraguay aspirar a un país más próspero, equilibrado y pacífico.

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