Haití, una bomba de relojería

El asesinato del presidente de Haití Jovenel Moïse el pasado 7 de julio sacude al mundo y nos alerta contra una posible intervención estadounidense en línea con la dolorosa historia de un país trágicamente marcado por las políticas imperialistas, como expone el sociólogo e historiador Ronald León Núñez en el siguiente artículo.

“Revuelta de los negros, masacre de los blancos” (del libro Saint-Domingue, ou Histoire de Ses Révolutions, París, Imprenta de Tiger, 1819).
“Revuelta de los negros, masacre de los blancos” (del libro Saint-Domingue, ou Histoire de Ses Révolutions, París, Imprenta de Tiger, 1819).GENTILEZA

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El asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse sorprendió el mundo. Aparentemente, fue ejecutado por un grupo de sicarios extranjeros, la mayoría exmiembros del ejército colombiano, y algunos estadounidenses. El mentor del crimen sería un médico residente en Florida, llamado Christian Emmanuel Sanon. Por lo menos, esta es la versión de las autoridades locales. Pero todavía faltan piezas en el rompecabezas que supone el magnicidio que sacude el país caribeño, el más pobre de las Américas.

La policía mató a tres colombianos y detuvo a otros 17 sospechosos. Los investigadores señalan a 28 involucrados. Pero las motivaciones del atentado son desconocidas. El gobierno colombiano reconoció a seis de los detenidos como integrantes retirados de sus fuerzas armadas y ofreció su colaboración para resolver el caso. De hecho, los exmilitares colombianos, experimentados y altamente entrenados, son codiciados por las empresas de mercenarios que operan en lugares como Irak, Afganistán, los Emiratos Árabes Unidos y Yemen.

Así, la crisis que recrudece en Haití adquiere una incierta dimensión internacional. Estados Unidos teme una crisis migratoria. República Dominicana, país vecino desde 1821, también. Colombia no puede ignorar el hecho debido a la procedencia de los mercenarios. Todos están preocupados con la posibilidad de un estallido social violento. En nivel interno, las consecuencias políticas son imprevisibles.

Si echamos un vistazo a la historia, el último asesinato de un presidente ocurrió en 1915, cuando Vilbrun Guillaume Sam fue linchado y desmembrado por una multitud furiosa que luego recorrió la ciudad exhibiendo partes de su cuerpo en la punta de largas varas; esto llevó a una ocupación militar de Estados Unidos que duró 19 años.

El magnicidio abrió una crisis institucional muy seria. El primer ministro, Claude Joseph, tomó la iniciativa y declaró el estado de sitio en todo el territorio, otorgando amplios poderes al ejército. Sin embargo, el neurólogo Ariel Henry reivindica para sí el cargo que ostenta Joseph. Henry había sido nombrado por el difunto mandatario dos días antes de su asesinato, pero no pudo asumir sus funciones. Hubiera sido el séptimo primer ministro del gobierno de Moïse, un hecho que puede comprenderse mejor si tenemos en cuenta que Haití tuvo 20 presidentes en 35 años. Para complicar la cosa todavía más, el 9 de julio un grupo de senadores acusó a Joseph de «instigar un golpe de Estado» y exigió que Joseph Lambert, presidente del Senado, asumiera el poder. Una solución constitucional para ese impasse pudo ser la asunción al mando del presidente de la Corte Suprema. Pero René Sylvestre, el último hombre que ocupó ese cargo, engrosó las estadísticas de víctimas de covid-19 hace un mes.

Por otro lado, las elecciones presidenciales y legislativas, convocadas para fines de setiembre, ahora están en tela de juicio. La sucesión legal de Moïse se anticipa turbulenta, sobre todo si consideramos el contexto de un país devastado por la expoliación del imperialismo, la opresión de sanguinarias dictaduras, la acción de bandas paramilitares que siembran el terror entre el pueblo, los desastres naturales y un drama social espantoso. La inestabilidad política se agudiza en la nación caribeña en medio de una situación desesperante para las masas trabajadoras. Para hacerse una idea, Unicef declaró que el país está sumido en «la peor crisis humanitaria de los últimos años».

No puede decirse que el pueblo haitiano tenga motivos para lamentar la muerte de Moïse, un representante de la burguesía nativa –una clase dominante raquítica, despiadada con el pueblo pero servil a las potencias mundiales– que gobernó con métodos dictatoriales.

El presidente asesinado este mes había llegado al poder con las credenciales de un exitoso empresario. Su actividad principal fue la producción de bananas orgánicas. Sus productos agrícolas se exportaban a Europa, principalmente a Alemania. Con la fama de «el hombre de las bananas», fue escogido como candidato del partido Tèt Kale por el entonces presidente Michel Martelly, que preparaba su sucesión. En noviembre de 2016 resultó vencedor en las elecciones y comenzó su mandato el 7 de febrero de 2017.

El gobierno de Moïse estuvo marcado por graves denuncias de corrupción y sucesivas olas de protestas sociales. El pico de la movilización popular fue en 2019, cuando miles de personas en las calles prácticamente paralizaron el país. El detonante fue la dramática crisis humanitaria, agravada por un escándalo de corrupción que implicó a los principales cargos del gobierno, acusados de malversar US$ 3800 millones de PetroCaribe, un programa venezolano de asistencia petrolera. El grito de «¡Fuera Moïse!» tomó las calles.

Pero Moïse nunca pensó en dimitir y respondió con una dura represión. En octubre de 2019 suspendió las elecciones parlamentarias. En enero de 2020 disolvió el parlamento y a todos los intendentes y pasó a gobernar por decreto. Moïse no podría haberse presentado en las elecciones convocadas para el 26 de setiembre. Por ese motivo, convocó un referendo constitucional el mismo día de los comicios. Él decía que esto serviría para «modernizar» la constitución, pero la oposición denunció que su verdadero objetivo era eliminar el artículo que impedía su reelección.

Tanto el primer ministro interino como la llamada comunidad internacional –Washington, el Consejo de Seguridad de la ONU y la Unión Europea– están preocupados por la posibilidad de que esta nueva crisis espolee nuevas movilizaciones populares que cuestionen los negocios imperialistas realizados en conjunto con la burguesía haitiana. El fantasma del «caos social» reaparece en los pasillos de los palacios. El gobierno de Biden reconoce a Joseph como jefe de gobierno.

Es probable que el asesinato de Moïse haya sido un ajuste de cuentas entre facciones burguesas. Enemigos políticos no le faltaban, sobre todo entre sectores oligárquicos apartados de los negocios más suculentos.

Tampoco se debe descartar que esta crisis lleve a una intervención militar imperialista. Con la excusa del «descontrol social e institucional», las autoridades haitianas pidieron a Estados Unidos y a la ONU el envío de tropas para proteger el puerto, el aeropuerto, las reservas de gasolina y otras infraestructuras clave. El Departamento de Estado y el Pentágono confirmaron esa solicitud, pero aun no confirmaron si habrá despliegue militar.

Haití fue ocupada por Estados Unidos en varias ocasiones. La última ocurrió entre 2004 y 2017 bajo la forma de una «misión humanitaria», la Minustah, que estuvo liderada por tropas brasileñas –enviadas por el entonces presidente Lula, de común acuerdo con George W. Bush– e integrada por efectivos de varios ejércitos latinoamericanos –muchos de ellos gobernados por presidentes considerados «progresistas», entre ellos el exobispo paraguayo Fernando Lugo–. Esta misión nada tuvo que ver con garantizar la «paz» en Haití sino con proteger las inversiones imperialistas y mantener el buen flujo de los negocios legales e ilegales. Es evidente que esa ocupación militar, con la cobertura engañosa de la ONU, no solucionó ninguno de los problemas que azotan al pueblo haitiano. Por el contrario, dejó un legado de opresión y de ejercicio de todo tipo de violencia, con numerosas denuncias de abusos sexuales, homicidios y propagación del cólera (1).

No es difícil entender el odio reflejado en las paredes de la antigua sede de la Minustah, apedreadas una y otra vez por los vecinos.

Haití es un país extremadamente pobre, pero su pueblo es valiente. Es consciente de su historia. Es el único país que garantizó su independencia por medio de una revolución liderada por esclavos negros que derrotó a los imperios de Francia, España y del Reino Unido entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX. Así, se convirtió en la primera nación independiente en Latinoamérica, la segunda república más antigua del hemisferio occidental después de Estados Unidos. Si se trata de identificar un proceso anticolonial verdaderamente radical y popular, la revolución haitiana liderada por los «jacobinos negros» no tiene paralelo en las Américas (2). No solo abolió la esclavitud, sino que, para consolidarse, exterminó físicamente a miles de antiguos propietarios blancos. Dessalines, el líder que proclamó la independencia, declaró: «Hemos dado a estos verdaderos caníbales guerra por guerra, crimen por crimen, indignación por indignación. Sí, he salvado a mi país, he vengado a América» (3).

El imperialismo nunca perdonó la osadía del pueblo haitiano. Lo sometió a todo tipo de sanciones, pesadas deudas, ocupaciones militares. En 1825, para reconocer la independencia del país, Francia impuso una deuda de 150.000.000 de francos en oro. El poder colonial del que los haitianos se habían liberado lo consideraba una compensación por las propiedades perdidas durante la revolución negra, tanto tierras como esclavos. Ese valor equivalía a una década de ingresos del gobierno haitiano. La deuda quedó saldada en 1947, luego de una espiral sin fin de préstamos, con tasas de intereses exorbitantes, contraídos con bancos franceses, estadounidenses y alemanes. Haití pagó un alto precio por su rebeldía.

En 2021, el 60% de la población haitiana sobrevive en la pobreza. La ONU estima que casi cuatro millones de haitianos, entre una población de 11,5 millones, sufre inseguridad alimentaria, es decir, no saben cuándo será su próxima comida. Una quinta parte de sus habitantes se vio forzada a emigrar. La pésima infraestructura potencia el poder destructivo de cualquier fuerza natural. El terremoto de 2010, por ejemplo, mató más de 300.000 personas. Además, 1.500.000 personas quedaron sin hogar. En 2016, el huracán Matthew barrió el suroeste del país provocando más de 900 muertes. El huracán Laura tocó tierra en agosto de 2020, en plena pandemia, dejando un saldo de decenas de muertos y cuantiosos daños materiales a su paso.

Sin un sistema de salud pública propiamente dicho, las epidemias causan estragos entre la población. El brote de cólera de 2010 mató por lo menos a 8.000 personas. Si analizamos los efectos de la pandemia, hasta ahora se registraron 19.220 casos de covid-19 y el número de muertes alcanza 471, pero los especialistas coinciden en que las cifras reales son mucho mayores, debido a la falta de registro. Haití no ha recibido una sola vacuna anticovid.

La situación continúa tensa. La Casa Blanca anunció el envío de agentes del FBI y del Departamento de Seguridad Nacional para investigar el atentado y salvaguardar «el orden». Estados Unidos también donará cinco millones de dólares para fortalecer a la policía haitiana y un lote no especificado de vacunas contra el covid-19. Pero la dinámica de la situación puede hacer que la administración de Biden decida intervenir de modo más contundente.

La historia muestra que ni la oligarquía gobernante ni el imperialismo merecen la confianza del pueblo haitiano. Cualquier tipo de intervención extranjera debería ser rechazada categóricamente. Solo sería razonable aceptar ayuda humanitaria ofrecida de manera incondicional. Conviene fijar nuestra atención en la crisis haitiana y demostrar solidaridad internacionalista hacia su gente. Haití es una bomba de relojería. Pero esto no es necesariamente algo malo. Depende de dónde estalle. La clase trabajadora haitiana, heredera de una profunda tradición de lucha, puede irrumpir en la escena política en cualquier momento.

Notas

(1) Ver: https://elpais.com/elpais/2019/12/27/planeta_futuro/1577452942_105813.html.

(2) Sobre la revolución haitiana, a nuestro criterio no existe mejor referencia que el libro de C. R. L. James publicado en 1938 Os jacobinos negros: Toussaint L’Ouverture e a revolução de São Domingos. São Paulo: Boitempo, 2000.

(3) Jeremy Popkin: A Concise History of the Haitian Revolution. Chichester, West Sussex: Wiley-Blackwell, 2012, p. 137.

rleon@usp.br

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