El remordimiento de Dimas Aranda

De un regreso al hogar de la infancia y al origen de un poema nos habla este bello artículo del escritor Catalo Bogado, que es un homenaje al desaparecido poeta de la «generación del 50» Santiago Dimas Aranda, una de las voces más notables de la poesía social en Paraguay.

Santiago Dimas Aranda (1924-2015).
Santiago Dimas Aranda (1924-2015).Archivo, ABC Color

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Es extraño que se lo recuerde tan poco. Santiago Dimas Aranda es uno de los escritores más pulidos que tuvo el Paraguay. Fue poeta, narrador, dramaturgo y coautor de la polca Obrerito con José Asunción Flores. Por sus ideas libertarias, por sus escritos, que denunciaban las injusticias y la violencia contra el pueblo condenado a vivir en la pobreza, fue encarcelado, torturado y desterrado durante la larga dictadura del general Alfredo Stroessner. Su historia, por sus trágicas características, representa la de toda una generación que sufrió persecuciones y tuvo que marcharse del país a vivir las miserias del destierro. El castigo para los trabajadores de la cultura paraguaya, desde la Revolución del 47, fue brutal e inconmensurable en sus efectos. Casi la totalidad de los artistas que hicieron grande espiritualmente al Paraguay tuvieron que tragarse el amargo pan del exilio forzoso. Fue una larga y trágica noche en la que la gente pensante apenas tenía dos salidas, ambas nefastas: la emigración o la claudicación. Los artistas huían de la tortura –física y psicológica– y de la muerte. No pocos, al verse acorralados por la indignidad de la claudicación, pensaron en el suicidio, y no pocos lo lograron.

La diáspora paraguaya, proporcionalmente, sin duda fue en esos años la más grande de la historia americana. No hubo frontera de la nación que viera a sus hijos alejarse con una maleta en la mano cargada de tristeza e incertidumbre, dejando a las personas amadas con la mirada húmeda y los labios temblorosos sin la seguridad o la esperanza de volver. El exilio, sin embargo, es como la guerra: se sabe cuándo comienza, pero no cuándo termina, y aunque la mayoría dejó sus huesos en tierras lejanas, don Santiago, venciendo al tiempo, volvió.

Aunque en los textos Dimas Aranda aparece como nacido en Villarrica, vino al mundo el 25 de marzo de 1924 en la agreste compañía guaireña llamada Perulero, palabra que significa «gente venida del Perú». Aunque esta aldea, una compañía del distrito de Ñumí, hasta principios del siglo XX era un sitio bien poblado, hoy se ha reducido a unas cuantas casitas que parecen darse la espalda.

Ya en el ocaso de su vida, allá por el 2012, don Santiago, sabiendo que mis abuelos maternos también fueron de Perulero, me manifestó su deseo de volver a ver, antes de partir al mundo desconocido, el terruño donde había pasado su niñez, y un día, tras programarlo con doña Chiquita, su esposa, hicimos el anhelado viaje.

Fue un viernes. El sol de la mañana nos sorprendió recorriendo las silenciosas calles de Villarrica. Luego visitamos el Museo Fermín López. Allí, don Santiago, como queriendo evitar la conversación sobre el verdadero propósito de nuestro viaje, pasó horas hablando de Ortiz Guerrero: «Yo también fui como Manu, viví de las letras…», dijo, explicando que en Buenos Aires se volvió experto en reparación de máquinas de escribir.

Cerca del mediodía llamé a mi madre para decirle lo mismo de siempre: que «desplume» una gallina, que iba a tener visitas. Dejamos la capital guaireña y nos dirigimos a nuestro objetivo. Pasando la Colonia 14 de Mayo, al cruzar el arroyo Remansito, en la lomada del lado izquierdo de la ruta, en medio de un paisaje de ensueño enmarcado por verdes praderas y con el azul cerro Yvytyrusú como fondo, estaba la antigua aldea denominada hasta hoy Colonia Perulero. Al llegar, paramos el auto en la sombra de un bosquecito raleado, y don Santiago empezó a señalar con su bastón los lugares donde antaño estuvieron las casas de las familias que habitaban sus recuerdos. «Allí nació “el hombre del tiempo”, don Fermín Villalba; allá el monseñor Silvero, y más allá el otro monseñor, Rodríguez...», se decía en voz alta a sí mismo.

–Y la casa de ustedes, ¿dónde estaba? –preguntaba, impaciente, doña Chiquita.

–Nuestra casa... debemos ir al otro lado de la loma...

Subimos al auto y, a unos quinientos metros de la ruta, en un lugar donde no había huella de nada, señalando con el bastón un añejo guajayvi, don Santiago dijo: «Pare aquí... Es el árbol, aún está...». Abrió la puerta del auto y a grandes pasos se dirigió al frondoso árbol. Intrigados por su entusiasmo, descendimos y fuimos tras él a cobijarnos a la sombra del añoso árbol. Don Santiago, sumido en sus recuerdos, acariciando la madera de su bastón, daba vueltas alrededor del tronco del guajayvi.

–¿Aquí estaba la casa de los Aranda Rojas? –le pregunté.

–No, la casa estaba allá, donde están esos naranjos. Aquí, en este árbol... en el ramaje de este árbol –dijo, con un nudo en la garganta– fue donde un día desgraciado destruí el amor de dos alondras –y volvió al auto limpiando los vidrios de sus anteojos, empañados por la lluvia de un doloroso recuerdo.

Don Santiago Dimas Aranda Rojas partió a la eternidad el 3 de agosto del 2015. Un adagio popular dice: más vale tarde que nunca. El poema que publicamos abajo permitirá a los lectores entender mejor este breve relato, y a nosotros, rendir un sentido homenaje al noble artista que, por testimoniar el dolor de su gente, soportó la persecución de la dictadura más larga y sanguinaria que tuvo el Paraguay.

<b>Un amor que destruí cuando niño</b>

Por Santiago Dimas Aranda

Era una alondra

y era otra alondra.

Era la amada

y era el amante.

El tálamo nupcial era un ramaje

donde dos vidas al amor cantaban.

Y los días pasaban.

Ternura y cadencias la fronda mecían.

Yo, un niño, jugaba,

reía, soñaba,

miraba, admiraba tamaña ventura,

altar do Natura

plasmara dos almas

dos dichas con alas

colmando la tibia floresta de arrullos

y de melodías.

Llegada la aurora,

yo estaba en la fronda

donde disfrutaba de agreste caricia.

¡Qué lejos estaban de mí las malicias!

Ingenuos los ojos de la infancia mía,

ingenua la dulce y aromada umbría

que en tierno connubio bendecía la vida.

Feliz primavera.

Felices las flores.

Feliz la alquería.

Yo sólo era un niño, candor y alegría,

pájaro entre pájaros,

florecilla humilde

que entre la arboleda simplemente crece.

Mas, ¡ay, la aventura!

¡La oscura aventura!

¡El ingenio cruel!

Un día malsano

me armé de una honda,

y al nido encantado

macabra pedrada

le arrojé feroz.

Cayó un cuerpecito temblando

y yo,

festejando mi increíble hazaña,

me lancé gritando por aquel sendero

que minutos antes

estaba tan lleno de cantos,

tan lleno de cantos.

Y volví a la tarde.

Visité la fronda.

Visité aquel nido donde hermosa vida

yo mismo aplastara con mano asesina.

Mas, he aquí el asombro:

ya muerta la amada,

un contrito amante cubría a los hijos.

Llamaba, llamaba, llamaba y lloraba...

Verídica lágrima que el pecho calaba

mojaba aquel nido.

Caí de rodillas.

Nublaron mis ojos.

Mis dedos crispados hirieron mi rostro.

Lloré amargamente,

con ese dolor tan puro y profundo

que sólo conocen los niños,

¡oh, Dios!

Corrí por el prado,

por aquel sendero

ahora tan lleno, tan lleno de llanto.

¡Corría espantado de mi propio horror!

catalobogado@gmail.com

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