El portal infinito (II)

En 2019, una joven profesora universitaria y su pareja encontraron, a 500 kilómetros de Buenos Aires, cientos de libros abandonados que pertenecieron a Augusto Roa Bastos. La protagonista de este descubrimiento nos cuenta en primera persona la historia de los libros perdidos de Roa Bastos en El Suplemento Cultural en esta nueva serie, «El portal infinito». Esta es la segunda entrega.

"Los exiliados", de Gabriel Cassaccia, con dedicatoria de puño y letra del autor para Augusto Roa Bastos.
"Los exiliados", de Gabriel Cassaccia, con dedicatoria de puño y letra del autor para Augusto Roa Bastos.

Cargando...

Pasaron meses hasta que acepté iniciar la tarea. Digo «acepté» porque la incertidumbre inquietaba a mi familia, que respetaba mi proceso pero insistía en hablar del contenido secreto de las cajas. Fue un domingo de lluvia, después de comer un asado. Preparamos el terreno y los corrimos al centro del garaje. Acordamos sacarlos de a uno porque nadie quería perderse nada. Abrimos una planilla Excel para catalogarlos. Dividimos roles: sacar, dictar, registrar, guardar. Entonces no lo sabíamos, pero el aire se iba cargando de magia. Qué libro veríamos primero, cuál sería el siguiente, qué tan lejos llegaríamos hasta encontrar el tesoro. Todo parecería orquestado.

Algunos estaban destrozados y fue imposible unir las páginas o encontrar las tapas. También había revistas más recientes, del 2000 en adelante, unas pinturas de un catálogo digital impresas en papel fotográfico, un manual de portugués para niños pequeños con actividades realizadas en lápiz por una tal «Emma», una compilación de poesía, un ticket de compra de una librería céntrica. Y de pronto, entre todo aquello, como una pista plantada por quien desea revelar algo, un recorte de diario: era una noticia digna de un cuento sobre una mujer que había vivido toda la vida con su gemela en el cuerpo. La leí en voz alta y nos revolucionó un poco. Analizamos entre risas la posibilidad de vivenciar experiencias que bien podrían ser parte de una historia de ficción. Continuamos. Un libro de Bécquer, un papelito suelto con una letra F, otro recorte; esta vez era un pequeño relato sobre un poeta paraguayo.

–Cuántos recortes, ¿no? –nos miramos intrigados.

–Esta biblioteca debe haber sido de un lector empedernido… Miren este, se corresponde con el cuento. Guardaba notas periodísticas sobre temáticas afines adentro de sus libros…

Lanzábamos conjeturas, extasiados. Ante cada descubrimiento pensábamos que aparecería algo más grande. Como si fuera poco, las obras eran excepcionales: poesía, novela, cuentos, teatro, lingüística. Yo sentía que había encontrado los libros para el resto de mi vida. En simultáneo, seguían brotando objetos llamativos: una foto, unas hojas escritas con tinta azul y caligrafía envidiable, una carta mecanografiada sin firmar.

–¡Uy, qué librazo! Este lo leí de chica.

–Miren este, está en otro idioma… ¿Será guaraní?

–¡Es guaraní! ¡Si estuviera el abuelo, podría traducirlo!

–¿Y este? Tiene una dedicatoria: A Augusto Roa Bastos… ¿Roa Bastos?

Mamá me miró absorta. Siempre fue una buena lectora. Durante nuestra niñez nos contaba de memoria (no encontraba el libro) su cuento preferido de la infancia: Pollito de fuego. Años más tarde, al volcar sobre la mesa los ejemplares de colección que recibí como agradecimiento por la devolución de los libros y ver un ejemplar de Pollito de fuego, mamá suspiró ante «su cuento», «nuestro cuento». Entonces me convencí de que este rompecabezas comenzó a armarse mucho antes de encontrar los libros.

Pero aún no lo sabía cuándo encontré aquel primer libro con la dedicatoria que nos enfrentó a la realidad-ficción de tener en nuestras manos algo más preciado de lo esperado: era un ejemplar de Los exiliados, novela del escritor paraguayo Gabriel Casaccia. En ese momento caímos en un túnel, y fue la biblioteca antes dormida la que extendió para nosotros el puente que nos llevaría al portal.

Se desató el nudo que protegía el tesoro.

A medida que abríamos las cajas, la emoción se multiplicaba: fotos de Roa sonriendo junto a una mesa llena de ejemplares de Yo el supremo, Augusto y amigos parados frente a una casa y flores, una pareja sentada al sol en la playa; cartas de escritores de renombre pidiéndole correcciones de sus obras, respuestas de Roa quizá nunca enviadas. El cuento de los libros perdidos comenzaba entonces; y con el tiempo detenido en ese instante, bien podría decir así:

«Eran las 15:43. El piso estaba lleno de libros húmedos y la familia sonreía. Se oía la lluvia y el golpeteo de sus corazones extasiados.

Detrás del caos de cajas, en un rincón, muy quieto, pero también sonriente, los miraba aliviado Augusto Roa Bastos».

En medio de aquella escena convulsionada en la que todos queríamos descubrir algo novedoso, procesaba dificultosamente la situación. Me detuve en fragmentos, notas al margen, facturas de compra. No lograba asumir plenamente que todo aquello me perteneciera, aunque lo tuviera allí, abandonado y sucio. Mi cabeza daba vueltas. Aún pesaba con fuerza mi frustración literaria; y el encuentro repentino con la posibilidad de unir realidad y ficción me mantenía inquieta. Necesitaba encontrar una explicación razonable para el suceso, y por eso buscaba «algo»: una carta secreta, un cassette con mensaje oculto, una prueba de que había un motivo para descubrir una biblioteca abandonada cuyo dueño había sido un amante absoluto de las letras reconocido a nivel mundial.

Cuando empezaba a sentirme desesperada, de uno de los libros cayó un papelito sobre mi falda. Sentí el calor de quién busca objetivar lo infinito y se encuentra con una señal mística que lo tumba de un golpe. Escrito a mano con tinta negra decía: «Yo sueño cuando no duermo. Cuando duermo no sueño». El libro tenía la firma de Augusto Roa Bastos. La caligrafía era idéntica. Esa frase la había escrito él. Por primera vez (luego volvería a sentir esto muchas veces), Roa me hablaba. Me acurruqué para leerla de nuevo; el momento debía ser poético, coherente con la ocasión. Me interpeló el contenido.

¿Quién sueña cuando no duerme sino alguien que cree en portales donde la realidad, a veces, es mejor, más humana y empática? ¿Para qué soñar dormido, si en tiempos duros resulta mejor soñar despierto? No sé si interpreté bien la frase, pero significó un abrazo grandioso en medio de aquella crisis de emociones. La biblioteca perdida estaba allí, delante de mis ojos. Y gritaba que la casualidad seguiría construyendo puentes para creer en la magia.

Con mi familia acordamos tácitamente no decir nada del hallazgo. No sabíamos qué hacer, pero teníamos claro que, de algún modo, se nos había asignado la tarea de protegerlo. ¿A quién llamar, en quién confiar? ¿Hasta dónde contar? Fuera de las paredes de la casa, nadie mencionaba los libros, pero adentro no se hablaba de otra cosa. Las hipótesis nos desbordaban: le habían robado sus libros; se había escondido de los militares en un campo de la zona; tuvo que huir y no pudo llevarlos… Desde entonces, todas las cenas familiares eran con Augusto. Siempre surgía algo nuevo para contar. Debatíamos durante horas en la sobremesa… Y, mientras tanto, leíamos.

Personalmente sentí pudor ante la idea de empezar por una obra de Roa. Además, considerando que Los exiliados, de Casaccia, había sido el primer libro que él eligió para introducirme en el portal, me pareció justo partir de allí. Entonces ya estaba segura de que no encontraría señales lógicas en la biblioteca perdida, y preferí dejarme llevar por las casualidades. Luego supe que la elección fue correcta. El libro es una obra maestra sobre el dolor del desarraigo y me ayudó a empatizar con el sentimiento tan triste de quienes deben vivir lejos de casa. Años más tarde, el contenido de esta obra me daría el empujón necesario para soltar mi tesoro y enviarlo de nuevo a Paraguay. No sé cuál leí después, pero sí que me juré leer todos los libros antes de liberarlos.

(Continuará…)

*La primera entrega de esta serie, «El portal infinito (I)», está publicada en El Suplemento Cultural del 03/09/2023.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...