El mejor escritor del mundo se llamaba Paul Auster y murió en Nueva York

«Auster era el escritor que todos los escritores querían ser. No el autor de los libros que todos habían querido escribir. Nadie querría vivir las vidas de Kafka o Celan». Con ustedes, desde Buenos Aires, el inimitable Alfredo Grieco y Bavio.

El escritor Paul Auster a finales de los 80. GETTY
Paul Auster a fines de los 80 (GETTY)

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Cuando el 30 de abril de 2024 murió casi octogenario en Nueva York, el escritor más famoso del mundo se llamaba Paul Benjamin Auster. Sí, él mismo. En sus ficciones posmodernas, el instante decisivo era rutinario y entrañable. Con las palabras más audibles jamás pronunciadas a media voz nos revelaban que el libro de Auster era sobre Auster. El tema de la narración era la Narrativa, el profeta era el Mesías, el narrador el personaje más importante el autor eran el Escritor. Todo será posible menos no llamarse Pablo, Yo podía ser cualquiera a condición de nunca ser Otro. Auster era Auster era Auster.

En el texto donde su viuda Siri Hustevdt, escritora como su ex primera esposa, comunicó la noticia de la muerte, la revelación llegaba de inmediato. El sujeto gramatical (el protagonista) era el novelista Paul Auster. Cuando Jean Cocteau murió en París en 1957, el novelista católico François Mauriac escribió: «Fue un día único: a partir de hoy, ¿quién se atreverá a decir que a este poeta le faltó siempre naturalidad?»

Treinta años antes, Paul y Siri desairaban públicamente las ofertas de posar en pareja para GAP, esa marca de ropa de hilo de los tersos años 90. Ya entonces, y desde entonces, Auster era el escritor que todos los escritores querían ser. No el autor de los libros que todos habían querido escribir. Nadie querría vivir las vidas de Kafka o Celan, aunque a algunos les gustaría escribir cuentos o poemas de la reconocida perfección de los de ellos.

Auster vivió la vida que querían vivir todos los escritores. Todos, porque los aspirantes a escritores ya son escritores. O acaso no, no todos, pero sí tantos, varones, indigentes, fracasados, esperanzados, oprimidos, pero no vencidos. Esto lo dice así y lo asegura el Daily Telegraph. Según el diario londinense que publica los obituarios más famosos del mundo, «famélicos y frustrados» rendían un culto secreto en todo el mundo al novelista neoyorquino «que maridó como nadie la popularidad y el posmodernismo». En Gran Bretaña, continúa el anónimo obituarista, las librerías prudentes «exhiben los libros de Auster sólo en vitrinas bajo llave: demasiadas son si no las tentativas de hurto cuando la ocasión hace al ladrón».

Auster fue el self-made man americano. El hombre que se hizo a sí mismo. Un modelo que era un ejemplo. Todo lucía en él imitable, replicable. Todo en su biografía era alentador para principiantes absolutos de todas las edades y subclases. Dejando de lado su belleza física (cicatero en cumplidos, el anónimo obituarista del cotidiano británico admite sentirse atraído), cualquiera puede ser Auster. Admitida la letra chica del mito. Cualquiera: no todos.

Epopeya de clases medias, largo camino del héroe nacido en Nueva Jersey en 1947 de padre que alegaba haber trabajado para Thomas Alva Edison, que lo echó el primer día de trabajo cuando supo que era judío. Una infancia, una adolescencia, una juventud, los primeros años adultos vividos sin reconocimiento y sin pobreza, aunque en perpetua estrechez. Un amigo muerto a su lado, calcinado por un rayo en una tempestad; golpeado por el rayo; el abuelo paterno asesinado con arma de fuego por la abuela; más adelante, el hijo varón adicto se suicida. Auster publica su primera novela en Los Ángeles, pasados los cuarenta años de edad, y sólo después de reunir financiación estatal para costear parcialmente la impresión, porque había sido antes rechazada por 17 editoriales comerciales.

Ciudad de Cristal (1985) fue nominada para el Edgar Wallace Award, aunque esta nouvelle onírica sólo pueda encuadrarse en lo policial por el gusto borgesiano del autor por Babel, los enigmas y las bibliotecas públicas, los detectives privados, el lenguaje, los losanges y Cide Hamete Benengeli. La novela empieza con el timbre metálico de un teléfono de línea que resuena sin desfallecer en la noche sin eco hasta que el protagonista melancólico y nocturno, un escritor llamado Quinn, atiende. Una voz pregunta por un detective llamado Auster, Paul Auster: la acción narrativa arranca. Quinn responde que él es Auster. Toma el caso; desde luego, no cometerá la vulgaridad de resolverlo.

En Fantasmas (1986), un detective privado llamado Blue, discípulo del maestro Brown y contratado por White, investigará, a lo largo de Orange Street, a un sospechoso que –sí, ¡acertaron! – se llama Black. En La habitación cerrada (1986), un escritor quiere escribir pero le sale espuma, se encebolla, la ficción no le sale. Convenientemente, es entonces cuando desaparece Fainshaw, amigo de infancia y eficaz narrador de ficciones literarias que han quedado inéditas. El escritor que no sabe escribir sí sabe firmar con nombre falso, publica los manuscritos en forma de libro, y en la familia del autor, su coetáneo, lo aceptan para que ocupe el lugar del desaparecido. Como en la segunda parte del Quijote, donde los personajes han leído la primera parte de la novela, en esta tercera nouvelle han leído y comentan las dos anteriores. Auster siente su alma afín a Cervantes, comentará la gran novelista policial Ruth Rendell, para añadir que ella lo veía más parecido a un Kafka facilongo.

La editorial Faber and Faber publicará juntas las tres nouvelles bajo el título común Trilogía de Nueva York. Nacían una estrella y un long-seller que pronto cumplirá en 2026 medio siglo. Un desafío posmoderno, fantástico, policial, metafísico y metaficcional, ligero, minimalista, irónico, urbano, suburbano, small-is-beautiful, categoría mosca. Una respuesta etno-chic y metropolitana a la maciza, masiva, maximalista, soviética, superpesada Trilogía USA, larga y ancha como los 50 estados de la Unión, que el novelista John Dos Passos había publicado en sólidos tomos sucesivos al final de la Primera Guerra Mundial.

Antes de la AI, antes de las redes sociales, antes de internet, antes de los teléfonos celulares, cuando se podía esperar a solas en una casa vacía que llegaran el empleo y la aventura, sorbiendo el zumo de las noches peligrosas. Es el romanticismo masculino de puertas kafkianas que nos cierran en la cara en el film After hours (1985) de Martin Scorsese y será el interseccional bromance viril de puertas que dejamos abiertas cuando salimos de la serie Okupas (2000) de Bruno Stagnaro. Cuántas fidelidades debe Auster a la persistencia de esta memoria, a coleccionar sus libros como signos viales que remiten hacia aquella atmósfera esfumada pero añorada de la década de 1980, que impregnará las dos novelas breves, agrupadas las tres bajo el nombre común. Un ecosistema que Auster tuvo que dejar atrás, porque a partir de aquí empieza la carrera exitosa del escritor llamado Auster.

Siguen una decena y media de novelas hasta Baumgartner, publicada en 2023. Los dobles, los espejos, las coincidencias, los paralelos falsos, las perpendiculares fatales, las referencias crípticas a la propia vida sin secreto, y los reversos y anversos de la fortuna nutren intrigas de digna pobreza franciscana. Todas novelas relativamente breves, de dos centenares de páginas.

Única excepción elefantiásica en la vendimia de brevedades es la penúltima novela de la lista. Publicada en 2017, larga, providencial, de título enigmático como juego de mente, 4 3 2 1 avanza hacia el ancho porvenir desconocido si sus cuatro dígitos fechan simultáneos un año del cuarto milenio o en viaje a la semilla retroceden sucesivos a la orden de una cuenta regresiva hacia el escueto pasado del origen reconocido. Con ecos formales de 2666 (2004) de Roberto Bolaño y 1Q84 (2009-2010) de Haruki Murakami.

A diferencia de las extensas novelas del chileno y del japonés, la del norteamericano ni fue best-seller ni recibió premios, y la crítica periodística fue tibia o abstracta al expresar sus ocasionales entusiasmos, y sorda en su generalizada decepción. Pero Auster es Auster es Auster. Son 900 páginas, sí, pero si ha llegado casi hasta el millar es reuniendo entre dos tapas cuatro novelitas sobre cuatro vidas alternativas de Paul Auster, cada una bordada sobre el cañamazo común de los años 60 y la gesta por los derechos civiles, trivializada en su enardecida conceptualización sencilla, honesta, hiperbólica, pero investigada y documentada sin pereza en sus detalles circunstanciales.

El protagonista de Baumgartner, última novela de Auster, se llama Baumgartner. Como Ravelstein se llama el protagonista de Ravelstein (2000), última novela de Saul Bellow. Los dos son circuncisos como sus autores; los dos son ya personas mayores; los dos son responsables y competentes profesores universitarios. Baumgartner tiene una ex esposa y está enamorado de una alumna joven a la que quiere pedirle la mano; Ravelstein tiene un novio asiático más joven que él, que está enamorado de él, y que lo aliviará en la enfermedad terminal y lo acompañará en su último tránsito.

En Ravelstein, novela en clave, Ravelstein representa al también soltero Allan Bloom. Un severo filósofo político neoconservador (pero no neoliberal) discípulo del severo Leo Strauss y amigo personal de Bellow. Publicado en 1987, su long-seller El cierre de la mente moderna, compacto ensayo, tratado, manual y manifiesto de sociología pop prologado por el correligionario Premio Nobel, pronto vendió un millón de ejemplares sólo en la primera edición en tapa dura. En los Estados Unidos de Ronald Reagan, y del sida. Como Ravelstein (y como Bellow), Bloom enseñaba en la Universidad de Chicago. Con un apellido que evoca al Baumgarten fundador dieciochesco de la Estética como disciplina filosófica universitaria, Baumgartner es un profesor jubilado (de la misma edad que el autor de Baumgartner). Antes de su retiro, enseñaba en la Universidad de Princeton (donde el autor alguna vez enseñó), en el estado de New Jersey (donde el autor nació en 1947 y vivió su infancia), el más poluido de la Unión, el de Los sopranos mafiosos e italoamericanos. En su retiro, Baumgartner quiere terminar con calma su libro sobre todos los pseudónimos de un filósofo danés protestante angustioso, angustiado, y seductor, nacido en 1813, un iniciador del existencialismo europeo cuyo pseudónimo es Søren Kierkegaard («Severino Camposanto», tema y problema favoritos de Auster).

La más secreta, la más alta ambición consagratoria de Baumgartner es componer una gran obra ensayístico-narrativa para la cual ha elegido el título Los misterios de la Rueda (de la Fortuna, el tema y problema de toda la ficción de Auster). No sin cierto sadismo terminal, Auster orquesta un fracaso espectacular para el viejo Profesor. En la calle última, en la última novela, no todo yo es él, solo uno es supremo. El personaje fracasa donde el autor triunfa, yo soy yo, ustedes son ustedes, y el infierno son los otros.

*Alfredo Grieco y Bavio es filólogo, traductor, escritor, periodista y analista de política internacional. Ha sido editor de Internacionales en los diarios Página/12 (Argentina), Crítica (Argentina) y La Razón (Bolivia) e investigador en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y el Museo de la Fundación Carlos Pusineri (Paraguay) y actualmente es jefe del área de Política Internacional en elDiarioAR.com. Con Sergio Di Nucci y Nicolás Recoaro ha compilado Los chongos de Roa Bastos: Narrativa contemporánea de Paraguay (Santiago Arcos, 2011) y De la Tricolor a la Whipala: Narrativa contemporánea de Bolivia (Santiago Arcos, 2014). Colabora con revistas académicas y con publicaciones como Radar (Página/12), Revista Ñ (Clarín) y El Suplemento Cultural. Ha publicado Cómo fueron los 60 (Espasa-Calpe, 1995), Días felices. Los usos del orden: de la Escuela de Chicago al Funcionalismo (con Norberto Cambiasso, Eudeba, 1999) y Plato Paceño (Plural, 2015), entre otros libros.

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