El consumo de drogas amerita seria atención en nuestro país

En el pasado, el Paraguay era considerado un país de tránsito para las drogas ilícitas destinadas fundamentalmente a los mercados europeos y norteamericanos, que provenían de Colombia, Perú y Bolivia. Pero de un tiempo a esta parte, se convirtió en uno de producción, mientras que el consumo de las mismas se ha vuelto alarmante. Además de enfrentar al crimen organizado, hay que ocuparse también del consumo de estupefacientes, que también afecta la seguridad interna: sus víctimas, que pueden convertirse en victimarios, suelen estar a la vista, tendidas en las veredas, abandonadas por todos y destruidas por el “crack”.

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En el pasado, el Paraguay figuraba en los informes internacionales sobre la materia como un país de tránsito para las drogas ilícitas destinadas fundamentalmente a los mercados europeos y norteamericanos, que provenían de Colombia, Perú y Bolivia. Pero de un tiempo a esta parte, se convirtió en uno de producción, mientras que el consumo de las mismas se ha vuelto alarmante. En efecto, la marihuana paraguaya es de fama mundial, mientras que ya no es una novedad que jóvenes y adolescentes inhalan el “crack”, el estupefaciente más nocivo, comercializado sin mucho disimulo en todos los barrios asuncenos y en las ciudades del departamento Central, especialmente. Tan extendida se halla la adicción, que hoy alcanza también a drogas sintéticas como el fentanilo, que el microtráfico ha llegado a las puertas de los centros de enseñanza, razón por la que el Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) creó en 2016 un “circuito de atención ante el consumo y/o presencia de drogas en instituciones educativas”. Además, en 2019, firmó con los Ministerios de la Juventud y de la Niñez y la Adolescencia, así como con la Secretaría Nacional Antidrogas, un solemne Convenio de Cooperación para Prevención y Reducción del Consumo de Drogas en Adolescentes y Jóvenes.

Todo indica que los resultados de estas iniciativas formales han sido decepcionantes, por decir lo menos, suponiendo que algo se haya intentado: la situación empeoró desde aquel entonces hasta el punto de que en febrero último, el ministro del Interior, Federico González, calificó de “alarmante” la cantidad de toxicómanos menores de 25 años, lo que atribuyó también como causa principal del aumento de la delincuencia. Esto resulta comprensible, pues se consume un estupefaciente bajo cuyos efectos se apropian de un botín, que también servirá para obtener más dosis, cerrando el círculo fatal. Tanto se ha extendido el fenómeno que también ha afectado a oficiales y suboficiales de la Policía Nacional, según su comandante Gilberto Fleitas.

Se trata, pues, de un grave problema social ligado a la salud y a la seguridad públicas, que hasta hoy no ha merecido la debida atención del Estado, dado que resulta notoria la falta o la insuficiencia de medidas preventivas, represivas y rehabilitadoras que sirvan para poner coto al flagelo. El MEC debería lanzar campañas periódicas de concienciación sobre los perniciosos efectos de las drogas ilícitas, la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) poner más empeño en combatir el “narcomenudeo” y el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social (MSPBS) crear centros de rehabilitación, al menos para los pacientes de bajos recursos: hoy solo tiene, para todo el país, un Centro Nacional de Prevención y Tratamiento de Adicciones.

Dada la crítica situación, es plausible que el 21 de junio haya entrado en vigor, por iniciativa del Congreso, la ley que declara una emergencia nacional en materia de consumo de sustancias psicoactivas, que encarga precisamente a las instituciones citadas la ejecución de “planes de acción a corto y mediano plazo”, con la cooperación de todas las entidades públicas, crea una Mesa Interinstitucional de Prevención de Adicciones en el Ámbito Educativo, ordena al Instituto Paraguayo del Indígena coordinar con otros organismos la creación de programas para prevenir adicciones en las diversas comunidades y encomienda al Ministerio de Justicia que lidere “la implementación de los programas y/o acciones existentes de prevención, tratamiento, rehabilitación y/o integración social en las penitenciarías”.

La emergencia nacional durará nada menos que tres años. Habrá que ver si en ese lapso logra movilizar a todas las instituciones públicas, como pretende la ambiciosa normativa. La experiencia aconseja aquí una actitud escéptica, dado que leyes similares no suelen ser más que un muestrario de buenas intenciones, con mucha burocracia y casi nulos resultados, pues nunca se plasman en realidades, debido a la ineptitud o la negligencia consuetudinarias. Con todo, es elogiable que se haya tomado nota en el Congreso de una aguda problemática que afecta a la sociedad en más de un sentido, siendo de esperar que también los padres hagan lo suyo para que sus hijos no sean víctimas de una calamidad que se ha vuelto inocultable: ya no se puede ignorar que las drogas ilícitas están destruyendo la vida de muchas personas, desde su temprana edad.

Además de enfrentar al crimen organizado, hay que ocuparse del consumo de estupefacientes, que también afecta la seguridad interna: sus víctimas, que pueden convertirse en victimarios, suelen estar a la vista, tendidas en las veredas, abandonadas por todos y destruidas por el “crack”. Es lamentable, pero esta realidad ya forma parte del paisaje urbano.

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