Pasiones de cómic, viñetas malditas (a propósito de Alan Moore y los demisovianos)

Sobre el amor y lo prohibido, el oscuro trasfondo de un cómic de Alan Moore y las delicias de la desobediencia.

"Los versos vuelan en estéreo sobre las viñetas, cruzándolas sin respetar separaciones para llenar el ambiente de un efecto surround..."
"Los versos vuelan en estéreo sobre las viñetas, cruzándolas sin respetar separaciones para llenar el ambiente de un efecto surround..."

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A veces pienso que el mundo del cómic es un enorme bar-laboratorio donde científicos locos mezclan en sus cocteleras lo humano, lo animal, lo mutante, lo alienígena, lo vegetal, la «cosa» (como en The Swamp Thing, criatura que es humana y vegetal, pero que, ante todo, es «cosa»)… No hay sustancia que escape de sus experimentos, y menos aún el amor (sea lo que sea el amor), porque no escapan el cuerpo ni sus órganos ni sus capacidades de placer, atracción y seducción, y ni siquiera, por ende, la definición misma de belleza.

Ese demisoviano objeto del deseo

En la primera página de un fascinante cómic de los 80 del que les quiero hablar, alguien escucha «Blackout»:

If you don’t stay tonight

I will take that plane tonight

I’ve nothing to lose, nothing to gain

I’ll kiss you in the rain…

Los versos vuelan en estéreo sobre las viñetas, cruzándolas sin respetar separaciones para llenar el ambiente de un efecto surround. Es «Love Doesn’t Last Forever», con guion de Alan Moore (y soundtrack –alto, haters, es adrede: juguemos con la imaginación, como pide el relato– de David Bowie), historia de un amor fatal, no por una femme fatale sino por un alien fatal, romance con lo desconocido que uno de los personajes humanos le cuenta a otro. Se lo cuenta entre lágrimas, porque sabe que le espera algo peor que la muerte por haber sucumbido a su irresistible pasión, a su fascinación estética y erótica por un demisoviano hembra.

El alien fatal es una criatura, al parecer, no antropomorfa. Esto no queda claro porque no nos la muestran las imágenes y los textos no revelan sino que velan su forma. La entrecortada y confusa (y, por eso, sugerente) descripción verbal («largo cuello, largas piernas, esos pequeños conos que les crecen en el espinazo y que si los tocas…») del enamorado humano deja suficiente espacio en blanco para sospechar que cet obscur objet du désir no reúne los requisitos morfológicos para realizar lo que nuestra sociedad considera el acto sexual por antonomasia, o incluso el único acto sexual propiamente dicho, acto genital claramente identificable que funda la familia y alinea simultáneamente el sexo con la productividad y la reproductividad, funciones aceptadas por la mayoría de las personas (consideradas «normales», cabe añadir) como metas supremas de la vida. Pero sobre todo deja suficiente espacio en blanco para imaginar otras formas –malditas– de amor y de placer.

Las ocho páginas de «Love Doesn’t Last Forever» aparecieron publicadas en febrero de 1986 por el sello Marvel Comics en el número 34 de su revista Epic Illustrated con dibujos de Rick Veitch y reaparecieron en Shiny Beasts, recopilación de trabajos de Veitch editada con su propio sello, King Hell, en 2009. La versión en español que ilustra esta edición de El Suplemento Cultural es del madrileño Félix Keroxenox (Félix López), responsable del blog Frog2000.

Desviados sexuales y sociales

El cómic de Moore y Veitch relata una historia ambientada en un futuro impreciso y lejano pero con nostálgicamente sucio clima retro de cine noir. En la década de 1980, cuando fue terminado y firmado (1985) y publicado por primera vez (1986), el miedo instintivo a las consecuencias de violar las normas morales de la comunidad había cobrado una nueva forma con la irrupción del SIDA, epidemia sobre la cual todavía no se sabía mucho y a la que, por eso mismo, rodeaba un aura de sordidez y misterio.

Si el credo religioso imperante en las sociedades occidentales antes de la secularización que trajo consigo la Modernidad amenazaba a los pecadores con el castigo ultraterreno del infierno, el credo cientificista imperante en nuestras sociedades secularizadas aterrorizó en los años 80 a los lujuriosos (ya no por lujuriosos –criterio «irracional» para nuestra época y, por ende, actualizado con motivos «racionales», sanitarios–, sino por promiscuos), es decir, a los «desviados» sexuales (gays, travestis, trans) y sociales (gigolós, prostitutas, yonquis, presidiarios, drogadictos) con el castigo terrenal de la ruina física.

Ruina que en el inconsciente es estigma visible del mal (entendido el mal como falta de control de los impulsos, indisciplina y autodestrucción –ese «mal» que fue para los románticos elección estética y forma de vida–) y a la que seguía la degradante y prematura muerte del apestado o el leproso, antiguas figuras ya casi míticas pero similares, en su marginalidad y su carga simbólica, a la moderna figura del infectado por el VIH.

En el Reino del Caos

Este oscuro trasfondo de la historia escrita por Alan Moore en 1985 es reforzado en el cómic por imágenes del colapso de la integridad corporal del personaje, colapso que en el relato se entiende como efecto de sus amores contra natura con la criatura demisoviana, es decir, como castigo por haber abrazado el misterio. O, metafóricamente hablando, por haber besado los labios de la pura materia ininteligible, materia inclasificable, extraña, ajena a todas las taxonomías conocidas de lo humano, gesto que supone necesariamente la entrada en el aterrador y delicioso reino del caos.

Si tuviera que precisar cuál es, bajo la superficie de la trama, el verdadero tema de las 8 páginas de «Love Doesn’t Last Forever», diría que es la profunda paradoja de las normas sociales, que al limitar el deseo lo alimentan, y al intentar sujetarlo lo desatan. Y que con ello nos empujan a las mismas escalofriantes delicias que nos prohíben, las delicias de la desobediencia. «Love Doesn’t Last Forever» es un cómic sobre el eterno conflicto entre la poderosa atracción de lo prohibido y el temor ancestral al destino invariablemente trágico que, desde la Antigüedad hasta nuestros días, conlleva dejarse arrastrar por una pasión maldita.

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