La música que escuchaba Pinochet

«Pinochet, en el infierno de los dictadores, debe estar escuchando alguna edición de Ray Conniff en Vivo», escribe el comunicador y activista Pelao Carvallo, miembro del Grupo de Trabajo Clacso / Memorias colectivas y prácticas de resistencia, en esta tercera entrega de la serie de varios autores “Chile: 50 Años del Golpe”.

El dictador chileno Augusto Pinochet con su característica alegría de vivir
El dictador chileno Augusto Pinochet con su característica alegría de vivir

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En estos días, cuando Pinochet vuelve de su tumba a la actualidad real y cinematográfica, respondo nuevamente a la pregunta: ¿qué música escuchaba el dictador chileno mientras tumbaba su cabeza sobre almohadas tan blancas como sus viejos uniformes militares de verano? La respuesta fácil es: marchas militares como Lili Marleen, Viejos Estandartes, Adiós al 7° de Línea. Algo de ese estilo. Otra respuesta fácil es: el folclore almidonado de los Huasos Quinteros y similares. No creo escuchase a folcloristas como Pedro Messone o Tito Fernández, quienes sonaban a progresismo pese a su adhesión al régimen.

Creo que el tirano cleptómano escuchaba, por placer e identificación, algo distinto, algo que podemos sintetizar como la banda sonora de la dictadura. Un tipo de música que, aun habiendo sido obligados a escucharla, ha quedado olvidada en su infamia y pasea por los circuitos radiales sin pena y casi nada de gloria. El ritmo de cabecera del olvidadizo y contumaz Pinochet –«No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto y si fue cierto, no me acuerdo» (1)–, que de manera persistente, neutra y solapada nos fue dado por vía acústica como alimento estético y ético por una dictadura ya madura y que habiendo pasado la etapa primera, destructiva y aniquiladora, se dedicaba ya enteramente a construir el Chile de ensueño de militares uniformados y de civil.

Orden, decencia, contención y «sana alegría» eran transmitidos en cada emisión radial de «música orquestada», como crípticamente se llamó desde entonces a lo que hacían Ray Conniff, Paul Mauriat, Michel Legrand, Bebu Silvetti, Waldo de los Ríos, James Last, Franck Pourcel, Grunewaldt, Burt Bacharach, Bob Prais… todos ellos con «sus orquestas y coros» se escuchaban en lo cotidiano dictatorial, sometiendo la orientación musical chilena a los dictados del régimen, que encontró en estos intérpretes el formato de orden para el aspecto del entretenimiento sonoro y moral de su construcción forzosa.

Se orquestaba el orden (y en orden) para poner a la chilenidad limitada por esa dictadura a escuchar esa música severamente armoniosa, de ritmo exacto, planeado, planificado, cuadrado, con abuso de contención en la ejecución para sostener interpretaciones emanadas de la autoridad del director. Las radios, una vez acalladas las partidistas o díscolas, se involucraron activamente en la reeducación total de la «chilenidad». Desde el f.m. de El Conquistador hasta las masivas cadenas a.m. de Minería, Agricultura, Nacional, Santiago, etc., emprendieron la tarea de condicionarnos musicalmente según el modelo de orden propuesto por la «música orquestada», orden totalmente coincidente con las ansias del régimen.

De hecho, a través de esas orquestaciones finalmente podía el auditor escuchar cualquier música, en tanto estuviese interpretada por estas orquestas. La interpretación de temas de moda, clásicos o «exóticos», iluminaba la función primordial de esta música en manos de la cultura pinochetista: se trataba de un modo perspicaz de censurar y ordenar la producción musical. No se impedía la importación y escucha de la música «de moda», pero a través de la radio imperaban las versiones «arregladas», suavizadas y ordenadas que las grandes orquestas de Conniff, Mauriat, Last y demás ofrecían.

Se trataba de que la ciudadanía dictatorial promovida por la dictadura militar en lo auditivo-musical se construyera en un orden estricto, básico y repetido: eterno comienzo apagado, suave, in crescendo, hasta llegar a un altiplano constante, sin altibajos, que cada cierto rato se interrumpía en un nuevo comienzo para recordarte la historia y adelantar un final siempre resuelto por un seco golpe de batería, que cumplía el propósito de enseñarte también cuándo aplaudir, lejos de las dudas del jazz y todo lo experimental.

A través de las interpretaciones de estas orquestas «orquestadas», cualquier música se hacía digerible para el régimen, y todas, desde la música «disco» hasta ese folclore latinoamericano de aire «resentido», se volvían respetables. Se preparaba con ello a la ciudanía militarizada chilena para ser la sociedad neoliberal de supermercado, mall y consumo ritmizado, con música «ambiental» incluso en calles y paseos, como en Ahumada, Huérfanos y Estado (2), en el reino del retail.

Era la música ideal para un régimen que se quería eterno institucionalmente (cosa que, simbólicamente, de un modo extraño, ha logrado). Música ideal para un gobierno que pretendía construir buenos chilenos, apolíticos, neutrales, propietarios y no proletarios, encerrados en sus casas y circunspectos en sus expresiones, predecibles rítmica y socialmente. Expresivo era el nombre de una de las orquestas de la época: Il Guardiano del Faro. Incluso Juan Azúa, director de orquesta tildado de progresista, intentó sumarse al estilo y levantó en 1975 una orquesta que le colocara vía Gershwing en el circuito musical, pero se confiaba más en la experticia del primer mundo y en su lejanía política antes que en un sospechoso director nacional, quien por lo demás eligió al demasiado judío Gershwing como su puntal.

El reconocimiento del régimen a estos dictadores (directores) de orquesta llegó por la vía del dinero y de instalarlos en lo que era el momento «espectacular» del único verano sudamericano falto de carnaval: el Festival de Viña del Mar, levantado por el pinochetismo como inicio y cierre de la rutina noticiosa anual: febrero festival, marzo «lo mejor» y en junio vuelta a comenzar: quiénes se contratarán, quién vendrá, el show, el jurado, in crescendo hasta febrero.

La música orquestada se hizo dueña del festival controlando al jurado. Si no era Algueró, era Urribarri, o autores cercanos a este estilo, como Morris Albert o Albert Hammond.

Los máximos exponentes del formato musical de la dictadura recibirían los mayores elogios y esfuerzos del aparato mediático de ésta para destacarles: Ray Conniff estuvo en 1978 y 1981, ese último año junto a Bebu Silvetti, Paul Mauriat en 1980, Bebu Silvetti también en 1979, Waldo de los Ríos en 1976. El régimen, ya derrotado electoralmente, traería a Michel Legrand en 1989.

En la construcción de una chilenidad musical de declarada raíz criolla y tradicional, no sería de las tonadas anodinas de Los Quincheros ni de los aires trágicos y marciales de Willy Bascuñán que se nutriría el pinochetismo para dejar su impronta, educar y condicionar el oído musical de una chilenidad «buena». Y menos de la tonelada de músicos «de fama» llegados para rellenar momentos: Mari Trini, Julio Iglesias, Manolo Galván, Roberto Carlos, Sergio y Estíbaliz, Manolo Otero, etc.

La resistencia pop

Ante el soso oficialismo musical, el régimen entendió que debía dejar una apertura musical para ampliar sus bases de legitimación. Frente al descontento de la persistente crisis económica que fue la dictadura de Pinochet (¡Muevan las industrias!, reclamaban Los Prisioneros), no cabía permitir un permanente descontento juvenil respecto al entretenimiento. Por ello, desde temprano, la competitiva pero controlada televisión chilena dio paso libre a toda música en inglés (o italiano, o francés) e incluso en español que fuese bailable, coreable y sirviese al propósito de centrarse en asuntos que no fuesen los problemas económicos (y políticos). Se crearon para ese fin programas de videoclips en la televisión (Magnetoscopio Musical, 1981, Más Música, 1984), los cuales inyectaban orejas y ojos contra cualquier atisbo de música izquierdista folclórica o trovera, pese a la televisada vuelta de Los Jaivas a Chile a inicios de los años 80.

La resistencia izquierdista o izquierdizada estaba constreñida a su propio conservadurismo neofolclórico trovero, pese a los esfuerzos rockeros de Sol y Lluvia, y la ampliación juvenil y adolescente de la resistencia masiva encontró su expresión musical en bandas que hacían una respuesta local y en español a esa obligada influencia de la música en inglés, así en general porque llegaba en tropel, sin distinción fina de estilos. Los Prisioneros fue el primer grupo que tiñó de pop la banda sonora de la resistencia chilena a la dictadura, con certera capacidad letrística para retratar la realidad social, especialmente la juvenil y estudiantil. Las universidades, especialmente las facultades de arte, se volvieron semillero y escenario de bandas (rock, techno, jazz y otras variantes del pop). Por mencionar algunas: Aterrizaje Forzoso, Electrodomésticos, Aparato Raro traducían la autonomía que iba caracterizando la resistencia juvenil territorial y sectorial, especialmente en las grandes ciudades y las grandes protestas de mediados de los 80, que dejaban una huella de muertes, heridos y detenidos entre niños, niñas, adolescentes y jóvenes urbanas que, así como luchaban, bailaban.

Pinochet, en el infierno de los dictadores, debe estar escuchando alguna edición de Ray Conniff en Vivo en Viña o alguna de las colecciones especiales de las Selecciones de Reader’s Digest. Quienes resisten seguirán bailando, porque, como Emma Goldman sabía, todo baile es síntoma de resistencia y revolución.

Notas

(1) Respuesta de Pinochet al juez Víctor Montiglio durante la indagatoria del caso Operación Colombo.

(2) Música ambiental instalada en dichos paseos peatonales de Santiago Centro en 2003. En la Tesis de Magister de Musicología de Juan Carlos Poveda Ahumada Muzak: Aproximaciones al sistema de música ambiental instalado en los principales paseos peatonales de Santiago Centro entre los años 2003 y 2008, Universidad de Chile, 2010.

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