Amor fatal

La materia del amor es lo fatal, aquello cuyo curso nada puede cambiar ni detener. Nadie puede evitar enamorarse; nadie puede enamorarse a voluntad; nadie puede impedir que el amor se termine; nadie puede terminar con él.

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El amor puede tener cara de pesadilla, cara de trampa, de carcajadas en espejos rotos, de bestialización, como cuando Lola le roba a Unratt cuanto lo hacía humano en El Ángel Azul (1930). Lola y el amor como disolución y campo de exterminio, Lola y su sospechosa crueldad arcaica que quizá oculta una potencia mítica peor que la de Circe. Lo mejor de esa historia es lo que no se entiende. ¿Por qué tal plano, por qué tal sombra, por qué tal tiempo, tal duración? Lo mejor es ese rotundo porque sí, ese compacto y salvaje discurrir sin porqués del enigma. Pues hay cosas que no se dejan explicar por la razón, y lo racional es entender que la razón no las explica.

Irracional es creer que la razón puede conocerlo todo, o que es el único modo legítimo de conocer; dice Kant en el prólogo de la Crítica de la Razón Pura: «La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de verse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades».

Uno de nuestros esquemas más útiles opone sujeto (cognoscente) y objeto (cognoscible), y lo utilizamos con provecho en el juego de la lógica, pero pretender que dice algo sobre el mundo real (sea este lo que sea y exista o no) es una ingenua y grosera extrapolación.

Tenemos cinco sentidos –no mil ni veintisiete ni cero ni uno–, y es una cifra invariable –no una progresión ordenada ni un conjunto variable aleatoriamente–: esta condición del sujeto es una determinación del objeto –ergo, está también en el «objeto»–. Es un hilo en la compleja trama del continuo sujeto-objeto; en lógica, soslayamos por acuerdo esa complejidad para utilizar la oposición sujeto-objeto como dicotomía de conceptos mutuamente excluyentes, porque nos es útil y necesario hacerlo así en ese terreno, pero creer que esa complejidad no existe es absurdo.

Tal como los sentidos determinan el objeto y traspasan con ello el binomio sujeto-objeto, la razón tiene también sus determinaciones, o, más bien, ella es una determinación del objeto: los límites de la razón son, en fin, la razón misma.

En fin, el sujeto no puede conocer tal cosa como un «objeto»; tendría, no que sacarse unos filtros o anteojos de la subjetividad, sino que salirse de sí mismo y no ser sujeto.

El silencio de los místicos no es irracional: es lógico. No es contradictorio ser matemático y místico, o ser lógico y monje, o ser un científico y ver la muerte como misterio inexplicable, o ser racional y creer en Dios, o ser erudito y saberse ignorante, etcétera; nada de esto es irracional: es saber de metodología y no extrapolar normas ni confundir contextos. Si en la metafísica como ciencia Kant veía una trasgresión de los límites de la razón pura, nunca negó la existencia de lo metafísico (hacerlo hubiera sido incoherente, por cierto). Tampoco la negó Wittgenstein, que al oscuro exceso de lo real respecto de lo cognoscible suma hondura cuando apunta lo místico como eso de lo que no cabe hablar.

La tragedia clásica indica («El señor cuyo oráculo está en Delfos ni dice ni oculta, sino que indica», diría Heráclito) aquello de lo cual, escribe Wittgestein, «mejor es callarse». El núcleo que no se disuelve en el fluido de lo comunicable, como esta piedra que parecía un terrón de azúcar no se disuelve en mi café. Reconocer lo incognoscible es la lucidez de la razón y la rectitud de la lógica. El derviche no gira porque sea un «primitivo», un «irracional», un «bárbaro»: es bárbaro el que así lo califica creyendo que no existe aquello que no entiende y haciendo de su propia deficiencia defecto de otro. Esto, al menos, es lo que yo pienso.

A dos días de la fecha por convención designada para celebrar el amor erótico, quiero indicar lo incomunicable en la fuente oculta de su historia, feliz o trágica, o, si se produce, de los azares o fatalidades que, ya en su acabamiento, toman las varias formas del desamor.

Cada año, los griegos acudían con la misma expectativa a las representaciones teatrales de la historia de Agamenón o Edipo o Antígona, y contenían el aliento en los momentos cruciales como si no supieran de antemano lo que iba a suceder ni cuál sería el desenlace, porque lo que cuentan esas obras y todo lo que sabemos de la vida y sus viejos grandes temas –el amor, la traición, la guerra, la locura– es epidermis de lo invisible, mero signo de aquello que todo relato (libro, película, canción, nuestro propio destino) solo indica. O muestra. «Hay cosas que el lenguaje no dice», escribe Wittgenstein en el Tractatus; «se muestran a sí mismas: son lo místico».

Así, a veces bajo lo dicho en alta voz late lo tácito. Por ejemplo, el enigma que a Edipo le formula la Esfinge: ¿Cuál es el animal que por la mañana camina en cuatro patas, por la tarde con dos y por la noche con tres? Si Edipo sale airoso de la prueba, ¿por qué , ciego para verlos, rompe los límites entre las edades que, como se lo demuestra a la Esfinge, tan bien conoce? ¿Por qué él, tan consciente del tiempo y sus fronteras, las cruza y se pierde? Esta pregunta sobre la pregunta (sobre lo que esconde la pregunta, o sobre cuál es la verdadera pregunta) es el enigma del enigma.

Todos somos Edipo en el amar porque ante lo fatal se es ciego y la materia del amor es lo fatal, aquello cuyo curso nada puede cambiar ni detener. Nadie puede evitar enamorarse; nadie puede enamorarse a voluntad; nadie puede impedir que el amor se termine; nadie puede terminar con el amor.

«You always hurt

the one you love

the one

you shouldn’t hurt at all…»

«Siempre hieres / al ser que amas / al ser / que no deberías herir en nada…» canta, con un ukelele, Dean (Ryan Gosling) para que Cindy (Michelle Williams) deje la mochila en la vereda y baile en una película del 2010 llamada Blue Valentine. Es una vieja canción que en la década de 1940 cantaron los Mill Brothers; en esa escena, en principio auspiciosa y feliz pero misteriosamente triste, está toda la película, todo lo que Dean le hace a Cindy y todo lo que Cindy le hace a Dean y todo lo que se hace cada uno a sí mismo al hacerle eso al otro.

De la misma manera que en las otras determinaciones subjetivas del objeto antes señaladas, nos explicamos el mundo mediante la causalidad, a la que es infundado atribuir existencia extramental –Hume ya se ocupó de criticar esto como nadie–; sin embargo, a la tragedia le reprochó Sócrates las causas sin efecto y los efectos sin causa con un racionalismo que era progresista en el paso del viejo orden de raíz micénica a la polis democrática, como ha señalado Vernant, pero que ya no lo era en los días de Nietzsche, su gran crítico. En El Ángel Azul, lo fatal, al modo de una causalidad demente, desata el amor siniestro que precipitará al profesor Unratt en su abismo sin fondo; en Blue Valentine, lo fatal moverá los hilos de la sorda y cruel cadena de sinsentidos del desamor. En ese salvaje exceso de lo real con respecto a lo cognoscible el fondo trágico de la filosofía se encuentra con el fondo extraño, alienado (nos mueven instintos infalibles, pero ajenos a nuestro control, a lo que creemos ser, como si vinieran de lo desconocido) del amor, que es la fatalidad que nos salva o nos pierde sin que podamos evitarlo, y el enigma real detrás del aparente.

«…so

if I broke your heart

last night

it’s because

I love you

most of all…»

Decir que por amarte me harás daño y que te dañaré porque te amo –como (no literalmente) la canción de los Mill Brothers en Blue Valentine– en el juego de la lógica puede ser solo una especie de paradoja trivial, pero en el juego del arte indica el misterio, el escondite de la fatalidad bajo la superficie de la trama, nudo de las pasiones, clave del sueño olvidada al despertar y llave del propio destino que Edipo no puede ver.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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