Barrer con los inútiles responsables de la seguridad interna del país

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El alevoso asesinato de la joven de 18 años Lidia Meza Burgos, perpetrado por el siniestro criminal narcotraficante brasileño Marcelo Pinheiro, alias Marcelo Piloto, dentro de su celda en la Agrupación Especializada de la Policía Nacional –supuestamente el penal de máxima seguridad de la República–, ha colmado el espantoso vaso de la inseguridad pública instalada en el país por el crimen organizado a causa de la corrupción de las instituciones responsables de combatirlo, en particular de la Policía Nacional. En efecto, aquí, en las narices de esta institución los delincuentes brasileños del Primer Comando da Capital y el Comando Vermelho planean tranquilamente sus operaciones criminales protegidos por altos mandos de la fuerza. Si el presidente Mario Abdo Benítez quiere revertir el cambalache de la inseguridad pública y poner freno a la rampante inseguridad que inquieta cada vez más a la ciudadanía, debe enviar una señal clara de voluntad política de que en el combate al crimen organizado y a la corrupción de las fuerzas de seguridad no va a tener en cuenta méritos partidarios ni padrinazgos políticos, mal que le pese en lo personal. De lo contrario, su propia imagen se irá desdibujando y perdiendo el respeto de la ciudadanía que le votó y confió en él.

El alevoso asesinato de la joven de 18 años, Lidia Meza Burgos, perpetrado por el siniestro criminal narcotraficante brasileño Marcelo Pinheiro, alias Marcelo Piloto, dentro de su celda de reclusión en la Agrupación Especializada de la Policía Nacional –supuestamente el penal de máxima seguridad de la República–, ha colmado el espantoso vaso de la inseguridad pública instalada en el país por el crimen organizado a causa de la corrupción imperante en el interior de las instituciones responsables de combatirlo, en particular de la Policía Nacional. Siendo Marcelo Piloto un “pez gordo” clave de la delincuencia tanto del Brasil como de nuestro países, es de prever que mientras permanezca en el Paraguay bajo la vigilancia de autoridades averiadas seguirá produciéndose una guerra sangrienta entre los clanes delictivos.

“El crimen organizado pudrió la Policía Nacional” titulábamos nuestro editorial de ayer, pero no imaginábamos que esta penetración fuera tan profunda. Aunque en el contexto del clima de inseguridad pública prevaleciente actualmente en el Paraguay, y de la comprobada complicidad policial con el crimen organizado dedicado al narcotráfico, el asesinato de esta joven mujer pudiera parecer simplemente como un caso más de los tantos que a diario se registran en el país, no solo en las ciudades fronterizas con el Brasil, como Pedro Juan Caballero, Capitán Bado, Ypejhú, Salto del Guairá y la Triple Frontera, sino últimamente también en la Capital y el Área Metropolitana, que ya han sido tomadas también como campo de batalla entre clanes mafiosos, con preocupante tendencia a intensificarse en la medida en que crece la complicidad de los agentes de la Policía Nacional con los facinerosos.

Precisamente, esa tendencia de proliferación de la actividad delictiva del crimen organizado más allá de la frontera terrestre con el Brasil que históricamente le ha servido como “santuario” es la que causa justificada preocupación en el ánimo de la ciudadanía que teme que, si el Gobierno no toma realmente “decisiones drásticas”, como lo anunció tras la reunión mantenida en la víspera por el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, con el Consejo de Seguridad Interna, a los efectos de contrarrestar la escalada de inseguridad pública que se ha expandido peligrosamente hasta el punto de que la crónica inseguridad fronteriza alcanza al corazón mismo del país y no las habituales zonas fronterizas, la cosa irá de mal en peor.

En efecto, aquí, en las narices de la Policía Nacional, los delincuentes brasileños del Primer Comando da Capital (PCC) y del Comando Vermelho (CV) planean tranquilamente sus operaciones criminales protegidos por altos mandos de la fuerza, como en el caso del narco Aparecido Almeida, alias Pisca, que vivía tranquilamente en Asunción protegido como si fuese un dignatario por el jefe de la Comisaría 4ª Metropolitana, comisario Hugo Alberto Ayala, y su segundo, el subcomisario Hugo Marín, quienes, en vez de ser radiados de un plumazo y encarcelados, fueron simplemente puestos a disposición de la dirección de Asuntos Internos de la institución, para luego, seguramente, pasado algún tiempo, ser reciclados en otros altos cargos.

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El escándalo ocurrido en la Agrupación Especializada con el vil asesinato de la joven Lidia Meza es, por su naturaleza, implicancia y circunstancia, mucho más grave que el escándalo sexual ocurrido hace algún tiempo en la Marina y que, con toda justicia, costó el cargo al vicealmirante comandante de la Fuerza, y no simplemente a su subalterno, el comandante de los Arsenales de la Armada, como normalmente ocurre en estos casos bajo presidentes de la República timoratos en el ejercicio de su autoridad.

Decimos esto porque el día del fatídico suceso en la Agrupación Especializada de la Policía Nacional –en ausencia del presidente de la República– acudieron aparatosamente al lugar el ministro del Interior y el comandante de la Policía Nacional, tras lo cual el ministro Juan Ernesto Villamayor abrió el paraguas anunciando que habría una “barrida general” en dicha dependencia policial, clara insinuación de que dispondría el relevo hasta del jefe de la unidad penal. Obviamente, no faltaron los comentarios de la gente por las redes sociales que entre mofa e indignación criticaron acerbamente al máximo responsable institucional de la seguridad interna del país que, si fuese por él, pondría paños fríos al bochornoso escándalo nacional e internacional, con la simple remoción del jefe de la repartición policial donde ocurrió el luctuoso suceso. El cómodo e irresponsable expediente de “ipo’ihápente oso la piola” (la piola se suelta por lo más fino).

A la fecha fueron destituidos el jefe de la Policía Nacional, comisario general Bartolomé Báez, y el subcomandante, comisario general Luis Cantero. Pero ¿el ministro Villamayor no ha venido conviviendo en el mando de la seguridad interna con ambos jefes e, inclusive, promoviendo el ascenso del comisario general Báez? ¿No era ya tiempo suficiente como para conocer lo que ocurre en su entorno como para tomar las medidas de rigor?

Lo que la gente espera en casos como este es que al jefe de Estado no le tiemble el pulso para radiar de un plumazo a quienes inequívocamente son los máximos responsables de todo lo que se hace o se deja de hacer dentro del ámbito de su autoridad institucional.

Si el presidente Mario Abdo Benítez quiere revertir el cambalache de la inseguridad pública y poner freno a la rampante inseguridad que inquieta cada vez más a la ciudadanía –y que con el horrendo crimen de la joven Lidia Meza a manos del facineroso narco brasileño en pleno penal de supuesta alta seguridad ha alcanzado su pico más alto–, debe enviar una señal clara de voluntad política de que en el combate al crimen organizado y a la corrupción de las fuerzas de seguridad del Estado no va a tener en cuenta méritos partidarios ni compadrazgos, mal que le pese en lo personal. De lo contrario, su propia imagen se irá desdibujando y perdiendo el respeto de la ciudadanía que le votó y confió en él.