Cárceles inhumanas

La capacidad máxima de la penitenciaría de Tacumbú –la principal del país– llega a 1.500 reclusos, pero allí están encerradas unas cuatro mil personas, custodiadas en cada turno por 45 guardiacárceles, mal entrenados. Estas cifras resumen una alarmante situación de larga data, que atenta contra la dignidad humana, y de la que solo escapan, en buena medida, aquellos privilegiados que ocupan las llamadas celdas VIP, gracias al dinero mal habido o a la influencia de algún padrino. La promiscuidad reinante en las cárceles solo puede atizar el rencor y el deseo de venganza, aparte de favorecer la transmisión de técnicas delictivas, así como el tráfico de drogas ilícitas y las riñas constantes.

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El 12 de abril, días después de que diez adolescentes se hayan fugado del Centro Educativo de Itauguá, que integra el sistema penitenciario, la ministra de Justicia, Carla Bacigalupo, declaró por diez meses “el Estado de Emergencia Pública en todos los Establecimientos Penitenciarios y Centros Educativos del País”. Durante su vigencia, se contratará a guardias de seguridad sin previo concurso de méritos y se obviarán los procedimientos de licitación pública o por concurso de ofertas para adquirir bienes, según las excepciones previstas, respectivamente, en el art. 27 de la Ley de la Función Pública y en el 33, inc. g), de la Ley de Contrataciones Públicas.

Esta última norma, que se refiere a las razones justificadas para la compra o locación de bienes por urgencias impostergables, no fue invocada en la Resolución Nº 279/16, pero puede entenderse que, realmente, haga falta comprar “insumos de limpieza, camas dobles y colchones, entre otros” (sic), según se lee en el considerando. Por de pronto, es de esperar que la resolución no sirva para contratar a ineptos ni para adjudicar contratos con sobreprecios, sino para que, efectivamente, se tomen con celeridad las medidas previstas.

Por otro lado, cuesta entender que exista un “estado de emergencia pública” que, por su propia naturaleza, supone una situación imprevisible y repentina, que debe resolverse cuanto antes. En verdad, desde hace décadas hay un permanente “estado de calamidad pública”, que plantea la cuestión de por qué los sucesivos Gobiernos no han venido tomando las medidas oportunas para que los reclusos se hallen en “establecimientos adecuados”, como manda la Constitución. La respuesta es que no lo hicieron por inútiles e irresponsables.

La disposición ministerial implica que el personal de seguridad resulta escaso, como si de pronto hubiera aumentado notablemente el número de presidiarios. La regla es que en las entidades públicas abunden los parásitos, así que cabe concluir que el servicio en los centros penitenciarios no resultaba atractivo para la clientela política. Así se explicaría que los consecutivos presupuestos nacionales no hayan incluido las partidas correspondientes para atender lo que hoy constituye una situación de “emergencia”. ¿O es que nadie se percató hasta ahora de que el número de guardiacárceles es insuficiente, considerando el volumen de la población penal?

Lo mismo cabe decir del equipamiento de las cárceles: las carencias no se revelaron de la noche a la mañana, sino que acompañaron el descomunal derroche en otras áreas del aparato estatal. Y ahora se apelará a unos mecanismos excepcionales para tratar de atenuar un poco los rigores de la catástrofe penitenciaria, sin atender el problema de fondo, que es el hacinamiento espantoso que sufren los reclusos y que, por cierto, convierte en letra muerta la norma constitucional de que “la reclusión de las personas detenidas se hará en lugares diferentes a los destinados para los que purguen condena”.

La capacidad máxima de la penitenciaría de Tacumbú –la principal del país– llega a 1.500 reclusos, pero allí están encerradas unas cuatro mil personas, custodiadas en cada turno por 45 guardiacárceles, mal entrenados. Estas cifras resumen una alarmante situación de larga data, que atenta contra la dignidad humana y de la que solo escapan, en buena medida, aquellos privilegiados que ocupan las llamadas celdas VIP, gracias al dinero mal habido o a la influencia de algún padrino.

Cuando la ley lo exija, los jueces deben aplicar la pena privativa de libertad para proteger a la sociedad, pero para lograr la readaptación social de los condenados, que es otro objeto de las penas, es necesario que “el número de internos en cada establecimiento no supere su capacidad máxima certificada”, según ordena el art. 79 del Código de Ejecución Penal. La promiscuidad reinante en las cárceles solo puede atizar el rencor y el deseo de venganza, aparte de favorecer la transmisión de técnicas delictivas, así como el tráfico de drogas ilícitas y las riñas constantes.

Al asumir el cargo, la ministra anunció que tiene como prioridad la construcción de penitenciarías. Ojalá que se consigan pronto los 115 millones de dólares requeridos para evitar que explote el “polvorín” del sistema penitenciario, según lo calificó muy bien la exministra Sheila Abed, y para que las condiciones de reclusión no sigan siendo inhumanas. En este caso, un eventual aumento de la deuda pública estaría justificado, atendiendo las dimensiones y la urgencia del problema.

La medida ministerial comentada no pondrá fin, ni mucho menos, al drama penitenciario, pero sirve para volver a llamar la atención sobre un gravísimo asunto, cuyo tratamiento se ha venido postergando debido a la ineptitud y a la negligencia heredadas de gobiernos anteriores, y que, por lo que se ve, continúan con el actual.

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