Es obvio que la eficacia del aparato estatal resulta afectada no solo por la corrupción pura y dura, sino también por las designaciones a cambio de favores políticos y el derroche del dinero público, entre otras lacras de nuestras prácticas político-administrativas. Por eso, es deplorable la falta de indicios ciertos de que el Poder Ejecutivo vaya a erradicarlas en el ámbito de su competencia. Al contrario, en lo que a la primera cuestión respecta, desde el nombramiento de los ministros y de los directores se tuvo la impresión de que el presidente de la República no se apartaría de la nefasta costumbre de tomar el Estado por un botín a repartir entre los viejos y los nuevos allegados, ignorando los méritos y las aptitudes que debería tener todo servidor público.
La gestión de Mario Abdo Benítez será juzgada no solo por lo que él haga o deje de hacer personalmente, sino también por la conducta de aquellos a quienes confió cargos de cierta responsabilidad. Por de pronto, ya se puede afirmar que tiende a cometer graves errores a la hora de seleccionar a quienes lo habrán de secundar en la gestión gubernativa. Las críticas “constructivas” que recibió en tal sentido, desde el mismo 15 de agosto de 2018, no parecen haber hecho mella en su convicción de que hay que devolver apoyos políticos entregando alguna sinecura. Si a inicios de noviembre convirtió al exsenador Julio César Velázquez (ANR) en consejero del IPS, pese a haber usurpado la presidencia de la Cámara de Senadores para facilitar la consumación del inconstitucional proyecto reeleccionista de Horacio Cartes, incurrió luego en al menos otros tres nombramientos que sirven para demostrar que en esta materia no está dispuesto a cambiar de rumbo.
A saber: dos de ellos hacen relación con el nombramiento como cónsules del exintendente de Horqueta Arturo Urbieta y del seccionalero de Carapeguá Héctor Figueredo, ambos colorados. El primero cobrará, como cónsul de segunda clase en Ponta Porá, entre 21 y 26 millones de guaraníes mensuales, en tanto que el segundo, como cónsul general en Buenos Aires, se embolsará 35 millones. Aparte de su condición de colorados “añetete” tienen en común el bochornoso hecho de ignorar las funciones que deberán ejercer, según surge de sus propias declaraciones a la prensa. Urbieta divagó sin ton ni son, pero Figueredo lo confesó lisa y llanamente: desconoce las funciones de un cónsul general, pero se enterará de ellas una vez que sea notificado por la Cancillería, consultando leyes y acuerdos bilaterales, entre otras cosas. O sea que el jefe de Estado designó a dos ignorantes para representar al país en dos importantes ciudades, como si fuera irrelevante saber algo del servicio diplomático y consular.
El art. 10 de la Ley N° 1335/99 autoriza al Poder Ejecutivo a designar “excepcionalmente” a personas ajenas al escalafón del servicio cuando no hay funcionarios suficientes para cubrir los cargos presupuestados en la categoría respectiva o “cuando por circunstancias especiales sea conveniente utilizar los servicios de dichas personas”. Dado que la primera causal es inexistente, solo cabe preguntarse cuáles fueron las “circunstancias especiales” que hicieron oportuno que esos dos ineptos se vuelvan cónsules. La simple respuesta es que debían ser recompensados o indemnizados por sus respectivas actuaciones políticas, ya que, como dijo hace poco el senador Silvio Ovelar (ANR), el presidente de la República es un hombre de palabra. Urbieta desertó de Honor Colorado y se volvió “anetete”, en tanto que Figueredo es uno “de toda la vida”, cuya candidatura como gobernador de Paraguarí había sido derrotada en los últimos comicios internos de su partido. En este punto, volvió a ser muy franco: el nombramiento lo habría sorprendido, porque “esperaba otra cosa”, es decir, otra canonjía pagada por el pueblo y no precisamente por Mario Abdo Benítez. Si esta es la seriedad con la que el canciller Luis Castiglioni pretende servir al país a través de sus diplomáticos y cónsules, hay motivos de sobra para que la ciudadanía esté bastante alarmada.
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Pero eso no es todo. Cuando de retribuir favores políticos se trata, el jefe del Poder Ejecutivo no le hace ascos a nada. Es lo que enseña el nombramiento del exintendente de Villa Hayes Ricardo Núñez (ANR) como representante de las municipalidades ante la Comisión Nacional de Juegos de Azar (Conajzar). El mismo se volvió “añetete” ya en la campaña electoral interna del partido. Este conspicuo miembro del infame clan Núñez, que hizo de la Opaci un feudo muy rentable, forjó un notable patrimonio como administrador de la gobernación de Presidente Hayes primero y como jefe comunal después. Sus hermanos, el diputado Basilio y el exdiputado Óscar, imputado este por una malversación de 30.000 millones de guaraníes siendo gobernador de Presidente Hayes, siguen siendo “cartistas”. Él supo cambiar de bando en momento oportuno, de modo que ahora tiene el consabido premio por su fino olfato político.
El presidente de la República tiene todo el derecho del mundo a retribuir el respaldo que haya recibido de sus correligionarios en los últimos tiempos. Lo que no debe hacer es recurrir para ello a la repartija de cargos públicos. Que, en todo caso, apele a su billetera, pero no al dinero de los contribuyentes consignado en el Presupuesto nacional, que debe destinarse al pago de las remuneraciones de personas idóneas y honestas, cuyos antecedentes hagan suponer que estarán al servicio de sus conciudadanos. Si los electores deben ser gratificados por sus votos, Mario Abdo Benítez les está devolviendo el favor de la peor manera.