Para la Nación paraguaya, que en defensa de su heredad tuvo que hacer frente a dos guerras internacionales, las Fuerzas Armadas personifican a ese Pueblo en armas que durante cinco años se cubrió de heroísmo luchando contra la infame Triple Alianza desde Paso de Patria hasta Cerro Corá, y que sesenta años después hizo lo mismo victoriosamente contra Bolivia en defensa del Chaco Boreal, desde Boquerón hasta Charagua. Por eso, históricamente, ellas han personificado los más elevados ideales de la Nación a la que representan y en cuya defensa deben VENCER o MORIR, conforme su juramento.
Lamentablemente, ese glorioso Ejército forjador de epopeyas en el pasado, hoy yace impotente para cumplir con su misión constitucional de defender los valores y aspiraciones de la sociedad paraguaya expresados en la Constitución Nacional. Misión que tiene que ver no solo con defender a las autoridades legítimamente constituidas, sino también la libertad, la vida y los bienes de todos los habitantes de la República.
Fueron las Fuerzas Armadas las que restituyeron al Pueblo paraguayo su libertad, derrocando al dictador Alfredo Stroessner en febrero de 1989. Las que supieron “aggiornarse” para que la sociedad civil pudiera establecer mancomunadamente un sistema democrático de Gobierno que permitiera impulsar el desarrollo del país, así como la implantación de un Estado de derecho que hiciera posible la convivencia pacífica, al amparo de la ley y el orden.
Por ironía del destino, casi tres décadas después de la gesta libertadora, tanto el Estado paraguayo, como la institución militar que lo personifica, se encuentran inficionados por una galopante corrupción que los han desnaturalizado gravemente en cuanto a sus fines y a su misión constitucional. La corrupción –a la que recientemente el papa Francisco ha calificado como “la peor plaga social” y un “fraude a la democracia”, y anteriormente de “gangrena de los pueblos”– ha tenido un efecto mucho más demoledor sobre las Fuerzas Armadas, porque ha socavado la columna vertebral de la institución: la disciplina.
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El escándalo de presunta corrupción en que se vio envuelto el defenestrado comandante de la Fuerzas Militares, general Luis Gonzaga Garcete, y su esposa –irónicamente conocida como “la generala”– indignó a la ciudadanía hasta la saciedad. Y ni qué decir al estamento militar, con demoledor efecto sobre la moral corporativa de la institución de rígida estructura vertical.
Pero, más allá de la supuesta lesión de confianza perpetrada en perjuicio del dinero asignado a las Fuerzas Armadas para su sostenimiento vegetativo y alguna actividad operacional, el daño colateral más grave tiene que ver con el quebrantamiento de la disciplina. La desmoralización que ha cundido en las filas de las Fuerzas Armadas por efecto de las presuntas fechorías del excomandante de las Fuerzas Militares y sus comandantes subalternos adláteres de las Fuerzas singulares (Ejército, Marina y Fuerza Aérea) ha sido una profecía autocumplida según un antiguo cliché del ejército prusiano: “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
En estos días, la prensa dio destaque a un hecho insólito: la denuncia de insubordinación de un comandante subalterno contra su comandante titular. En efecto, el comandante de la Armada, vicealmirante Hugo M. Scolari Pagliaro, denunció ante el comandante de las Fuerzas Militares, general Braulio Piris Rojas, haber sido amenazado y maltratado verbalmente por su subordinado, el comandante de la Flota de Guerra, contralmirante Elpidio Morán Peralta.
Según la denuncia elevada al escalón superior por el comandante de la Armada en fecha 7 de noviembre último, el motivo de la insubordinación del contralmirante Morán fue por la designación como jefe del estado mayor de la Armada de un oficial general menos antiguo que él, el contralmirante Pablo Gómez.
“Al tener conocimiento del nombramiento (de Gómez), el contralmirante Morán montó en cólera y me increpó duramente, diciéndome por qué el contralmirante Gómez ascendía al referido cargo, lanzando varios improperios contra el mismo. Dijo además que el cargo le correspondía a él, y agregó en forma amenazante que yo respondería por ese nombramiento… (las negritas son nuestras)”, dice parte del informe elevado al comandante de las Fuerzas Militares, por el titular del Comando de la Armada. Refiere también que, sobrepasando su autoridad, el contralmirante Morán se presentó ante el general Piris Rojas y solicitó venia para hablar con el comandante en Jefe, Horacio Cartes.
Desde hace bastante tiempo la Armada ha venido siendo noticia por actos de corrupción institucional, de las mismas características que los atribuidos al general Luis Garcete cuando era comandante de las Fuerzas militares, y del deficiente control del contrabando por parte de la Policía Naval Fluvial que patrulla los ríos limítrofes. Similares cargos de corrupción son también imputados frecuentemente a la FTC instalada para combatir al EPP en la zona norte del país. Entonces, no resulta extraño que ocurran casos de indisciplina en esos ámbitos, como probablemente en muchos otros de las FF.AA. que no salen a la luz.
El daño colateral de la pérdida del respeto y obediencia debidos por un subalterno al superior jerárquico en las Fuerzas Armadas es directa consecuencia de la pérdida de autoridad moral de los superiores por actos de corrupción en que estos incurren y de los que los subalternos se percatan. El don de mando, vale decir, el liderazgo, requiere integridad moral, no solo en la organización militar, sino también en las organizaciones civiles. Pero en la institución militar es la espina dorsal, por lo que cuando esta se relaja, o se quebranta, cunde la indisciplina. Y sin disciplina, no hay obediencia ni respeto en ninguna organización. Y sin organización, no hay victoria contra el enemigo.
Nuestras otrora gloriosas Fuerzas Armadas necesitan de comandantes que no pierdan la vergüenza, para que sus subalternos no pierdan el respeto.