Delincuentes y “polibandis” atemorizan a la población

“Nadie está seguro en el país”, dijo no hace mucho el presidente del Congreso, Roberto Acevedo, luego de que una radioemisora suya fuera atacada en Pedro J. Caballero, ciudad en la que cada mes se cometen, por término medio, siete homicidios. Si allí las bandas de narcotraficantes dirimen sus conflictos a balazos, ante la inoperancia policial inducida por el dinero sucio, los pobladores del área de operaciones de la banda criminal EPP saben que están expuestos a ser secuestrados o a que sus bienes sean destruidos, sin que la FTC les sirva de suficiente protección. Por su parte, en la Gran Asunción y en Ciudad del Este la zozobra es provocada, sobre todo, por bandas de jóvenes motorizados conocidos como “motochorros”, que asaltan incluso en pleno día y en cualquier lugar. Por su parte, la Policía Nacional está inficionada por la corrupción, y grandes escándalos afectaron a sus integrantes. La institución acaba de crear un Departamento de Transparencia y Anticorrupción, para recibir denuncias de la ciudadanía sobre la actuación de sus integrantes. Es de esperar que sirva efectivamente para que los policías deshonestos, de cualquier jerarquía, sean apartados y den con sus huesos en la cárcel.

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“Nadie está seguro en el país”, dijo no hace mucho el presidente del Congreso, Roberto Acevedo, luego de que una radioemisora suya fuera atacada en Pedro Juan Caballero, ciudad en la que cada mes se cometen, por término medio, siete homicidios. Si allí las bandas de narcotraficantes dirimen sus conflictos a balazos, ante la inoperancia policial inducida por el dinero sucio, los pobladores del área de operaciones de la banda criminal EPP saben que están expuestos a ser secuestrados o a que sus bienes sean destruidos sin que la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) les sirva de suficiente protección.

La zozobra en el noreste de la Región Oriental deriva de la actuación de organizaciones delictivas bien pertrechadas, como los jefes y soldados del llamado Primer Comando Capital, del Brasil, que ya han sentado allí sus reales, en tanto que la reinante en la Gran Asunción y en Ciudad del Este es provocada, sobre todo, por bandas de jóvenes motorizados, conocidos como “motochorros”, que asaltan incluso en pleno día y en cualquier lugar. Hoy nadie se siente seguro, y cualquiera sufre una aprehensión cuando ve avanzar en su dirección una motocicleta ocupada por dos personas.

Mientras que en la capital del Amambay hay una fuerte “sensación de inseguridad” desde hace ya largos años, el área metropolitana de Asunción y la capital de Alto Paraná han experimentado en 2016 un notable aumento de los hechos punibles, con el agregado de que los delincuentes parecen cada vez más proclives al uso de la violencia, acaso debido al consumo de drogas ilícitas. Más allá de lo que digan las estadísticas del Ministerio del Interior, que no registran todos los delitos cometidos –porque muchos de ellos son silenciados por temor a represalias o por desconfianza en la actuación policial–, lo cierto es que los pobladores de las principales zonas urbanas del país se sienten cada vez más indefensos. Muchos vecinos se agrupan para vigilar sus calles, y hasta se forman “comisiones garrote” con el propósito de hacerse “justicia por mano propia”, algo que es inadmisible en un Estado de derecho, pero que constituye el último recurso que encuentran ciertos pobladores para defenderse. El primo de un joven baleado en la puerta de su casa, en el centro de Asunción, por dos “motochorros” que le sustrajeron un teléfono móvil, habló de esa extrema posibilidad “porque la Policía y el Estado nada hacen”.

Ocurre que la Policía Nacional, además de estar inficionada por la corrupción, está desbordada porque, entre otras cosas, solo 8.202 de sus 21.186 efectivos se ocupan de la seguridad de la ciudadanía, o sea, uno por cada 791 habitantes, siendo que la Organización de las Naciones Unidas aconseja que la relación sea de uno por cada 333. La mayoría de los funcionarios policiales –el 62%– están asignados a reparticiones tales como la Dirección Administrativa, el Hospital y la Escuela de Policía, el Departamento de Identificaciones y el de Bosques y Asuntos Ambientales, o bien integran grupos especiales para reprimir ciertos delitos, como el abigeato y la trata de personas. Además, muchos de los que están afectados a las comisarías son destinados para atender la seguridad de privilegiados funcionarios de los tres Poderes del Estado y sus familiares. Sin olvidar que numerosos efectivos fungen de guardaespaldas privados a cambio de una coima para el comisario. Resulta así que la cantidad de policías dedicados efectivamente a brindar seguridad a las personas es muy inferior a la ya de por sí insuficiente cantidad total antes referida.

Como casos emblemáticos de la corrupción policial que afecta a dicha fuerza y que mina la moral de sus tropas para el cumplimiento de sus funciones se puede recordar el del comisario general Francisco Alvarenga, nada menos que excomandante de la institución, destituido y procesado por el delito de lesión de confianza que habría cometido en el manejo de combustibles. También está el caso del narcotraficante argentino Ibar Pérez Corradi, quien reveló haber comprado su impunidad a varios oficiales de policía, sin que la grave denuncia haya desencadenado medida moralizadora alguna en la institución. Ahora mismo otro estruendoso escándalo sacude a la Policía Nacional con el descubrimiento de que tres efectivos de la comisaría 11ª intentaron plantar droga en el automóvil de una joven empresaria. Para peor, aparentemente fue por instrucciones de un narcotraficante que buscaba vengarse de la víctima del frustrado operativo.

Si a esos hechos tan elocuentes se suman las reiteradas denuncias sobre la cobertura que agentes policiales suelen dar a asaltantes, se desprende que la podredumbre institucional pone directamente en peligro la vida y los bienes de quienes les pagan sus sueldos. A estas alturas el “polibandi” –delincuente uniformado– ya no es ninguna figura exótica, sino una realidad bien conocida.

Se podrá alegar que los jueces son demasiado indulgentes con los malhechores, al abusar de la concesión de medidas alternativas a la prisión, jamás controladas, y que la reinserción social de los condenados se torna muy difícil considerando el calamitoso estado del sistema penitenciario. Sin embargo, no cabe la menor duda de que la irracional distribución de los efectivos policiales y la corrupción que infecta sus filas contribuyen en muy considerable medida a la inseguridad que siente la población.

La Policía Nacional acaba de crear un Departamento de Transparencia y Anticorrupción, que recibirá denuncias de la ciudadanía con respecto a las actuaciones de los uniformados. Es de esperar que esta nueva dependencia no sea una de las tantas oficinas inútiles, recargadas de funcionarios, que pululan en la administración pública, y que sirva efectivamente para que los policías deshonestos, de cualquier jerarquía, sean apartados y den con sus huesos en la cárcel.

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