Peripecias trágicas protagonizó recientemente una mujer indígena (Ava Guaraní), que perdió a su bebé en estado de gestación y terminó inhumando el cuerpecito en plena plaza Independencia, ubicada nada menos que frente al viejo Cabildo, a pasos del edificio del Congreso y a dos cuadras del Palacio de Gobierno, en el centro asunceno.
Esta dramática circunstancia revela así la total indiferencia de las autoridades hacia los nativos, porque no es posible pensar que en su diario trajinar por el lugar no vean las inhumanas condiciones en que sobreviven los que merodean por allí, de la mano de la caridad pública y en pésimas condiciones de salubridad.
Situaciones como estas nos llevan a la penosa conclusión de que el devenir de nuestras comunidades nativas no mejoró en ningún aspecto en las últimas décadas. De hecho, es inevitable concluir que ha empeorado en puntos importantes.
¿Por qué tantos indígenas –sin importar su pueblo de origen– se allegan a los centros urbanos, donde no tienen nada dignamente remunerado en que puedan ocuparse?
Todos los beneficios, en un solo lugar Descubrí donde te conviene comprar hoy
Solamente este fenómeno es suficiente síntoma del retroceso que mencionábamos. Además, está bien manifiesto, a la vista de todos, en las vías y espacios públicos, el incremento de nativos dedicados a la mendicidad, especialmente mujeres y niños, a los que se puede ver apostados en numerosos lugares de la capital y su área metropolitana.
La calidad de vida de los indígenas que emigraron a los centros urbanos no mejora ni superará la que tienen en su ámbito original. No tienen aptitudes aprendidas para trabajar en la ciudad; las que poseen sirven solo para su medio tradicional, lo cual hace que su adaptación física y psicológica al espacio urbano sea forzada, improvisada y desordenada. Los muchachos y chicas jóvenes carecen de mecanismos de defensa contra las presiones culturales que rápidamente comienzan a sufrir, al mismo tiempo que crece su apremiante estado de necesidad económica y debilidad psicológica. Y, lo que es más grave, no se hace absolutamente nada por cambiarles la situación, como si no existieran autoridades, instituciones y presupuestos destinados a atender tan sensible problema. Y así, estos compatriotas continúan con su agonía, con tendencia a ir desapareciendo de a poco en medio de la indiferencia general.
Los jóvenes indígenas que emigran hacia las ciudades con las desventajas citadas anteriormente, en su mayoría acaban marginalizándose, incurriendo en prácticas ilícitas o abusando del consumo de bebidas alcohólicas o de substancias prohibidas, cuando no dedicándose a su tráfico en pequeña escala.
El triste episodio del bebé indígena inhumado en plena plaza céntrica de Asunción, capital del Paraguay, se agrega a muchos otros casos que exhiben el resultado de décadas de ausencia de políticas gubernamentales destinadas a encarar esta problemática en nuestro país. Se compraron algunas tierras para algunas comunidades, y eso fue todo. De paso, como ocurre siempre que el Gobierno manipula la compraventa de inmuebles “con fines sociales”, se cometieron los correspondientes negociados.
De hecho, los indígenas del Paraguay son frecuentemente utilizados como pretexto para recaudar fondos internacionales destinados a su ayuda y realizar otras operaciones similares que, en vez de favorecerlos, aprovecharon mucho a organizaciones y personas que se promueven a sí mismas como dedicadas al indigenismo pero que, en realidad, viven a costa de los nativos y sus necesidades. De lo contrario, no se explica que el problema de los mismos siga igual a lo largo de tantas décadas.
El Estatuto de las Comunidades Indígenas, vigente desde 1981, establece en su Art. 3 que: “El respeto a los modos de organización tradicional no obstará a que en forma voluntaria y ejerciendo su derecho a la autodeterminación, las comunidades indígenas adopten otras formas de organización establecidas por las leyes que permitan su incorporación a la sociedad nacional”.
Está claro que, después de casi cuarenta años, el Estado paraguayo no hizo ni una cosa ni otra: no tomó medidas políticas para ayudar a las comunidades indígenas a conservar su modo de vida tradicional, en sus ámbitos originarios, y a autodeterminarse política y económicamente, ni, mucho menos, creó las condiciones básicas indispensables para que “adopten otras formas de organización que permitan su incorporación a la sociedad nacional”.
Los indígenas paraguayos están a la buena de Dios. Ni la sociedad nacional, ni las organizaciones civiles ni los sucesivos Gobiernos los tuvieron en cuenta seriamente, acudiendo en su ayuda y promoviéndolos con planes y proyectos de acción concretos. Solo son utilizados para la propaganda, como cuando el expresidente Fernando Lugo, al asumir el cargo, prometió en su discurso que los niños de la calle y los indígenas iban a merecer su atención preferencial, lo cual no ocurrió.
Se estima que la casi veintena de comunidades indígenas del Paraguay suman poco más de cien mil integrantes. Esto representa una cantidad demográficamente pequeña, vulnerable, que arriesga la pervivencia de esos pueblos que, además, padecen alta tasa de mortalidad infantil. Los hechos dramáticos por los que tienen que atravesar los indígenas que emigran a las ciudades obligan a dirigir hacia ellos la mirada seriamente. Esos legisladores y autoridades que se cruzan con ellos todos los días en las calles y plazas deberían pensar en planes concretos y sustentables para salvar lo poco que va quedando. De lo contrario, en poco tiempo más los veremos desaparecer, como ocurre con nuestros recursos naturales.