En Perú, una prostituta se promovió como candidata para lograr un escaño en el Congreso de su país; con dicho fin integró una lista del partido Frente Amplio (izquierda) y realizó campaña electoral bajo el lema: “una puta decente que hará del Congreso un burdel respetable”.
No es el primer caso en que la política práctica atrae a personajes que son completamente ajenos al oficio o arte de gobernar. En Italia se recuerda el caso de la famosa actriz porno conocida como “la Cicciolina”, que en 1987 fue elegida diputada por el Partido Radical. En Ecuador, hace pocos años, un grupo juvenil hizo campaña electoral por “don Burro”, un jumento al que vistieron elegantemente y le hicieron concurrir a un local de inscripción, donde fue rechazado como candidato. Pero en las redes sociales “don Burro” obtuvo más de diez mil simpatizantes.
En el Brasil, el popular payaso “Tiririca” fue en el 2010 el diputado federal más votado. En su campaña electoral fue sincero: “No sé qué hace un diputado. Vótenme, y después les cuento”.
En México, para las próximas elecciones locales del 7 de junio, están candidatados payasos, actores de cine y televisión y deportistas. Entre los primeros, el payaso “Lagrimita”, que hace intensa campaña para ser candidato independiente a la alcaldía de Guadalajara, manifiesta: “Nos hartamos de los políticos. Tantos escándalos y mentiras. Tiene que haber un cambio, y por eso nos decidimos”. Luego invita: “Es hora de que un payaso de verdad gobierne”.
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Palabras más, palabras menos, este es el tipo de actitud que gana espacio a lo largo y ancho de América Latina (e incluso de algunos países latinos de Europa, según se vio), respecto a los congresistas, legisladores o concejales, entre los cuales la cantidad de mediocres y farsantes es tan elevada, en proporción, que no hay más remedio que preguntarse si, siendo verdadero el supuesto de que los políticos electos representan al pueblo, entonces, ¿cuál es el nivel cultural y moral de ese pueblo que votó por ellos?
El Paraguay no es una excepción en materia de la escasísima consideración que merecen los legisladores en la opinión pública. Nuestros senadores, diputados y concejales, en general y salvo contadísimas y conocidas excepciones, no despiertan ninguna admiración ni respeto en el seno de nuestra sociedad.
En efecto, hace pocos días, el propio presidente de la Cámara de Senadores, Mario Abdo Benítez, se despachó en relación con nuestro Congreso con términos fuertes, manifestando que la institución a la que pertenece y preside actualmente se parecía a un prostíbulo. Con este comentario reaccionaba ante la dudosa conducta que una mayoría de legisladores asumió, en ocasión de la votación que hicieron para la renovación y prolongación de la concesión que una empresa particular goza en la explotación del servicio público de mantenimiento de una carretera, en el Este del país. Dicha espontánea calificación del senador Abdo tuvo una singular respuesta por parte de una mujer, que se presenta al público como representante de las “trabajadoras sexuales” del Paraguay, Buenaventura Cabañas, quien se dirige al presidente de Senadores afirmando que “en los prostíbulos sí se trabaja”. En otras palabras, le dice al titular del Congreso que los senadores y diputados ganan sus jugosos salarios sin merecerlo en absoluto.
Estas pocas referencias son suficientes muestras de la pobre imagen que se tiene de los políticos, y de los parlamentarios en particular.
Sin embargo ellos, lejos de preocuparse por la situación, no parecen mover un dedo para siquiera intentar revertir tal triste condición; al contrario, todos los días aparece una noticia acerca de cómo un diputado o un senador encontró la fórmula para esquilmar al Tesoro público o aprovecharse de su cargo para vender su voto a favor de proyectos legislativos claramente antipopulares o perjudiciales para el interés general. Y en este último sentido han abundado las acusaciones públicas entre los propios parlamentarios.
A medida que la figura de nuestros legisladores se atrofia y su reputación declina, la confianza de la gente en la institución que integran se debilita, hasta el punto de que muchas de sus decisiones son respetadas solamente si se las impone por medio de la fuerza; y aun, porque, en muchos casos, un grupo activo y decidido de manifestantes suele negarse a cumplir ciertas leyes, o se dedica a conculcar derechos de los demás alegando la defensa de los suyos, y en estos casos no existe autoridad pública que se anime a imponerles medidas de fuerza o sanciones legales, simplemente porque se sienten débiles, rechazados, impopulares, siguiendo la misma suerte de los legisladores.
En nuestro medio social se ha analizado y debatido varias veces esta situación de grave descrédito que padecen nuestros políticos en general, y nuestros congresistas en particular. Las respuestas al problema apuntan, casi siempre, al sistema electoral. Muy pocos dicen “somos un pueblo mayoritariamente inculto y por eso es natural que elijamos representantes mediocres”; la opinión que suele primar es la de que, quienes manejan las cúpulas de las organizaciones políticas predominantes y tienen el poder de elaborar las listas de candidatos (“listas sábana”), prefieren integrarlas con muchos zopencos dóciles y pusilánimes, gente por lo general carente de personalidad, sin criterio propio ni gallardía suficiente como para, llegado el caso, adoptar decisiones por sí misma, sin dejarse ordenar o sobornar; vale decir, actuando como verdaderos representantes del pueblo y no como meros agentes de operaciones de una cúpula o de un caudillo.
Dada esta situación, es previsible que las prostitutas, los payasos y otras gentes habitualmente distantes de la política piensen incursionar en ella para adecentarla, como afirman, con probable éxito, dada la importante cantidad de funcionarios elegidos para los cuerpos colegiados que se revuelcan en el fango sin importarles en absoluto su imagen, sino el rédito económico que les aportará su acción.