El Paraguay también debe resucitar

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La Pascua de Resurrección es una conmemoración cristiana alegre y optimista que representa la culminación del periodo conformado por los sucesivos momentos de la Pasión, formando con este un contraste moralmente aleccionador, enseñándonos que los males humanos no son eternos, ni los pecados, irredimibles. Que todos somos capaces de resucitar, hablando en sentido figurado, en nuevas formas de vida, más honestas, más dignas y generosas que la que teníamos. Si así vemos y valuamos estos momentos religiosos, será inevitable que admitamos que la política no solamente no puede estar excluida de ese ámbito, sino que debe figurar entre esas metas prioritarias, porque su ejercicio práctico cotidiano, mediante las acciones gubernamentales, la de las organizaciones civiles y políticas y la de otros sectores, es el mejor instrumento de que disponemos los seres humanos, congregados en sociedad, para que nuestros más caros anhelos lleguen a realizarse entre todos y en beneficio de todos. Es de esperar, con optimismo, que esta Pascua de Resurrección nos inspire espiritualmente lo bastante como para revalorizar nuestra ética de ciudadanos y decidirnos, de una vez por todas, a resucitar a este país.

La Pascua de Resurrección es una conmemoración cristiana alegre y optimista que representa la culminación del período conformado por los sucesivos momentos de la Pasión, formando con este un contraste moralmente aleccionador, enseñándonos que los males humanos no son eternos, ni los pecados, irredimibles. Que todos somos capaces de resucitar, hablando en sentido figurado, en nuevas formas de vida, más honestas, más dignas y generosas que la que teníamos.

Los símbolos y rituales religiosos son útiles para muchos objetivos enriquecedores del espíritu y provechosos para mejorar como personas, tales como la reflexión sobre nuestras fallas, los sinceros propósitos de enmienda y la determinación de realizar esfuerzos reales por hacer que nuestra existencia terrena, la individual y la social, se sitúe entre nuestras metas prioritarias.

Si así vemos y valuamos estos momentos religiosos, será inevitable que admitamos que la política no solamente no puede estar excluida de ese ámbito, sino que debe figurar entre esas metas prioritarias, porque su ejercicio práctico cotidiano, mediante las acciones gubernamentales, la de las organizaciones civiles y políticas y la de otros sectores, es el mejor instrumento de que disponemos los seres humanos, congregados en sociedad, para que nuestros más caros anhelos lleguen a realizarse entre todos y en beneficio de todos. 

Esta Pascua de Resurrección halla un Paraguay sumido en dudas lacerantes acerca de su futuro como país independiente, democrático e integrado al mundo civilizado. Encuentra un país que está ocasionalmente sumido en los últimos tramos de una campaña electoral cuyos discursos adolecen de un pecado fundamental: que se limitan a repetir fórmulas gastadas y ya varias veces fallidas, que siguen agotándose en promesas no sinceras, vacías y completamente incapaces de despertar el verdadero entusiasmo cívico, ese estado emocional que lleva a la gente a prestarse para cooperar en la construcción de una sociedad más justa que mire hacia el futuro con esperanza.

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El Gobierno que surja de estos próximos comicios será, en definitiva, “más de lo mismo”. En particular, si el candidato que triunfe resulte el del partido que está actualmente en el gobierno y que lo hegemoniza desde hace siete décadas. En ese caso, el 22 de abril no habrá Pascua de Resurrección para el Paraguay; lo que habrá, lastimosamente, será la prosecución de una larga época de padecimientos. Será como la continuación de un inacabable viacrucis.

Estos políticos nuestros, en su mayoría, simulan ser muy piadosos en las oportunidades en que las conmemoraciones católicas reúnen a muchos fieles, porque esto les arma un escenario muy apropiado para ejercitar el proselitismo. Es entonces cuando se hacen fotografiar en los templos, en las procesiones, en la primera fila de la asistencia a ritos y pronunciación de homilías. Y, como es fácil de comprender, mucha gente ingenua los cree verdaderos cristianos solamente por encontrarlos en esos lugares y ocasiones, ignorando que se trata de farsantes que están simulando una piedad que no poseen como parte de una táctica proselitista.

Porque son los mismos que están siendo constantemente denunciados por participar de hechos ilícitos, inmorales o antipatrióticos; porque son los típicos políticos egoístas que conciben el acceso al poder y a la administración de bienes públicos como la meta más preciada para lograr su único y verdadero objetivo: su enriquecimiento veloz, fácil y cuantioso, que los aleje para siempre de la eventualidad de tener que ganarse la existencia trabajando de verdad honesta y esforzadamente, así como de padecer el paso por la llanura política, que implicará necesariamente la orfandad de privilegios y de acceso a los mejores negociados.

Estos políticos hipócritas que simulan su religiosidad para embaucar mejor a la gente crédula y sencilla son los que más alejados están del concepto de caridad en que Jesucristo fundó su doctrina. Son insensibles ante las dificultades sociales, los problemas ajenos, mientras no se conviertan en una amenaza a sus propios negocios. Solo piensan en sí mismos y, como mucho, en sus parientes, recomendados y operadores electorales. No tienen idea de lo que significa el concepto ético de “bien común”.

Para estos tipos, el bien común se reduce a lo que pueden meter en sus bolsillos, y cuando los tienen llenos, derraman algo en alguna acción de beneficencia pública, la que, nuevamente, no está fundada en la noción religiosa de caridad, sino simplemente enmarcada en el juego de tácticas prebendaristas. Ni siquiera sienten respeto hacia Dios cuando formulan sus juramentos protocolares de ejercer con honestidad y patriotismo las funciones públicas para las cuales son electos.

Estos políticos a los que estamos describiendo, a los que cualquier persona medianamente informada sabrá poner nombres y apellidos, son los modernos fariseos, aquellos personajes a los que Jesucristo denunciaba por mostrarse falsamente como ortodoxos observadores de la ley mosaica, cuando en sus actos privados y negocios públicos eran pecadores codiciosos, sectarios y prepotentes. Se los veía todos los días en el templo; una conducta destinada apenas a ejercitar su representación teatral ante la comunidad, como lo hacen también los nuestros. 

La proximidad de las elecciones generales pone a la ciudadanía ante la disyuntiva de volver a votar por los falsarios, corruptos, simuladores y hábiles sinvergüenzas que ya tienen un lugar adquirido en las “listas sábana” de algunos partidos, o intentar romper con la más desastrosa tradición política de mantener la hegemonía de los malos frente a la postergación de los buenos.

Jesucristo resucitó después de haber sido crucificado en medio de dos ladrones, de los cuales se cuenta que uno era bueno, por aceptar a Jesús como su salvador, y el otro, malo, por negarse a hacerlo. Como afirmáramos, nuestras “listas sábana” están llenas de ladrones fariseos. No hay manera de clasificarlos fácilmente entre “buenos” y “malos” porque ya no son dos, sino una multitud.

Frente a este tétrico panorama, lo que nos cabe esperar, con optimismo, es que esta Pascua de Resurrección nos inspire espiritualmente lo bastante como para revalorizar nuestra ética de ciudadanos y decidirnos, de una vez por todas, a resucitar a este país, haciendo que, más allá de estas cercanas elecciones, lo gobiernen políticos diferentes. Que el triunfo de Jesucristo sea convertido en el modelo y la inspiración para que los ciudadanos y las ciudadanas denuncien incansablemente a los fariseos de nuestra política, y, en vista de que poco podemos esperar de nuestra Justicia, se los pueda vencer al menos por cansancio, exponiéndolos permanentemente con sus lacras a la luz pública.