La ascensión en la escena política del virtual candidato por el conservador Partido Republicano en Estados Unidos ha abierto una amplia gama de ponderaciones acerca del fenómeno político que personifica Donald Trump, de cara a las elecciones generales de noviembre próximo en ese país. La mayoría de los comentaristas políticos que siguen de cerca la campaña de los aspirantes presidenciales coincide en que el éxito de la campaña proselitista de Trump se debe a la brutal franqueza con que aborda los asuntos que preocupan al público estadounidense en este tiempo. Su estridente retórica, no desprovista de jactancia demagógica y abierto desprecio por el statu quo, ha inducido a la mayoría de los analistas políticos a encuadrarlo dentro de la tradición del típico “caudillo” latinoamericano: carismático, demagogo y de manifiesta tendencia autoritaria.
El “fenómeno Trump” ha desconcertado a la opinión pública internacional, y al pueblo norteamericano en particular, que nunca vio surgir en su arena política un aspirante a la presidencia de la República que, con abierto discurso populista, haya alguna vez logrado tan inusitada aprobación popular hasta el punto de asegurarse virtualmente la nominación presidencial por su partido. Por supuesto, hay muchos factores que pueden ayudar a entender el ascenso político del polémico candidato presidencial estadounidense, siendo lo más resaltante que, como muchos caudillos políticos que hemos conocido en nuestro país y la región, incluido el presidente Horacio Cartes, Trump es un extraño a la clase política de su país, condición que le ha valido para desechar el sistema político tradicional, con la promesa de reemplazarlo por algo que podría funcionar para todo el mundo, especialmente para aquellos que se sienten marginados. Un perfecto calco del populismo de derecha tradicional de los países latinoamericanos y del Caribe en el pasado y presente.
Aun cuando ni Donald Trump ni Bernie Sanders lleguen a ser presidente, la inevitable opción es que los futuros líderes políticos norteamericanos tendrán que llevar en cuenta los fuertes sentimientos que estos dos candidatos han despertado. Y la lección es válida tanto para ellos como para nosotros los paraguayos, pues el populismo, sea de derecha o de izquierda, es una opción política trágica. La historia del autoritarismo y el populismo en Latinoamérica y el Caribe está plagada de infortunios que el sistema ha acarreado a los pueblos, tanto desde la extrema derecha como de la izquierda del espectro político, desde lejanos tiempos hasta el presente. Si no, recordemos al dictador Rafael Leónidas Trujillo, de República Dominicana; Juan Domingo Perón, de Argentina; Anastasio Somoza, de Nicaragua; Alfredo Stroessner, de Paraguay; Hugo Chávez y Nicolás Maduro, de Venezuela; Evo Morales, de Bolivia, Rafael Correa, de Ecuador; Daniel Ortega, de Nicaragua.
Todos los dictadores citados han bregado para mantener la fachada institucional de la democracia mientras subvertían las libertades civiles y políticas. La última generación de gobernantes populistas autoritarios se ha caracterizado por el abuso del poder y la fluidez ideológica de sus políticas económicas. El más dramático ejemplo lo constituye la desdichada Venezuela, donde Chávez y Maduro han cercenado las libertades públicas y arruinado la economía de la que fuera una de las naciones más ricas de la América Latina.
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De hecho, el populismo autoritario de derecha y de izquierda en América Latina, en particular en Paraguay, tiene un oscuro historial, desde violencia política a retroceso económico, pasando por el flagrante autoritarismo aún prevaleciente en muchas de las democracias de la región. Quizás lo peor del populismo demagógico es que, como sistema de gobierno, ha contribuido a desnaturalizar el concepto de democracia presentándola como caricatura del autoritarismo. Así, tanto Evo Morales en Bolivia, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina y Rafael Correa en Ecuador han intentado –y aún lo intentan– perpetuarse en el poder violando la Constitución por afán de conducir a sus naciones hacia tendencias autoritarias. Todos ellos han atacado la libertad de expresión arremetiendo contra los medios sociales de comunicación, amenazando a los periodistas con la prisión por criticarlos y clausurando medios de comunicación críticos de su gobierno, tal como lo hizo aquí el dictador de derecha Alfredo Stroessner con su cínico lema de “democracia sin comunismo”, con lo que pretendía borrar la línea que separa la democracia del autoritarismo.
El “fenómeno Trump” ha colocado de nuevo en el tapete el profundo dilema moral subyacente en la opción trágica entre populismo de derecha y de izquierda a que a veces se ve compelida una sociedad, habida cuenta de que tanto la una como la otra conducen indefectiblemente al mismo resultado negativo de engaño y frustración en cuanto al saldo final de gestión de ambos modelos políticos. Los dos extremos convergen inexorablemente hacia un mismo resultado político y económico final desastroso, mucho peor que la situación de disconformidad y frustración que llevó al pueblo a optar por uno u otro.
La moraleja que se desprende del dilema del electorado norteamericano con relación al aspirante republicano a la presidencia de los Estados Unidos la tenemos muy bien aprendida los paraguayos. Cuando el dictador Alfredo Stroessner asumió el poder tras derrocar por medio de un golpe militar al presidente Federico Chaves, la mayoría del pueblo aplaudió el fin de la anarquía política prevaleciente en el país y el descalabro económico consecuente, con la falsa esperanza de que el nuevo presidente pondría la casa en orden con un régimen de Gobierno democrático. Pero el remedio resultó peor que la enfermedad, como es sabido. Tras el derrocamiento del dictador, los gobiernos civiles que se sucedieron tuvieron en esos campos igual o peor gestión que el autoritario régimen depuesto, con excepción de las libertades públicas plenamente vigentes.
De cara a las elecciones generales del 2018, los electores paraguayos no deben dejarse engañar por los cantos de sirenas que les vengan de derecha y de izquierda simultáneamente, sino buscar un candidato distanciado de ambos extremos del espectro político, provenga de donde provenga, con tal de que no sea del lodazal político que ha convertido a nuestro país en un paraíso de gánsters.