… entre los enemigos

Hoy se cumple el segundo aniversario del asesinato de nuestro compañero de tareas Pablo Medina, corresponsal de nuestro diario en Curuguaty y su zona geográfica aledaña. Su crimen fue ampliamente reportado por la prensa local y extranjera; su nombre se agregó a las listas de profesionales del periodismo que cada año ingresan a las fatídicas nóminas de quienes mueren en el cumplimiento de su labor y en aras de su vocación. El crimen de Pablo Medina a manos de sicarios de una organización de narcotraficantes nos despertó a los paraguayos de nuestra displicente apatía, haciéndonos ver de cerca, en asientos de primera fila, cómo creció este tipo de organización delictiva en nuestro país y hasta qué punto están dispuestos a llegar, sin parar mientes en escrúpulos morales ni legales. Es de esperar que su inmolación no acabe como un simple episodio heroico, al que se recuerde en ocasiones para llenar de encomio su memoria. Pablo Medina no jugó a ser héroe sino a ser útil a la sociedad. Es preciso honrar su muerte continuando la lucha contra los narcos, sin darles cuartel.

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Hoy se cumple el segundo aniversario del asesinato de nuestro compañero de tareas Pablo Medina, corresponsal de nuestro diario en Curuguaty y su zona geográfica aledaña. Su crimen fue ampliamente reportado por la prensa local y extranjera; su nombre se agregó a las listas de profesionales del periodismo que cada año ingresan a las fatídicas nóminas de quienes mueren en el cumplimiento de su labor y en aras de su vocación.

En nuestro caso, se trató del asesinato de un periodista arrojado que, conociendo bien el ambiente en que debía moverse y el tipo extremadamente peligroso de gente a la que debía investigar y denunciar, no rehuyó dicho enfrentamiento y decidió, por sí mismo, por su propia dignidad, conservar su coraje intacto, afrontando las constantes intimidaciones y amenazas contra su vida, pese a la dolorosa experiencia de haber visto caer a dos de sus hermanos a manos de los criminales de la zona.

El crimen de Pablo Medina a manos de sicarios de una organización de narcotraficantes nos despertó a los paraguayos de nuestra displicente apatía, haciéndonos ver de cerca, en asientos de primera fila, cómo creció este tipo de organización delictiva en nuestro país y hasta qué punto están dispuestos a llegar, sin parar mientes en escrúpulos morales ni legales.

La persona que está sindicada como autora moral del hecho y casi todos los señalados como autores materiales están procesados y guardan prisión, lo que permite alentar la esperanza de que, al menos en lo que a ese grupo delictivo se refiere, se haga justicia y se le despoje de sus posibilidades e intenciones de continuar traficando, intimidando, sobornando funcionarios y autoridades o matando.

Después de este suceso y de sus consecuencias jurídicas las estructuras del narcotráfico en la zona del crimen de Pablo no fueron afectadas en nada. Cayeron un jefe local, el exintendente de Ypejhú y presunto autor intelectual del crimen, Vilmar Neneco Acosta, y algunos soldados, lo que no conmueve en absoluto a las demás bandas, que, si caen algunos de sus miembros, al segundo siguiente encuentran suficientes sustitutos para que el ritmo de sus negocios no se altere en lo absoluto Y, lo que es más importante aún, la estructura de poderosos protectores políticos –sean madrinas o padrinos– continúa incólume e impune. Porque, a esta altura, es muy difícil pensar que dos de los influyentes íntimos de Acosta, la diputada colorada Cristina Villalba y el gobernador de Canindeyú, Alfonso Noria, no conocieran las actividades del exintendente, en una zona y en una pequeña localidad donde no hay secretos de sus habitantes que no se conozcan.

De hecho, las drogas continúan fluyendo, sus lugares de depósito están seguros, sus transportes y transportadores no tienen dificultades de tránsito ni con fronteras de por medio, los cultivos de productos prohibidos se incrementan, y la mayoría de los funcionarios y autoridades de todos los niveles están comprados por los narcotraficantes.

Cada día que transcurre ve incrementarse el poder, la riqueza y la impunidad de estas bandas. No solamente cuentan con la protección de las autoridades locales, moviéndose a sus anchas en sus zonas operativas y disfrutando de sus suntuosas residencias particulares, sino que extendieron su influencia hasta los niveles superiores del Gobierno, donde cuentan con la complicidad o el encubrimiento de no pocos jefes administrativos, policiales y, sobre todo, políticos.

También tienen “amigos” en las Cámaras del Congreso, donde ciertos legisladores, bajo el disfraz de la camaradería entre correligionarios, lo que hacen es protegerlos y procurarles la mayor impunidad que esté a su alcance. A cambio de este servicio, por supuesto, pueden contar con el agradecido y generoso aporte en metálico que estos amigos sabrán donarles cuando lleguen los tiempos electorales.

En efecto, como sucedió en muchas experiencias bien conocidas de otros países latinoamericanos, los narcos amplían constantemente sus fronteras de influencia. No se detienen en la aldea, en la zona, en la región. Si todo esto ya fue puesto bajo su control, avanzan hacia el centro mismo del poder político. Allí comienzan por sobornar a los más débiles, moral y económicamente hablando; el siguiente paso lógico es intentar sumar votos en los colegiados donde se podrían frustrar sus negocios. Juntas municipales e intendencias de localidades del interior caen fácilmente bajo su influjo. Y así van escalando hacia los poderes de decisión.

En suma, los narcotraficantes ya cuentan con intendentes, concejales, gobernadores, policías, fiscales, jueces, magistrados y legisladores que protegen sus negocios e intereses. A través de sus entenados disponen de influencia en numerosos organismos públicos y se expanden geográficamente, cubriendo ya la mayor parte de las regiones de nuestro país.

Esto les permite instalar sus “mulas” en todas partes, disponer de dispensarios de droga a metros de los colegios y facultades, distribuir su nefasta mercadería en vehículos apropiados, a lo largo y ancho del país y sus ciudades mayores.

Sus jefes y sus cuadros viven como reyes orientales, estén afuera o adentro de las prisiones. Y, aun estando presos, continúan manejando sus empresas del mal con libre disposición de la mejor y más actualizada tecnología de comunicaciones. Uno de estos capos, Jarvis Chimenes Pavão, demostrando poseer todo el poder, hace poco reveló que contribuía para la adquisición de equipos para la propia policía y que en una ocasión colaboró con mucho dinero para liberar a un secuestrado del EPP.

Este es el estado de cosas contra el cual luchaba decididamente apenas con sus herramientas profesionales el periodista Pablo Medina. Enfrentó a los narcotraficantes, les señaló, les denunció; le advirtieron que desistiera, le amenazaron y, finalmente, le asesinaron. Combatió y se jugó la vida, perdiéndola por una causa que nos incumbe a todos, a todo nuestro país, excepto, naturalmente, a quienes lo envilecen.

Es de esperar que su inmolación no acabe como un simple episodio heroico, al que se recuerde en ocasiones para llenar de encomio su memoria. Pablo Medina no jugó a ser héroe sino a ser útil a la sociedad. Es preciso honrar su muerte continuando la lucha contra los narcos, sin darles cuartel. Pero en la vanguardia de estos combates no deberían estar personas que solamente están armadas con sus grabadoras y sus cámaras; allí deben estar las autoridades superiores de la Nación, los representantes del pueblo, los que juraron proteger los intereses superiores del país. Es decir, justamente aquellos a los que no se ve todavía en el frente de batalla sino en la confortable retaguardia... cuando no entre los enemigos.

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