Hace más de cinco meses que Mario Abdo Benítez juró como Presidente de la República. Pasaron con creces los primeros cien días que normalmente se le otorgan como período razonable de adaptación y ajustes a una gestión gubernamental, a lo que en nuestro país se suman cuatro meses de transición entre las elecciones generales y la toma de mando, un tiempo que, se supone, se debería utilizar para armar el gabinete, estudiar los diagnósticos y estados de cuenta, establecer prioridades y secuencias, delimitar objetivos y delinear las principales estrategias para el enorme desafío que se tiene por delante.
Desde luego, nadie con sensatez exigiría grandes soluciones inmediatas a problemas complejos y estructurales, pero a esta altura se esperaría al menos ver buenas señales en la dirección correcta, a la par de acciones prácticas y efectivas para abordar las cuestiones más urgentes, como paliar el descalabro de la salud pública o mejorar un poco las escuelas antes del inicio de las clases.
En cambio, lo que se ven es mucho desconcierto, mucho pago de favores políticos, mucha compra de lealtades, mucho uso de entes del Estado y binacionales para reparto de prebendas y como plataformas proselitistas.
Experimentados funcionarios comentan en voz baja que en sus respectivas instituciones reinan la confusión y la desconfianza, nadie sabe qué se va a hacer, cuál va a ser el papel que les tocará desempeñar, dónde tienen que poner el énfasis, a dónde deben apuntar, a quién le tienen que responder.
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Este ambiente enrarecido promueve el sálvese quien pueda, el todos contra todos, las intrigas, las serruchadas, cuando lo ideal habría sido aprovechar el impulso y las renovadas esperanzas que habitualmente genera el comienzo de un nuevo Gobierno para capitalizar lo mejor del trabajo en equipo, el entusiasmo, los esfuerzos mancomunados en la bien entendida burocracia estatal.
Todo lo contrario, a los más capaces y responsables les está costando encontrar espacios, muchos ven que se truncan sus carreras, a los jefes idóneos y competentes no se los respeta, porque se tiene la impresión de que en cualquier momento algún político vendrá a ocupar su lugar; rápidamente se va expandiendo la frustración y va quedando el mensaje de que vale más ir a militar a alguna seccional que esforzarse por cumplir un buen servicio público.
Como consecuencia, con algunas excepciones, la impresión que se proyecta es de que la administración pública se está manejando por simple inercia, cada institución tira para su lado, sin instrucciones, sin objetivos coordinados, sin liderazgos definidos, sin ideas unificadas, sin alguien por encima que determine los fines y juzgue los resultados, tarea que le compete, en primer lugar, al Presidente de la República.
Un ejemplo sintomático de esta situación es la preocupante desatención del proceso de renegociación del Anexo C del Tratado de Itaipú, tal vez la responsabilidad más grande que les toca a este Gobierno y al próximo, de la cual depende nada menos que, literalmente, el desarrollo del Paraguay.
Cuando se le preguntó a Julio Ullón, jefe del gabinete civil de la Presidencia, qué se estaba haciendo al respecto, dudando y para salir del paso respondió que se estaba “evaluando la conformación del equipo de trabajo”. En otras palabras, no se está haciendo absolutamente nada. Peor aún, al frente de la binacional se nombró a José Alberto Alderete, una persona bajo graves sospechas de enriquecimiento ilícito. El Presidente no solo lo mantiene como director general, sino que no dice una palabra sobre las claras evidencias que se ventilan acerca de su exjefe de campaña, pese a su tan promocionado “caiga quien caiga”. Ese es el elegido como principal interlocutor paraguayo en una instancia tan importante, y algo similar pasa en Yacyretá con Nicanor Duarte Frutos.
No solamente tendría que estar ya plenamente conformado el “equipo de trabajo”, sino que este debería ser un tema central del Gobierno, ya se tendría que haber contratado a los mejores asesores internacionales, por qué no al propio Jeffrey Sachs, y ya se tendría que estar construyendo por lo menos dos nuevas líneas de 500 kV, sin lo cual el poder de negociación del país ante Brasil es casi igual a cero.
Por supuesto, no es lo único. Claramente, Paraguay está sacando rédito de su bono demográfico, hay sectores que siguen progresando, el sector agropecuario es fuerte y está en marcha un acelerado proceso de industrialización y de expansión de los servicios, pero este potencial está cerca de llegar a su tope por debilidades de gestión y falta de infraestructura.
Se requieren rutas, puentes, puertos, aeropuertos, ferrocarriles, nuevas hidroeléctricas, mejorar dramáticamente la red de distribución eléctrica, incorporar tecnología, invertir en investigación y desarrollo, capacitar a la gente.
Es necesario planificar y ejecutar mecanismos para vencer los cuellos de botella sin endeudar al país de manera insostenible, para lo cual es preciso trabajar para involucrar al sector privado y atraer inversiones en áreas estratégicas.
Paralelamente, hay reformas estructurales que se deben hacer en el aparato estatal y en cuestiones de enorme importancia futura, como la seguridad social, el mercado laboral, la política fiscal, la reducción de la pobreza.
En síntesis, hay muchísimo por hacer, hay que empezar a gobernar. Instamos al Presidente de la República a despojarse de ataduras, identificar y elegir a los mejores hombres y mujeres que tiene a disposición, confiar en ellos y respaldarlos. Todavía está a tiempo, pero no le queda demasiado. Se ha ido prácticamente un año, a la gente se le está acabando la paciencia y muy pronto ya no será suficiente culpar de todos los males a la administración anterior ni a las herencias del pasado.