Gobierno de pillos

Según Transparencia Internacional, el Paraguay continúa situado en los primeros puestos de la lista de países con administraciones gubernamentales que toleran las irregularidades y vicios en los actos públicos, o que se sirven de ellas para mantener a sus políticos en el poder y en el disfrute de privilegios ilícitos. Los gobiernos que fallan en sus funciones administrativas y de contraloría de personal, de propósito o por incapacidad, y que, además, poseen un sistema de justicia inepto, sometido o inmoral, inmediatamente quedan a merced de la corrupción, que los va inficionando en mayor o en menor medida, según sea el grado de ineducación, desinstitucionalización o impunidad que cada cual permita consolidar en su Estado. En nuestro país, la inmoralidad y la ineficiencia en la administración de los intereses generales del pueblo son un defecto antiguo. No se le podrá achacar a este Gobierno haber abierto las canillas del latrocinio y la impunidad consecuente, pero sí que no haga todo lo que esté a su alcance para ir corrigiendo de un modo eficaz tal situación. Hacer, en definitiva, lo que el presidente Cartes prometió al asumir y lo que sus antecesores no quisieron o no se animaron a reformar.

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Según investigaciones de la organización Transparencia Internacional, posiblemente la que más confiablemente desarrolló la compleja técnica de calcular el grado de corrupción de cada Estado en el mundo, recurriendo a indicadores proporcionados por un gran número de organismos e instituciones, el Paraguay continúa situado en los primeros puestos de la lista de países con administraciones gubernamentales que toleran las irregularidades y vicios en los actos públicos, o que se sirven de ellas para mantener a sus políticos en el poder y en el disfrute de privilegios ilícitos.

Aunque Paraguay mejoró ligeramente su puntuación, con relación al año 2011, en el que alcanzamos un pico de corrupción, según los índices de esta organización, de acuerdo a los cálculos actuales correspondientes al año 2014, entre los veinte países latinoamericanos de habla hispana tenemos el “honor” de figurar en segundo puesto entre los más corruptos, con 150 puntos, detrás de Venezuela (161) y antes que Nicaragua (133).

Los menos corruptos son Chile y Uruguay, con 21 puntos cada uno. Estos dos últimos países logran su verdaderamente honrosa posición no solamente mediante un sistema de administración de justicia autónoma, eficiente y patriota, sino también gracias al alto nivel de educación moral de sus sociedades, y al criterio de legalidad que sus gobernantes imponen a sus funcionarios y se aplican a sí mismos, en las numerosas operaciones en las que los que ocupan posiciones de poder tienen la posibilidad de enviciarse.

Los gobiernos que fallan en sus funciones administrativas y de contraloría de personal, de propósito o por incapacidad, y que, además, poseen un sistema de justicia inepto, sometido o inmoral, inmediatamente quedan a merced de la corrupción, que los va inficionando en mayor o en menor medida, según sea el grado de ineducación, desinstitucionalización e impunidad que cada cual permita consolidar en su Estado.

En el caso de Venezuela y Nicaragua, a las causas señaladas anteriormente debe agregarse el factor obvio que padecen regímenes dictatoriales, con gobernantes mesiánicos que actúan de forma incontrolada, sostenidos políticamente por sus respectivos partidos hegemónicos que, para peor, están manejados por cúpulas comprometidas con toda clase de operaciones sórdidas que les aseguren la buena vida y el poder omnímodo.

Un hecho que no merece mayor investigación, porque es evidente por sí mismo, es que en los países donde no existe control social, o donde se impide o se trastorna de algún modo el poder de intervención de las organizaciones de la sociedad civil y de la prensa libre, los gobernantes y sus socios del sector privado encuentran la vía expedita para cometer todo tipo de fechorías.

Y allí comienza todo, pues cuando el ser humano sin contención moral, en especial si tiene abierta la canilla de los fondos públicos, descubre el placer de hacerse millonario sin trabajar y sin tener que responder ante la justicia, sucumbe a la tentación y se entrega de lleno a aprovechar todo lo que quede al alcance de sus manos. Esta debilidad humana debería ser corregida por el poder político, pero si este mismo es el que comanda la fiesta, no hay mucho que esperar.

En nuestro país, la inmoralidad y la ineficiencia en la administración de los intereses generales del pueblo son un defecto antiguo. No se le podrá achacar a este gobierno haber abierto las canillas del latrocinio y la impunidad consecuente, pero sí que no haga todo lo que esté a su alcance para ir corrigiendo de un modo eficaz tal situación. Hacer, en definitiva, lo que el presidente Cartes prometió al asumir y lo que sus antecesores no quisieron o no se animaron a reformar.

Con relación a esto, cabe felicitar al presidente Cartes por su determinación de suprimir las famosas bonificaciones con que los organismos públicos saquean el erario para favorecer indebidamente a funcionarios paniaguados, sindicalistas corrompidos o supernumerarios que son inútiles para el servicio de la sociedad y el bien común. Anunció que sería por este año; ojalá la experiencia sea positiva y se aplique en forma definitiva; de lo contrario, quedará en la historia de las frustraciones nacionales como otro simple acto de oportunismo.

El mal ejemplo de la deshonestidad cunde a lo largo y ancho de los poderes del Estado y de sus organismos internos y funcionariado. Los miembros de la Corte Suprema de Justicia acaban de dar un pésimo ejemplo, siendo ellos nada menos que las máximas autoridades de la justicia. ¿Qué podría esperarse de los que ejercen funciones menos encumbradas? Se adjudicaron bonificaciones especiales, aprovechando que son “autónomos”.

La adopción del sistema conocido como matriz salarial, hace un par de años, debió producir la regularización de las múltiples remuneraciones de los funcionarios públicos, incluida la gran variedad de “complementos” en una sola suma mensual. Sin embargo, ahora resulta que todo eso fue un engaño vil, una estafa a la buena fe de la gente, y la evidencia más palmaria de la inutilidad y cobardía de los gobernantes para poner orden en su administración.

En cuanto al Poder Legislativo y los poderes locales, no se escucha a ningún senador, diputado, gobernador, intendente o concejal que se levante en defensa de los dineros robados al pueblo o derrochados en autogratificaciones y otras modalidades inventadas para meter la mano en la caja pública sin consecuencias penales. No existe un solo funcionario público ni sindicalista que sienta un mínimo de honestidad y patriotismo y se aproxime a la justicia, o a la prensa, a denunciar los actos ilícitos que se cometen en su lugar de trabajo y que le consta por ser testigo presencial.

A ninguna de estas personas le importa un pepino la corrupción, aun sabiendo perfectamente bien que es la causa principal de la ignorancia, la pobreza y el atraso que agobian al 70% de la población paraguaya. Por lo tanto, la reacción tendrá que comenzar en otro sector social, de los ciudadanos y las ciudadanas que son saqueados y saqueadas todos los días, porque de los que ejercen alguna forma de gobierno ya no cabe esperar que ni siquiera se tomen la molestia de formular declaraciones, ya no se diga presentar denuncias.

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