Hay motivos para celebrar

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Las jornadas del 2 y 3 de febrero de 1989, que fueron las que iniciaron estos treinta años continuos de libertad y democracia de las que, desde entonces, gozamos ininterrumpidamente los paraguayos, merecen celebración y reflexión, no solamente porque los beneficios de vivir en una sociedad abierta son maravillosos, sino también porque la amenaza autoritaria, el deseo de retornar a una época dictatorial, sigue latente en importantes figuras políticas del presente.

Desde 1811, año en que se produjo la Independencia nacional, hasta 1870, cuando tuvimos nuestra primera Constitución democrática, el Paraguay vivió apenas dos o tres años de precaria libertad política. Desde 1870 hasta el final de la Guerra del Chaco, en 1935, hubo inestables esfuerzos por vivir en libertad, lográndose un período continuo de democracia iniciado en 1922 y trágicamente interrumpido apenas terminada la contienda contra Bolivia, el 17 de febrero de 1936. Fueron apenas catorce años.

A partir de ese día nefasto, en que los mandos militares enamorados de Adolfo Hitler y Benito Mussolini derogaron a cañonazos la Constitución de 1870, nuestro país fue sumergiéndose rápidamente en una horrenda pesadilla autoritaria, formalizada institucionalmente por el general José Félix Estigarribia el 18 de febrero de 1940 al decretar la institución de la dictadura en su persona.

Desde entonces, y hasta el amanecer del 3 de febrero de 1989, durante cincuenta y nueve largos y duros años, dos generaciones de paraguayos vivieron sometidas a los desatinos de los cuarteles, a los abusos de los poderosos, a la falta de justicia, a la discriminación, la intolerancia, a la discrecional apropiación de la cosa pública para enriquecer indebidamente a los garantes del “precio de la paz”.

El general Alfredo Stroessner, sucesor intelectual y político de Estigarribia, encarnó más completamente al régimen autoritario que todos sus antecesores en el ejercicio del poder absoluto, y su figura fue el sello del sistema fundado por el general Estigarribia.

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Algunos paraguayos aún añoran ese sistema: los serviles que siempre se apuran por obedecer órdenes para asegurar mendrugos, limosnas o prebendas, y los que aspiran a ejercer el poder sin control, para robar sin pudor.

El régimen autoritario paraguayo cumplió, ciertamente, uno de los objetivos que perseguían Estigarribia y Stroessner: eliminó las periódicas, desordenadas y sangrientas disputas por el poder que caracterizaron a nuestra República desde 1870. Pero lo hizo a un costo demasiado alto, el de sojuzgar a todos los paraguayos, secuestrándoles la libertad y los derechos, del mismo modo en que hoy y ahora la dictadura de Venezuela sojuzga y secuestra la libertad y los derechos de los venezolanos.

El régimen autoritario pretendió convertirnos en un rebaño, mandarnos como a un pelotón, hacernos vivir a todos en el cuartel. Al hacerlo lesionó profunda y duraderamente la dignidad y la autoestima de toda una nación. Ese daño inconmensurable no se mide en dólares y sus efectos deletéreos aún perduran en nuestra sociedad.

Además de eso, mientras Uruguay y Costa Rica se convertían en las sociedades más ricas de América Latina de la mano de sus sólidas democracias, al mismísimo tiempo el régimen autoritario nos vendía la idea de que entregar nuestra riqueza hídrica para desarrollar a Brasil y Argentina era progreso: las mayores represas del mundo en cuya construcción participamos no sirvieron para traernos electricidad y hasta hoy casi la mitad de nuestro consumo energético viene de fuentes contaminantes.

Unas pocas rutas asfaltadas fueron publicitadas como obras faraónicas, cuando, en democracia, los uruguayos o los costarricenses construían más y mejor infraestructura. Se nos decía que, siendo “apenas” paraguayos, no podíamos aspirar a más.

Para que nadie discutiera la narrativa del régimen, se castigaban el pensamiento, la creatividad, la crítica. Y para los que aún a pesar del castigo pensaban, creaban o criticaban, se abrieron cárceles, salas de tortura, se expatrió incluso a los más brillantes. José Asunción Flores, Herminio Giménez, Augusto Roa Bastos, todos sufrieron el exilio.

También se asesinó a demasiados buenos paraguayos cuyo pecado era querer vivir como vivimos ahora, libres. Hay familias, además, que lloran a desaparecidos, es decir, a personas cuyo asesinato el régimen logró mantener en secreto, tal vez la forma más atroz e inhumana de represión política.

Ese era el costo de la “paz y progreso”. Un costo usurario, leonino, una estafa pura y simple que aceptamos durante demasiado tiempo.

Las razones inmediatas que llevaron a las más importantes figuras civiles y militares del régimen autoritario encabezado por Alfredo Stroessner a derrocarlo son objeto de mucha y legítima controversia que no son el objeto de esta reflexión.

Pero aun cuando las motivaciones del general Andrés Rodríguez y sus aliados en las jornadas del 2 y 3 de febrero de 1989 hubieran sido totalmente subalternas, como repiten los que cayeron del poder en esas fechas, aún así es un hecho incontrovertible que desde entonces vivimos en libertad y en democracia. Eso no se atreve a negarlo ni el más obtuso autoritario, ni el más fanático enemigo de la libertad, y eso, solo eso, justifica plena y totalmente la celebración, de la que, es de lamentar, no participa con entusiasmo el Gobierno de Mario Abdo Benítez.

Nuestra democracia tiene demasiados problemas, obviamente, los cuales se vienen señalando repetidamente en la prensa para evidenciarlos y solucionarlos. Nuestra administración de Justicia es una vergüenza nacional, es la garantía de impunidad de la que usan y abusan todos los ladrones disfrazados de políticos que medran hoy en la cosa pública. Nuestro sistema electoral impide al pueblo discernir entre decentes y ladrones, y es tan perverso que obliga a los decentes a hacer campaña por los ladrones para resultar elegidos. Entre otros muchos problemas.

Pero, aun así, nuestra democracia ya ha permitido, después de sus convulsiones iniciales, el mayor periodo, también continuo, de crecimiento económico de toda nuestra historia, y los signos de la mejoría económica de millones de paraguayos están a la vista, contrastando con los injustos bolsones de pobreza que aún persisten.

La libertad y el desarrollo van de la mano, como debe ser. Que no nos vuelvan a engañar los émulos de Estigarribia y de Stroessner que merodean por nuestro sistema institucional. No los necesitamos, sus recetas son excusas para robar y nada más.

Celebremos, pues, con tranquilidad y con orgullo el camino de libertad iniciado el 2 y 3 de febrero de 1989 y hagamos de sus conquistas los instrumentos para edificar mejor justicia y mayor igualdad.