El 16 de julio último, el precandidato a concejal departamental de Concepción por el PLRA, Carlos Sosa Farías, fue asesinado a balazos cuando conducía una camioneta de la Cámara de Diputados, que desde hace siete años estaba a cargo de su correligionaria “llanista” Ramona Mendoza, vicepresidente 1º de dicho órgano. La asesoría jurídica de la Cámara sugirió a la mesa directiva que la legisladora fuera multada con 1.550.100 guaraníes, es decir, con la pena mínima que la Ley Nº 704/95 impone a quienes violan la prohibición de que el uso y la tenencia de automotores del sector público respondan a “fines particulares o ajenos a su función específica”.
El presidente del cuerpo colegiado, Pedro Alliana (ANR, “cartista”), se hace el desentendido, acaso porque continúa de hecho el contubernio “carto-lugo-llanista” montado en torno a la fallida e irregular enmienda constitucional impulsada para procurar el “rekutu” del presidente Horacio Cartes. Pero esa omisión no impide que la diputada reciba la pena pecuniaria correspondiente, dado que el verdadero órgano que debe aplicar la ley citada es la Contraloría General de la República, según su art. 11. Esta institución debe tomar cartas en el asunto para que no quede impune otro caso en que se ha violado la norma del “uso oficial exclusivo”, como reza la leyenda que debe llevar pintada todo vehículo del sector público.
Desde el 2013, el asignado a los legisladores, lo mismo que a otros altos personajes, quedó eximido de dicha exigencia, lo cual ha facilitado notablemente el abuso, tanto que la diputada Mendoza llegó a prestar la camioneta, que lucía en el parabrisas una gran calcomanía con su nombre de pila, como si ella fuera la dueña.
He aquí la cuestión de fondo, que afecta a la generalidad de quienes sirven en el aparato estatal: no distinguen entre los bienes públicos y los privados, de modo que se valen de los primeros como si fueran de su propiedad particular. De nada vale que el art. 6 de la Ley Nº 2880/06, que reprime hechos punibles contra el patrimonio del Estado, concordante con el 60 de la Ley de la Función Pública, castigue con pena de multa al funcionario que indebidamente y en beneficio propio o de un tercero, use o permita a otro el uso de bienes del Estado, pudiendo el mismo ser también inhabilitado para ejercer cargos públicos por un lapso de cinco a diez años. No hay noticias de que alguna vez se haya abierto un sumario administrativo o que el Ministerio Público haya intervenido de oficio ante la comisión de ese delito de acción penal pública, salvo cuando algún funcionario beodo causó un accidente de tránsito manejando un vehículo del Estado fuera del horario de trabajo, es decir, cuando el hecho salió a la luz gracias a la prensa. Por lo demás, cuando de automotores se trata, también se consume el combustible pagado por los contribuyentes para llevar al colegio a los hijos del jefe o a su esposa al supermercado, entre otras fechorías.
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Aparte de que nuestra cultura administrativa no distingue bien entre los patrimonios público y privado, los mecanismos de control, tanto internos como externos, son casi nulos. La “orden de trabajo” expedida por el organismo respectivo, que el conductor de un vehículo de “uso oficial exclusivo” necesita para justificar sus desplazamientos, puede ser fraguada como una cobertura, ligarse a una gestión particular o política, o incluso faltar, ya que la Contraloría solo la verifica esporádicamente, pese a que su Resolución Nº 1190/07 dispone “el control permanente de los vehículos del sector público, ya sea en horario diurno como nocturno, en todo el territorio de la República”. El 25 de agosto de este año informó, como si se tratara de un gran logro, que el 14 de diciembre de 2016 (!) había constatado, “en base a publicaciones periodísticas”, que una camioneta del Ministerio de la Defensa Pública fue empleada “presumiblemente” para trasladar a funcionarios extraños a la institución y transportar mercaderías y bebidas para una actividad no oficial, lo cual habría causado la destitución de tres funcionarios, previo sumario administrativo, pero no así la intervención del Ministerio Público. Es lo último que se sabe de las actividades de la Contraloría en esta materia, de lo que se desprende que es mínimo el riesgo de ser sorprendido por ella delinquiendo en las calles al volante de un vehículo del Estado, sin la “orden de trabajo” de rigor.
Considerando que estamos en plena época electoral, es de suponer que en los meses venideros el uso indebido de los bienes públicos con fines político-partidarios se agudizará aún más. Desde ya, la ciudadanía puede estar segura de que los automotores de las Cámaras del Congreso, asignados a algunos de sus miembros, ya se están moviendo de un mitin a otro, transportando a “operadores políticos” a costa de los contribuyentes. Los responsables tienen la ventaja de que en las carrocerías no se lee “uso oficial exclusivo”, así que la canallada puede pasar desapercibida, salvo que se produzca un aparatoso accidente –que no lo deseamos– como el protagonizado por el diputado liberal Víctor Ríos, precisamente poco después de que fuera ultimado a balazos el conductor de la camioneta a cargo de su colega Ramona Mendoza. En octubre pasado, la diputada colorada Perla de Vázquez se valió de un camión de la Gobernación de San Pedro para distribuir víveres a pobladores de San Estanislao, en el marco de su campaña proselitista, lo que recuerda que también los vehículos de los Gobiernos departamentales y municipales suelen ser apartados de su función específica. El hecho fue revelado por varios ciudadanos, cuya loable actitud debe ser imitada, en casos similares, sin limitarse a esperar la intervención de la Contraloría o del Ministerio Público. Las leyes deben ser respetadas y los contribuyentes no deben ser tratados como unos imbéciles que financian el parque automotor y el combustible que los legisladores y funcionarios destinan a sus asuntos particulares.
Muchos de estos aprovechados, que se burlan de quienes les pagan el sueldo para que defiendan el bien común y no para que los esquilmen, serán nuevamente candidatos a cargos electivos, amparados en las “listas sábana”. Los ciudadanos y las ciudadanas deben negarles sus votos.