Importantes personajes y bastiones internacionales que parecían inexpugnables ante el escrutinio público y la Justicia han caído y siguen cayendo corroídos por el peso de la corrupción. Allí está como ejemplo la FIFA, cuyos dirigentes evidentemente se creían poco menos que intocables. Allí están varios gobiernos y gobernantes que se consideraban portadores de una aureola divina y que usaron y abusaron de los bienes que pertenecían a sus conciudadanos, quienes los castigaron finalmente con sus votos, como en Venezuela y Argentina, y recientemente también en Bolivia.
El Brasil es un caso especial. Allí el presidente Luiz Inacio Lula da Silva continuaba siendo considerado una especie de gurú no solo de la izquierda brasileña, sino de la regional, pese a que desde hace tiempo han sido destituidos o encarcelados numerosos funcionarios del que fue su primer anillo durante su gestión presidencial. Parecía inalcanzable por la vara de la Justicia, a tal punto que aspiraba a un nuevo periodo al frente del Gobierno de su país. Pero, por fin, el escurridizo Lula fue detenido y llevado a declaratoria para responder sobre numerosas evidencias en su contra.
En efecto, al día siguiente de que se publicaran los dichos del hoy también preso exlíder de la bancada de senadores del partido oficialista PT, Delcidio Amaral, según los cuales Lula y su sucesora y delfín Dilma Rousseff sabían de las coimas y las sobrefacturaciones en Petrobras, doscientos agentes policiales allanaron la casa del expresidente y se lo llevaron por orden de un juez federal, para que respondiera a las acusaciones sobre su presunta participación en los gravísimos casos de corrupción en la empresa petrolera. Tras su declaración, abandonó la sede policial. Dilma igualmente ha sido salpicada por las sospechas y su popularidad ha caído a cifras límites.
También en los últimos días, en Bolivia, la fiscalía allanó el domicilio de una mujer, considerada expareja del presidente Evo Morales, hoy presa y sospechada de utilizar sus influencias con el Mandatario para concretar negocios ilícitos.
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En la Argentina, cuyo nuevo presidente ha prometido respetar la independencia judicial y combatir la corrupción, se han reanudado las pesquisas sobre la sociedad Hotesur, propiedad de los Kirchner y cuyo mayor hotel –el Alto Calafate– habría servido para cometer delitos financieros, alguno vinculado con la empresa estatal Aerolíneas Argentinas.
Y no olvidemos los aberrantes despilfarros del dinero público que han salido a luz en Venezuela, cuyo presidente, sin embargo, no ha sido incomodado –todavía– por una Justicia sometida a su régimen. Sin embargo, en ese país, como en la Argentina, los citados corruptos regímenes han sufrido sonoros reveses electorales, reflejo del hartazgo de la gente por tanto latrocinio y prepotencia.
Estos hechos demuestran que existe una saludable reacción contra la corrupción que infecta a tantos países, mediante eficaces actuaciones de la Justicia. Pero en nuestro país, los órganos competentes siguen ignorando su deber de aplicar la ley y mandar a la cárcel a los ladrones de guante blanco, porque quienes están en ellos son negligentes o a su vez corruptos. Sin olvidar que su designación o su destitución están en manos de los políticos.
De los casi diez mil reclusos actuales del sistema penitenciario nacional, solo hay tres funcionarios públicos condenados por haber delinquido en el ejercicio del cargo: el expresidente del Instituto Nacional del Indígena Rubén Quesnel, la exministra de la Secretaría de Acción Social Judith Andraschko y el exfiscal Gustavo Gamba. Sin embargo, abundan los hombres públicos sobre quienes pesan serios indicios de haberse aprovechado del dinero de todos en beneficio propio y ajeno, que andan libremente por ahí y que hasta tienen el desparpajo de burlarse de los ciudadanos decentes, tal como lo hizo en los últimos días en los pasillos tribunalicios el senador Víctor Bogado al ser escrachado por integrantes de la Coordinadora de Abogados del Paraguay. Bogado es uno de aquellos procesados que, como los legisladores Enzo Cardozo y José María Ibáñez, los exministros de la Secretaría de Emergencia Nacional Camilo Soares y Gladys Cardozo y el expresidente del Instituto de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert) Ignacio Ortigoza, se están burlando de la Justicia recurriendo a unas chicanas sistemáticas que han impedido hasta ahora que tan siquiera se inicie el juicio oral y público.
Estas fechorías se han venido perpetrando gracias a la indulgencia de los jueces, que no han sancionado el ejercicio abusivo del derecho, salvo el caso de Pedro Mayor Martínez, que llegó a multar una vez a Soares. La responsabilidad principal de esta repugnante pasividad o complicidad judicial recae en la Corte Suprema de Justicia, que ha venido tolerando esas descaradas actuaciones permitidas por los magistrados, que apuntan a lograr la impunidad mediante la prescripción de las causas por el paso del tiempo.
El titular de la Auditoría de Gestión Jurisdiccional, Mario Elizeche, acaba de anunciar que la máxima instancia judicial tiene la intención de castigar a los jueces que no sancionan a los abogados chicaneros, y a estos por abusar del derecho a la defensa. ¿Por qué no lo ha hecho ya, como era su obligación?
La Justicia no solo peca de indolente, sino también de corrupta. Quienes la administran saben que deben sus cargos al padrinazgo de los políticos y, en consecuencia, amedrentados, se cuidan muy bien de hacerles sentir el rigor de la ley. Si, además, los propios jueces y fiscales se enriquecen ilícitamente vendiendo resoluciones judiciales, es improbable que estén muy interesados en el saneamiento moral de la nación.
Solo cabe concluir, así, que tenemos una Justicia basura, que debe ser desmontada por los medios legales existentes, para que en el Paraguay también soplen los vivificantes vientos que hoy ponen en jaque a gobernantes y políticos delincuentes en varios lugares del planeta.